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XII La investigación

El alerta ha sido dado por el agente Vlasiuk, uno de los dos policías que habían ido al palacio Yusupov al oír los disparos. Aunque había prometido callarse a Félix y a Purichkevich, se ha sentido obligado a informar a su superior, Kaliadich, comisario de policía del barrio del Moika. Llevado ante el general Grigoriev, jefe del segundo distrito de Petrogrado, ha reiterado sus declaraciones ante él. Escéptico, el general telefonea al domicilio de Rasputín. Una sirvienta responde que, la noche anterior, el príncipe Yusupov fue a buscar a su patrón en coche y que el staretz aún no ha regresado. Las hijas de Rasputín confirman lo dicho por la doméstica. Olfateando un asunto importante, Grigoriev avisa sucesivamente al general Balk, gobernador de Petrogrado, al jefe de la Okhrana, al jefe de policía y, finalmente, al ministro del Interior. Por su parte, Maria Rasputín, enloquecida de inquietud, llama pidiendo ayuda a la señorita Golovina y a Anna Vyrubova, que se apresuran a informar a la Emperatriz de la desaparición del staretz . Aterrada a su vez, ésta les encarga que pregunten a Félix si ha estado con Rasputín la noche anterior. Contra toda evidencia, él empieza por negar. Pero he aquí que el general Grigoriev en persona lo acosa en el palacio de su suegro. A las preguntas corteses de su visitante, Félix responde con aplomo: "Rasputín no viene jamás a mi casa". Y como el otro menciona los disparos oídos hasta en la calle, repite ante él la tesis del perro abatido por un invitado que había tomado demasiado. Entonces Grigoriev le opone la declaración de Purichkevich revelando al agente Vlasiuk que, efectivamente, ha matado a Rasputín. Imperturbable, Félix replica: "Presumo que Purichkevich, al estar ebrio, hablaba del perro comparándolo con Rasputín y expresaba su pesar porque hubiera sido el perro y no el staretz el que había sido muerto". Embarazado por la importancia de los actores del embrollo, el general finge estar satisfecho con esa explicación y se retira.

Después de su partida, Félix, en un alarde de audacia, le insiste a la señorita Golovina para que telefonee a Tsarskoie Selo y consiga, en su nombre, una audiencia de la Emperatriz. Tiene la intención, dice, de justificarse de una vez por todas ante ella. Se le responde que Su Majestad lo espera. Después, mientras se prepara para salir, Anna Vyrubova lo llama y le informa que la Zarina, trastornada por los acontecimientos, ha tenido un malestar, que le resulta imposible recibirlo y que él debe contentarse con exponerle los hechos por carta. A continuación, le avisan que el general Balk desea verlo en la sede de la prefectura de policía. Se presenta y el general le anuncia que la Emperatriz ha ordenado que se proceda a un registro en el palacio del Moika. Félix lo toma muy mal. Sin desconcertarse, objeta que su mujer es la sobrina del Emperador y que el domicilio de los miembros de la familia imperial es inviolable. Ninguna medida de ese tipo debería ser encarada, dice, sin una orden expresa del Zar. Puesto en su lugar, Balk descarta provisoriamente el proyecto de registro, pero declara que no puede renunciar a la investigación criminal.

Para Félix es una victoria a medias. Se ocupa de lo más urgente volviendo al lugar del drama para asegurarse de que todas las huellas han sido bien borradas. A la luz del día descubre manchas oscuras en la escalera. Se dedica a borrarlas rápidamente junto con su ayuda de cámara. Apenas terminan cuando se presentan unos inspectores de policía para interrogar a los domésticos. Debidamente aleccionados, los servidores del príncipe afirman no saber nada. Los policías consignan sus respuestas por escrito y se llevan el cadáver del perro para la autopsia. Toman también muestras de la sangre que hay en la nieve. La actuación pericial revelará poco después que se trata de sangre humana.

