IX El descrédito de la pareja imperial
Aun relegado en su aldea, Rasputín se niega a bajar los brazos. La distancia no cuenta cuando se tiene ambición para sí mismo y para los amigos. Entre estos, uno de los más próximos al staretz es el nuevo obispo de Tobolsk, Bernabé. Un hombre de pueblo como él, rudo, ardiente y poco cultivado, pero que conoce bien los textos teológicos y está animado por un orgullo devorante. El año anterior, a Bernabé se le puso en la cabeza hacer canonizar a un antiguo sacerdote benemérito. Esta medida estaba destinada a valorizarlo a él mismo para una eventual elevación a la dignidad de metropolitano. Elige al finado Juan Maximovich, arzobispo de Tobolsk muerto el 15 de junio de 1715, y pide al Santo Sínodo que incluya al difunto en el canon de los santos en ocasión del ducentésimo aniversario de su desaparición. El alto procurador del Santo Sínodo, Vladimiro Sabler, le propone prudentemente esperar el final de la guerra para elevar esa cuestión, de todos modos secundaria. Entonces Bernabé, irritado por la mala acogida, se vuelve hacia Rasputín para rogarle que apoye su petición. El staretz , dichoso de intervenir en un asunto eclesiástico, telegrafía al Zar, en Mohilev, a fin de recomendarle ese nuevo candidato a la aureola. Para justificar su iniciativa, Bernabé ha enumerado los milagros producidos sobre la tumba de Juan Maximovich y destaca la urgencia de gratificar a Rusia con una figura suplementaria que venerar mientras el país está a sangre y fuego. Puesta al corriente de la iniciativa, la Emperatriz ha estimado igualmente que, al engrosar la cohorte de sus santos, la patria no dejaría de inclinar la balanza del lado de la victoria. El 27 de agosto, Nicolás, convencido por su mujer y por Rasputín, comunica a Bernabé: "Puede cantar las alabanzas por la glorificación". Tal medida equivale a autorizar a los fieles a adorar las reliquias en espera de la canonización oficial. Inmediatamente, Bernabé hace salmodiar las laudas en la catedral de Tobolsk, donde reposan las cenizas de Juan Maximovich. Pero, entretanto, Vladimiro Sabler ha sido reemplazado a la cabeza del Santo Sínodo por Alejandro Samarin, ex mariscal de la nobleza de Moscú. Ignorando la aprobación de Su Majestad, Samarin se sorprende por esas manifestaciones intempestivas alrededor de Juan Maximovich y convoca a Bernabé a Petrogrado para sermonearlo. Alertado por su protegido, Rasputín telegrafía de nuevo al Zar para agradecerle haber sostenido a Bernabé en esa piadosa empresa y asegurarle que el pueblo llora y baila de alegría a la idea de que un nuevo santo patrón se va a ocupar de Rusia. Luego de lo cual, Bernabé se dirige el 8 de septiembre a la alta asamblea sinodal y, para justificar su conducta, muestra el despacho del Emperador que ha recibido el 27 de agosto. Lejos de sentirse confundido, Samarin está escandalizado por esa maniobra tramada a sus espaldas. A su instigación, el Santo Sínodo invalida la "laudación" de Juan Maximovich y priva a Bernabé de su sede episcopal por desobediencia. Pero Alejandra Fedorovna asume la defensa del obispo injustamente castigado, proclama su fe personal en las virtudes de Juan Msximovich y acusa al alto procurador de impedir la devoción de las masas por un héroe de la Iglesia Ortodoxa. Nicolás II le da la razón a su mujer y a Rasputín y revoca a Samarin, que ha osado resistirles.
Ahora bien, he aquí que en Moscú algunos rezongan protestando contra el despido desconsiderado de Samarin. El rumor público asocia en su reprobación a la Emperatriz, el Emperador y Rasputín. Indigna que ese mujik siberiano obtenga invariablemente el acuerdo de Sus Majestades, ya se trate de la remoción de un ministro, de la destitución de un generalísimo o de la glorificación de un santo. A los ojos de la gente, la autoridad del Zar es escarnecida por el staretz y sus acólitos. Las riendas del poder han pasado, dicen, de las manos imperiales a las de un campesino inculto. El gran duque André Vladimirovich anota en su diario íntimo que la canonización de Juan Maximovich indigna a la gente simple tanto como a la de los salones aristocráticos. "El populacho está muy excitado", escribe. "Los sacerdotes se dirigen al pueblo en todas las iglesias y dicen tales cosas que ya no me atrevo a respirar si no es en sueños."
