El 19 de septiembre de 1912, luego de una larga estada en Crimea, la familia imperial se traslada a la reserva forestal de Bielowiege, en Polonia. Cazador apasionado, Nicolás II piensa abatir algunos de los últimos uros de Europa, que han sido reunidos allí para su entretenimiento. No obstante, no desdeña la caza menor y anota en su carné hasta la cantidad de patos muertos en el día. Pero, poco después de la llegada de Sus Majestades al lugar, el zarevich da un paso en falso al salir de un bote y se golpea la cadera izquierda contra la horquilla de un tolete. En el lugar de la contusión aparece un ligero tumor. Felizmente, el hematoma se reabsorbe bastante rápido y, el 16 de septiembre, la familia deja Bielowiege y se dirige a Spala, otro coto de caza imperial. Al comprobar que el niño parece completamente curado, su madre y Anna Vyrubova lo llevan a pasear en coche. No han previsto las sacudidas de la calesa en los malos caminos de los alrededores. El 2 de octubre, el estado del Pequeño Alexis empeora súbitamente. Se declara una hemorragia interna del mismo lado, a la izquierda, en las regiones ilíaca y lumbar. La temperatura sube a treinta y nueve grados cuatro y el pulso a ciento cuarenta y cuatro. Los dolores provocados por la hinchazón son atroces. El niño se acurruca y se acuesta sobre el vientre buscando la mejor posición en la cama. La tez pálida, los ojos desorbitados, la mandíbula temblorosa, gime hasta quedar ronco. Trastornados y no osando hacer nada por temor a agravar su estado, los médicos de siempre, Botkin y Fedorov, hacen venir de San Petersburgo al cirujano Ostrovski y al pediatra Rauchfuss. Estos declaran que no pueden operar el hematoma porque se correría el riesgo de aumentar la hemorragia.
Ante la impotencia de los médicos, Alejandra Fedorovna cae en una desolación neurótica. Está convencida de que su hijo va a morir. Y eso es por su culpa. ¿Acaso no es ella quien le ha trasmitido ese mal horrible? Además, ha pecado por negligencia, por despreocupación. Si no hubiera consentido en la partida de Rasputín, tal vez Dios habría escuchado su pedido de auxilio. Se retuerce las manos, solloza, reza y no se separa de la cabecera de Alexis. Ya corren rumores alarmantes que, llevados por los criados, circulan por el país. Se susurra que el zarevich ha sido víctima de un atentado. Para terminar con las habladurías, el Zar autoriza al conde Fredericks, ministro de la corte, a publicar boletines acerca de la salud del niño, pero sin mencionar que se trata de un caso de hemofilia. Esa clase de comunicados a los diarios es una innovación, porque no se estila hacer llegar al conocimiento público las enfermedades de la familia imperial. Apenas divulgada, la noticia es interpretada como el anuncio del fin próximo del heredero del trono. En todas las iglesias se celebran oficios religiosos por su curación. El 10 de octubre recibe los últimos sacramentos. A punto de perder el conocimiento, murmura a sus padres: "¡Cuando me muera, háganme un pequeño monumento en el parque!". Es demasiado para la madre. Puesto que ni los médicos ni los sacerdotes pueden hacer algo por su hijo, se vuelve hacia el único hombre capaz de hacer un milagro: Rasputín. El 12 de octubre, por orden de la Emperatriz, Anna Vyrubova telegrafía al staretz : "Médicos desesperados. Vuestras plegarias son nuestra única esperanza".