En cuanto se marchan los inspectores de policía, Félix, con el estómago revuelto por las emociones, va a almorzar a casa del gran duque Dimitri. Otros dos miembros de la conjuración, Sukhotin y Purichkevich, se les reúnen. Con su colaboración, Félix redacta una carta para la Emperatriz repitiendo la versión del perro abatido por un invitado ebrio. "No encuentro palabras", concluye, "para expresar a Vuestra Majestad qué conmovido estoy por todo lo ocurrido y qué extraordinarias me parecen las acusaciones que se me hacen." Después de releer la misiva que los declara inocentes, todos los conspiradores juran aferrarse en adelante a esa fábula por inverosímil que sea. Luego, Purichkevich se prepara para partir al frente, en su tren sanitario. Protegido por su inmunidad parlamentaria, no tiene nada que temer.

Por la tarde, Félix, que no está tan seguro como Purichkevich acerca del curso de los acontecimientos, va a ver al ministro de Justicia, Makarov, para saber a qué atenerse. Repite ante él su relato falso, que casi sabe de memoria a fuerza de repetirlo ante las autoridades. Pero, cuando llega al episodio de Purichkevich en estado de ebriedad avanzada y le suelta sus tonterías al agente Vlasiuk, Makarov lo interrumpe: "¡Conozco bien a Purichkevich; sé que no bebe jamás; si no me engaño, es miembro de una sociedad de templanza!". Desconcertado por un momento, Félix le hace notar a su interlocutor que una sobriedad habitual puede contemporizar con ciertos traspiés en algunas ocasiones. "Ayer le resultaba difícil negarse a brindar con nosotros porque yo tiraba la casa por la ventana", dice para explicar la pretendida conducta de su invitado. El ministro simula creerle y le asegura que podrá salir de Petrogrado para reunirse con su mujer si así lo desea. Reconfortado, Félix todavía se toma tiempo para ir a visitar a su tío Rodzianko, presidente de la Duma, que estaba enterado del complot. Rodzianko lo felicita con voz sonora y su esposa lo bendice por su magnífica acción. Cuando vuelve al palacio del gran duque Alejandro para cerrar sus valijas (piensa partir esa misma noche), la campanilla del teléfono interrumpe sus preparativos. De todas partes, sus amigos y relaciones lo llaman para congratularse. Disimulando su contento y su orgullo, les responde que los rumores que corren acerca de su persona son infundados y que él no tiene nada que ver en ese asunto siniestro. Por fin puede escapar y llega a la estación justo a tiempo para subir al tren. En el andén, lo detiene un coronel de gendarmería: "Por decisión de Su Majestad la Emperatriz, le está prohibido ausentarse de Petrogrado. Debe volver al palacio del gran duque Alejandro y permanecer allí hasta nueva orden". Furibundo, Félix obedece. El gran duque Dimitri también está arrestado, sin indicación de motivo, mientras dure la investigación.

En Tsarskoie Selo, mientras tanto, la Emperatriz, presa de una angustia mortal, espera a cada minuto noticias del desaparecido. Anna Vyrubova, que está junto a ella, trata de tranquilizarla repitiéndole que no hay que perder las esperanzas. Pero Alejandra Fedorovna presiente lo peor. Escribe a su marido, retenido en la Stavka de Mohilev: "Estamos todos reunidos, ¿puedes imaginarte nuestros sentimientos, nuestros pensamientos? Nuestro amigo ha desaparecido. Anoche hubo un gran escándalo en casa de Yusupov, una gran reunión, Dimitri, Purichkevich, etcétera, todos ebrios. La policía ha oído disparos. Purichkevich salió gritando que habían matado a nuestro amigo. La policía y los magistrados están ahora en casa de Yusupov. Todavía espero en la misericordia de Dios. Tal vez no hayan hecho más que llevarlo a alguna parte. Te pido que envíes aquí a Voieikov; somos dos mujeres con nuestras débiles cabezas. Voy a mantener a Anna (Vyrubova) aquí, pues, ahora, la perseguirán a ella. No puedo creer, no quiero creer que lo hayan matado. ¡Que Dios tenga piedad de nosotros! ¡Qué angustia intolerable! (Estoy tranquila, no puedo creer eso.) Ven inmediatamente". (Carta del 17 de diciembre de 1916.)