Consciente de esos escudos levantados contra él, Rasputín envía a su mujer de Pokrovskoi a Petrogrado para que niegue a Anna Vyrubova que arregle su rápido regreso a la capital. Pero la oposición de los medios políticos se refuerza y la Emperatriz debe insistir ante su marido para que dé un puñetazo sobre la mesa y decida el regreso del staretz indispensable e irreemplazable. Éste vuelve, todo inflado, el 28 de septiembre de 1915.
Como el Zar está retenido en la Stavka, es la Zarina quien, por detrás, gobierna el país. Mientras que Nicolás II juega al estratega entre oficiales deferentes, ella ejerce la regencia desde su boudoir con colgaduras color malva en Tasrskoie Selo. No quiere a su lado otros consejeros que Rasputín y Anna Vyrubova. En sus cartas cotidianas asegura a su marido que "nuestro Amigo" es más clarividente que todos los ministros juntos y que sólo él puede conducir a Rusia a la victoria. No obstante, deseosa de evitar las habladurías, nunca invita al staretz al palacio. Anna Vyrubova sirve de intermediaria para recoger la buena palabra de la fuente y trasmitirla, como un viático, a Alexandra Fedorovna. Todas las mañanas, a las diez, Anna telefonea al departamento de la calle Gorokhovaia 64. Rasputín, que ha logrado disipar la borrachera de la noche, le responde con sencillez y aplomo. Sobre todas las cuestiones relativas a la política o a la guerra, a los nombramientos ministeriales o a las relaciones entre los miembros de la familia imperial, tiene su opinión que, dice; le ha sido inspirada por Dios. El mismo día, la Zarina recibe el eco de boca de su amiga, con quien se encuentra ya sea en casa de esta, la pequeña villa blanca, o en el hospital, donde ambas trabajan con loable abnegación. Alejandra Fedorovna repite fielmente al Zar las recomendaciones del "padre Geregorio". Llega hasta el fetichismo religioso y hace llegar a su esposo objetos que han pertenecido al staretz , lo que evidentemente les confiere un poder benéfico: "Antes del consejo de ministros no olvides tomar en tus manos el pequeño icono donado por nuestro Amigo y peinarte varias veces con su peine". (Carta del 15 de septiembre de 1915.) "Debo trasmitirte un mensaje de nuestro Amigo, inspirado por una visión que tuvo durante la noche. Te pide que ordenes una ofensiva inmediata ante Riga." (Carta del 15 de noviembre de 1915.) "No me tomes por loca porque te envié la botellita entregada por nuestro Amigo. Creo que es madera. Te ruego que te sirvas un vasito y lo bebas de un trago a Su salud." (Carta del 11 de enero de 1916.) Y Nicolás, dócil, responderá que ha bebido el vino directamente de la botella "por Su salud y Su prosperidad hasta la última gota".
