Ante el aumento de los peligros, Nicolás II toma al fin la decisión de desembarazarse de ese tío demasiado molesto y envía a su ministro Polivanov a la retaguardia para preparar suavemente al generalísimo a su desgracia. Pero su madre, la emperatriz viuda María Fedorovna, lo exhorta a renunciar a esa idea, que considera arriesgada. Lo pone en guardia contra el peligro que significaría para él disgustar al ejército apartando a un jefe tan popular. Además teme que, al dejar Petrogrado por el Cuartel General Central y ceder la dirección del Estado a otro hombre, aunque sea de confianza, precipite la ruina del régimen. Por su parte los ministros, convocados el 20 de agosto de 1915 a Tsarskoie Selo, imploran en coro a Su Majestad que abandone su proyecto. Y, al día siguiente, dirigen al Zar una carta colectiva de dimisión para protestar, "en hombre de todos los rusos leales", contra su intención de despedir al generalísimo y sucederlo en la conducción de la guerra. Al pie del documento figuran ocho firmas.
¿Pero qué puede un puñado de ministros contra una esposa entusiasta y un staretz inspirado? Nicolás II no se deja doblegar. El 22 de agosto por la tarde parte hacia Mohilev. El 23, un rescripto releva de sus funciones al gran duque Nicolás Nicolaievich y anuncia que el Emperador lo reemplazará a la cabeza de sus tropas. A modo de resarcimiento, el gran duque recibirá la dirección de las operaciones en el Cáucaso. El mismo día, Nicolás II escribe a su mujer: "Él [el gran duque Nicolás Nicolaievich] vino a mi encuentro con una sonrisa animosa y gentil. Me preguntó cuándo debía partir y le contesté que podría quedarse dos días aún […]. Hacía meses que no lo veía así, pero los rostros de sus ayudas de campo estaban sombríos; era divertido observarlos". La Zarina aprueba: "¡Es tal el alivio! Te bendigo, ángel mío, así como a tu justa decisión y espero que sea coronada por el éxito y nos aporte la victoria en el interior y en el exterior".
Rasputín también aplaude esa destitución que lo libra de un enemigo personal demasiado influyente y declara alegremente a la Emperatriz: "Si nuestro Nicolás no hubiera tomado el lugar de Nic-Nic [20] , habría podido decir adiós a su trono". Mientras su esposa y su consejero oculto se felicitan por una resolución que consterna al ejército y a la clase política, Nicolás II firma con una mano titubeante su primer orden del día: "Hoy he tomado sobre mí el comando de todas las fuerzas navales y terrestres presentes sobre el teatro de operaciones […]. Tengo la firme convicción de que la misericordia divina nos acompañará en nuestra fe absoluta en la victoria final y en el cumplimiento de nuestro deber sagrado de defender la patria hasta el fin. No seremos jamás indignos de la tierra rusa".
La alusión a la "tierra rusa" alegra a Rasputín. Está seguro de ser su verdadero representante, con las cualidades y los defectos específicos de la nación. Cuando piensa en su destino, lo resume así: ¡Un mujik instalado como un intruso entre los grandes de este mundo y que les recuerda la realidad de un país del que su nacimiento, su educación, su fortuna, los han separado desde hace largo tiempo! Ciertamente, él espera la victoria, pero maldice la guerra a causa de los sufrimientos que inflige a los más desprovistos de sus compatriotas. Y declara ante un círculo de admiradoras: "Rusia ha entrado en esta guerra contra la voluntad de Dios… Cristo está indignado por todas las quejas que suben hacia Él desde la tierra rusa. ¡Pero a los generales les da igual hacer matar mujiks , eso no les impide comer ni dormir ni enriquecerse…! ¡Ay! ¡No es sobre ellos que recaerá la sangre de sus víctimas! Recaerá sobre el Zar, porque el Zar es el padre de los mujiks … Yo les digo: ¡la venganza de Dios será terrible!"
Habiendo proclamado así su indignación, se prepara para terminar alegremente la velada en un restaurante a la moda. Está tan cómodo en su papel de profeta como en el de juerguista. Sólo cuando ha saciado su sed de placeres siente el deseo de regresar a Pokrovskoi.