A medida que pasan las horas, el presentimiento de las dos mujeres se acentúa. "Ha sido asesinado", anota Anna Vyrubova en su diario íntimo. "Es seguro que con la participación del gran duque Dimitri Pavlovich… Y también del marido de Irina [Félix Yusupov]… El cadáver no ha sido encontrado… El cadáver; Dios mío, el cadáver… ¡Horror!, ¡horror!, ¡horror!" Y también: "¿Cómo pueden vivir esos asesinos? […] Mamá [la Zarina], pálida como un papel, cayó en mis brazos. No lloraba, estaba toda temblorosa. Y yo, enloquecida de dolor, me agitaba alrededor de ella. Tenía tanto miedo. ¡Tenía tal espanto en el alma! Me parecía que Mamá iba a morirse o a perder la razón".

Por temor a la lentitud del correo, la Zarina telegrafía a su marido para recordarle los términos de su carta y repetirle que vuelva con urgencia. Luego, sacando de un cajón un crucifijo que le había dado el staretz , lo lleva a sus labios y dice a Anna: "No llores. Siento que una parte de la fuerza del desaparecido se me trasmite a mí. ¡Ya ves, soy la Zarina, fuerte y poderosa! ¡Oh! ¡Ya verán!" Y se cuelga al cuello la cruz de Rasputín.

En la mañana del 17 de diciembre de 1916, unos obreros que atravesaban el puente Petrovski han descubierto huellas de sangre en el parapeto. Las indican a la policía y, el 18 al alba, empiezan las búsquedas en el lugar. Nuevo telegrama de la Zarina a Nicolás II: "He rezado en la capilla del palacio. Todavía no encontraron ninguna pista. La policía prosigue su investigación. Temo que esos dos miserables hayan cometido un crimen espantoso, pero todavía no hemos perdido las esperanzas. Partid hoy. Os necesito terriblemente".

Ahora bien, ocurre que los policías descubren otras huellas de sangre en uno de los estribos del puente y, muy cerca de allí, una galocha. Las hijas de Rasputín la reconocen. Pertenecía a su padre. En seguida, un buzo se sumerge bajo el hielo. En vano. El 19, los policías retoman sus investigaciones yendo río abajo después del puente. Doscientos metros más lejos, en un espacio parcialmente deshelado, una pelliza abandonada atrae sus miradas. El buzo vuelve a sumergirse y, esta vez, encuentra un cadáver sumergido bajo el espeso caparazón blanco que recubre el río. Hay que romper el hielo para sacarlo al aire libre. El cuerpo es llevado al hospital militar de Tchesma, cerca de Tsarskoie Selo. Llamadas para identificarlo, Maria y Varvara contemplan con horror el cadáver helado de su padre. "Tenía el cráneo hundido, el rostro magullado", escribirá Maria; "sus cabellos estaban pegoteados por la sangre. Le habían hecho saltar el ojo derecho. Colgaba sobre su mejilla, sostenido por un colgajo de carne."

El profesor Kosorotov procede inmediatamente a la autopsia. Constata que una bala ha penetrado en el tórax y ha atravesado el estómago y el hígado; otra, tirada por la espalda, ha perforado un riñon; y una tercera, dando en la sien de la víctima, ha penetrado en el cerebro. Cosa extraña: en el estómago no hay ninguna traza de veneno. ¿Habrá que deducir que el cianuro de las masas y el del vino se alteraron antes que los absorbiera Rasputín o que los productos empleados por Lazovert eran, en realidad, ineficaces? Los investigadores se pierden en conjeturas. Sea lo que sea, el cadáver es transportado a la capilla del hospital y lavado y vestido por una de las más fieles adeptas al difunto, la ex monja Akulina Laptinskaia. Después del velorio, visita a las hijas de Rasputín y les confía que el cuerpo que atendió había sido mutilado de un modo increíblemente salvaje; no sólo el rostro sino también los testículos habían sido convertidos en una especie de jalea por los golpes. "Tengo la impresión de que no podré volver a comer jamás", dijo. La Emperatriz propone que el staretz sea enterrado en un terreno perteneciente a Anna Vyrubova, cerca de la aldea de Alexandrovka, y que se erija un monumento a su memoria lo antes posible.

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