Rasputín recibe el telegrama el mismo día, a mediodía. Está a la mesa con su familia. Su hija mayor, Maria, le lee el mensaje. Él se pone de pie inmediatamente, se dirige al salón donde están expuestos los iconos más venerables de la casa y dice a Maria, que lo acompaña: "Paloma mía, voy a intentar cumplir el más difícil y misterioso de los ritos. Es necesario que lo lleve a cabo con éxito. No tengas miedo y no dejes entrar a nadie… Tú puedes quedarte si lo deseas, pero no me hables, no me toques, no hagas ningún ruido. Reza únicamente". Luego, poniéndose de rodillas ante las imágenes santas, exclama: "¡Cura a tu hijo Alexis, si esa es Tu voluntad! ¡Dale mi fuerza, oh, Dios, para que él la utilice para su curación!". Mientras habla, su rostro está iluminado por el éxtasis, un sudor abundante corre por su frente y sus mejillas. Jadea, víctima de un sufrimiento sobrenatural y cae de espaldas sobre el piso, con una pierna doblada y la otra tiesa. Maria escribirá: "Parecía debatirse en una espantosa agonía. Yo estaba segura de que moriría. Después de una eternidad, abrió los ojos y sonrió. Le ofrecí una taza de té helado que bebió ávidamente. Pocos instantes después, volvía a ser él mismo". (Maria Rasputín, ob. cit.)
Ahora Rasputín está tranquilo acerca de la suerte del zarevich. Cree que las contracciones musculares sufridas por él durante su encantamiento son las últimas sacudidas de la tortura de Alexis. Ha liberado al niño asumiendo su mal ante la mirada de Dios. Es así como obran los chamanes cuando quieren aliviar a un paciente de los tormentos de su cuerpo o de su alma. Lo reemplazan por el pensamiento, se hacen cargo de su suplicio físico o espiritual, le quitan momentáneamente su yo para restituírselo intacto después de la curación. Rasputín aprendió ese método de transferencia del dolor por telepatía durante sus peregrinaciones de juventud entre los buriatos, los yakutas y los kirghises, añadiendo a su magia pagana toda la del cristianismo. Al contacto con ellos se convirtió a su vez en un chamán, un visionario, un remolcador de naves a punto de perderse. En verdad, esos adivinos primitivos, un poco brujos, lo han informado acerca de los poderes del espíritu enfrentado a la materia mejor que los sacerdotes cuyos sermones ha tenido ocasión de escuchar. Si la Iglesia le ha enseñado la manera oficial de hablar a Dios, ellos le han revelado la comunión de los corazones a través del espacio. Ahora puede manifestarse a distancia, como ellos. Ha adquirido el don de simultaneidad y de ubicuidad. Aunque instalado en Pokrovskoi, en su isba, en familia, ahora está en Spala, a la cabecera del enfermito. Adivina su presencia en todos los nervios, en todos los músculos de su cuerpo robusto. Al final de ese encantamiento, que es una mezcla de súplica y exorcismo, de brujería y oración, va a la oficina de correos y telegrafía a la Emperatriz: "La enfermedad no es tan grave como parece. Que los médicos no lo hagan sufrir".
Al leer esas palabras la Zarina renace. El salvador está de nuevo a su lado. Todas las esperanzas son posibles, puesto que él lo afirma desde el fondo de su lejana provincia. Y, en efecto, a la mañana siguiente, la fiebre baja y el hematoma comienza a reabsorberse. A las dos de la tarde, los médicos constatan que la hemorragia se ha detenido. Explican ese fenómeno por una simple coincidencia entre la llegada del telegrama y la evolución natural de la enfermedad. A menos, dicen aún, que la remisión no se deba al hecho de que la Emperatriz, por fin tranquilizada gracias a las seguridades de Rasputín, haya cesado de excitar la nerviosidad del niño con el espectáculo de su angustia. Según ellos, el desasosiego del entorno ha podido crear en Alexis un estado de tensión que impedía la reabsorción del derrame sanguíneo. Esas consideraciones seudocientíficas exasperan a Alejandra Fedorovna. Para ella, ante ese punto de la evidencia, dudar del prodigio sería un pecado contra Dios. Si su hijo se ha salvado eso se debe a Rasputín y sólo a él. A pesar de la maledicencia de algunos, ese hombre es un ser excepcional. Un enviado del Altísimo en este mundo. Un segundo mesías. Mientras él permanezca entre bastidores en el palacio, el zarevich, sus padres, Rusia entera estarán preservados de la desgracia. Anna Vyrubova comparte la alegría de Su Majestad y su ceguera. Se excitan mutuamente en una devoción ansiosa.