A fines de 1915, el Emperador, constatando que la vida en la Stavska es muy apacible entre las conversaciones con los alegres oficiales y los desfiles gratos a la mirada, decide hacer venir a Mohilev a su hijo, de diez años de edad. Alejandra Fedorovna consiente de mal grado en la separación. Cada vez que el pequeño Alexis se aleja, ella tiembla por su salud. Pero el zarevich, luciendo el uniforme de los cosacos, se divierte mucho en el Gran Cuartel General. Duerme en el mismo cuarto que su padre, pasa con él revista a las tropas y recibe los homenajes de los generales más brillantes. Nicolás II, tranquilizado, lo deja el 3 de diciembre por una gira de inspección en el sur. Ahora bien, en su ausencia, el niño tiene fuertes estornudos que le provocan una epistaxis, La hemorragia nasal persiste a pesar de todos los cuidados y el doctor Fedorov aconseja al Emperador que regrese a Mohilev lo más rápido posible. Al regreso del soberano, el estado del zarevich no ha evolucionado. Como el chico se debilita de hora en hora, el 5 de diciembre su padre lo lleva por tren hacia Tsarskoie Selo. "Él (Alexis) tenía", escribe Anna Vyrubova, "una minúscula carita de cera con un algodón ensangrentado en la nariz." Desplomada a la cabecera de su hijo, con las manos juntas, Alejandra Fedorovna implora a los doctores Fedorov y Derevenko que intervengan antes que sea demasiado tarde. Los médicos piensan en probar en el paciente "cierta glándula de cobayo". En pura pérdida. Queda una sola esperanza: ¡Rasputín! A pedido de la Emperatriz, Anna Vyrubova advierte al staretz del nuevo milagro que esperan de él. Por suerte, está en Petrogrado. Llega al palacio como una tromba, se acerca al lecho de Alexis, traza un gran signo de la cruz sobre su cabeza y afirma a sus padres que no hay que inquietarse porque el heredero de la Corona sanará con seguridad. En efecto, poco después de su partida, la hemorragia se detiene. Los médicos sostienen que la llaga formada por la rotura de un pequeño vaso sanguíneo se cauterizó gracias a sus remedios. Pero, en la familia imperial, todo el mundo atribuye la curación a la influencia sobrenatural de Rasputín.
Cuanto más alto está en la estima de la Zarina, más odio y rechazo suscita en la opinión pública. Mientras que Alexandra Fedorovna cree haber descubierto en él al salvador de su hijo y de Rusia, la sociedad de las grandes ciudades lo designa abiertamente como el responsable de todas las desdichas de la patria. Se piensa que es a causa de él que los generales envían a millares de hombres jóvenes al matadero, que Nicolás II elige como ministros sólo a chambones, que Alejandra Fedorovna pierde la cabeza y se desacredita un poco más cada día. Si no se acuesta corporalmente con el mujik siberiano, le está sometida con toda el alma, como una posesa. Mientras que él se agota emborrachándose y fornicando, ella lo santifica en el universo cerrado de sus meditaciones. Separada de la realidad, rehusa ver todo lo que podría alterar su sueño. Y el Zar está a las órdenes de esta histérica. ¡Si por lo menos la Iglesia pudiera devolver un poco de razón al cerebro trastornado de Sus Majestades! Pero Rasputín ahora tiene adictos hasta en el Santo Sínodo. Su criatura en el seno de la venerable asamblea de los prelados es el arzobispo Pitirim. Sancionado por haber vivido durante años en pareja con un hermano laico, ha sido reintegrado gracias a Rasputín, luego nombrado inesperadamente exarca de Georgia, es decir delegado del patriarca en esa provincia. A la muerte del metropolitano de Kiev, en noviembre de 1915, el staretz ha sugerido a Alejandra Fedorovna que insistiera ante el Zar para que instale en esta ciudad, como medida disciplinaria de degradación al metropolitano de Petrogrado Vladimiro -un opositor de "nuestro Amigo"- y que nombre en su lugar en la capital al simpático y acomodadizo Pitirim. Nicolás accede a este pedido de sustitución sin siquiera consultar al alto procurador del Santo Sínodo, Alejandro Voljin, recientemente designado, y Pitirim, el homosexual ambicioso, se encuentra en la laura de San Alejandro Nevski con el título más glorioso de la jerarquía ortodoxa. Por intermedio del nuevo metropolitano de Petrogrado, Rasputín continúa asegurándose amistades en el consejo supremo de la Iglesia rusa. No desespera de reinar, una buena mañana, siempre en la sombra y el secreto, sobre toda la administración sinodal. La Iglesia, repite, debe ser dirigida por hombres salidos del pueblo. Cuanto más simples de educación y libres de costumbres sean, más se revelarán capaces de comprender a sus ovejas. En materia de apostolado, un hábito sin mancha es un obstáculo para la comunión de las almas. Pitirim y Rasputín son de la misma raza. Uno bajo los soberbios hábitos sacerdotales, el otro bajo el caftán del mujik , ambos conocen demasiado bien las exigencias de la carne para no estar cerca del común de los mortales y, por consecuencia, del Señor. El único pecado inexpiable es la condena del pecado.