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A la sangre de Rasputín, salpicando una pieza del subsuelo del palacio Yusupov, ha respondido la sangre de los Romanov, brotando bajo el fusilamiento en los muros de otro subsuelo, el de la casa Ipatiev. El círculo se ha cerrado. Después de siglos de monarquía, el pueblo ruso deberá buscarse otros amos que servir y venerar doblando la espalda. Se llamarán Lenin, Stalin, Kruchev, Brezhnev, y perpetuarán el dogma de la necesaria dictadura del proletariado. Pero Rasputín, a pesar de su contribución al hundimiento del Imperio, no tendrá derecho más que al desprecio de los revolucionarios, a cuyos designios sirvió involuntariamente.

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