El 21 de octubre de 1912, Nicolás II envía una carta tranquilizadora a su madre; retoma sus cacerías del ciervo, sus paseos en el bosque y sus consultas políticas; el 2 de noviembre, es publicado en la prensa el último boletín de salud para anunciar la curación del heredero del trono y, el 5, toda la familia regresa a Tsarskoie Selo. En esta ocasión, las admiradoras del staretz celebran en los salones la victoria del santo injustamente denigrado por los descreídos y los envidiosos. Lo primero que hace la Emperatriz es pedir al "salvador" de Alexis, como una gracia, que vuelva lo antes posible de Pokrovskoi. Pero él retrasa su partida algunas semanas, sin duda para hacerse desear. Tiene tantos enemigos que debe enfervorizar al máximo a sus seguidoras para resistir a la camarilla que lo amenaza. Al fin se decide y llega a San Petersburgo en diciembre.
La Emperatriz, con el corazón palpitante de gratitud, lo recibe en casa de Anna Vyrubova. Él está acompañado de su mujer y sus hijas. Toda la familia está endomingada. Se sirve el té. La Zarina toma la mano de Prascovia y le dice amablemente: "¿Nos perdona por robarle a su marido tan a menudo? ¡No lo haríamos si no fuera tan vital para nosotros y para la corona!". Al hablar, su voz se ahoga de emoción y sü rostro se cubre de manchas rojas. Prascovia responde: "¡Es una bendición para nosotros que Dios haya permitido a Gregorio Efimovich ayudar a su niño!" Alejandra Fedorovna ha llegado flanqueada por las cuatro grandes duquesas. Éstas simpatizan con las hijas de Rasputín, María y Varvara. Él, sentado en el centro de ese círculo íntimo y enteramente femenino, disfruta de una situación extraña: la familia de un campesino siberiano y la de Sus Majestades unidas en una misma amistad, alrededor de un samovar. Las barreras han caído. La Rusia de las profundidades y la de los palacios se comprenden y se aman. Los habladores de la Duma y de las casas aristocráticas no podrán nada contra esa alianza del cetro y el arado. Mientras el Zar y el pueblo estén de acuerdo, el Imperio proseguirá su ruta espléndidamente. Como muestra de su reconocimiento, la Emperatriz hace inscribir a María, la hija mayor de Rasputín, en el liceo Steblin-Kamenska de San Petersburgo.
En primavera, Sus Majestades hacen un crucero por los fiordos en el yate del Zar, el Standart ; luego, en agosto, un tiempo de descanso en Peterhoff; en fin, la familia imperial se instala en Livadia. El zarevich, debilitado por el acceso de hemofilia del año anterior, camina con un aparato ortopédico: todavía no puede apoyarse sobre su pierna enferma. Lo curan con baños de barro. Apenas retoma sus desplazamientos libres y sus juegos, se cae. Una hemorragia subcutánea se declara alrededor de la rodilla. Los dolores aumentan. Felizmente, Rasputín se encuentra de vacaciones en el balneario vecino de Yalta. Acude, reza intensamente ante la Zarina maravillada, ordena abandonar todos los remedios y dejar al niño en cama durante varios días. Poco a poco, el sufrimiento se calma, el hematoma desaparece. Los médicos sostienen que el derrame se habría reabsorbido por sí mismo bajo el efecto de un reposo prolongado. Pero Alejandra Fedorovna proclama que, una vez más, la gloria de esa curación pertenece a Rasputín, el hombre providencial que Dios ha elegido para proteger a la familia imperial y, a través de ella, a Rusia.