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II Gregorio, un hombre de Dios

Rasputín tiene treinta y cuatro años cuando llega a San Petersburgo en la primavera de 1903. Es un campesino de buena estampa, delgado, de cabello largo y lacio y barba enmarañada; su frente está llena de surcos y atravesada por una cicatriz, su nariz es larga y husmeadora. Pero sus ojos sobre todo llaman la atención. Su mirada, de un brillo acerado, tiene una fijeza magnética. Un blusón de lienzo, con cinturón, le cubre a medias las caderas. El pantalón es ancho y está metido dentro de botas de caña alta. A pesar de esa vestimenta rústica, él se siente cómodo en todos los ambientes. Sea cual sea el rango social de su interlocutor, lo interroga inopinadamente sobre los problemas de su vida íntima, movido por una sosegada indiscreción. Y mientras que el otro, desconcertado, le contesta como puede, él lo escruta con una curiosidad devoradora. Esta actitud no se debe a un afán de puesta en escena sino a la necesidad sincera de penetrar en el secreto de los seres que encuentra. El hecho de ser casi analfabeto y tener dificultades para expresarse no le impide proferir a cada instante sus prédicas y predicciones. Habla a sacudones, estropea las palabras, no coordina las frases, pero su ímpetu oratorio os tal que hasta los escépticos lo escuchan con interés. A veces interrumpe su perorata para dar algunos pasos por la habitación, pararse ante una ventana, juntar las manos y rezar. Lo que algunos toman como ostentación o como pose corresponde, en su espíritu, a la necesidad de abstraerse de cuando en cuando para comunicarse mejor con Aquel que lo inspira. Aislándose con el pensamiento en medio de un salón o de una isba, se concentra y refuerza su energía con miras a nuevos combates.

La misma indiferencia con respecto al qué dirán lo guía en sus modales en la mesa. Fiel a su voto de juventud, no come carne ni dulces. El pescado es su plato preferido. Toma la sopa con gran ruido y come de buena gana con los dedos. Le gustan también los huevos duros, las legumbres y el pan negro espolvoreado con sal y bebe té a toda hora. A pesar de su aspecto desaliñado, es relativamente aseado. La práctica campesina de los baños de vapor lo hace hasta más cuidado que muchos habitantes de la ciudad.

Desde el primer momento está, por supuesto, impresionado por el bullicio enorme de San Petersburgo, la altura y la belleza de los edificios, el esplendor de las iglesias, el lujo de los comercios y los carruajes, la apariencia importante de los transeúntes, la profusión de uniformes y esa conciencia difusa de la omnipotencia imperial. Ya sea que uno se encuentre en la calle o dentro de una casa, es imposible ignorar que el Zar, los ministros, los gendarmes están por todas partes, ven todo, oyen todo. En Pokrovskoi, uno está a mil leguas del poder; aquí se descubre su presencia como un olor en el aire que se respira. Hay que acostumbrarse si se quiere salir airoso. ¿De qué? Rasputín no lo sabe muy bien. Pero como en Verkhoturié, en Kiev, en Kazan, confía en Dios, que ha prometido guiarlo por la buena senda. Para empezar, se dirige a la laura de San Alejandro Nevski, se inclina ante las reliquias y hace celebrar una misa que le cuesta tres copecs más otros dos copecs por el cirio. Así reconfortado, parte al asalto de los medios eclesiásticos de la capital.

Gracias a su carta de recomendación, es recibido por monseñor Teófanes, inspector de la Academia de Teología de San Petersburgo. Este prelado, de un misticismo ardiente y riguroso, se siente sorprendido por el entusiasmo primitivo de su visitante. Cansado de los sacerdotes mundanos, ve en él un producto puro del suelo ruso, un cristiano de los primeros tiempos, cercano a las enseñanzas de Jesús. No un hombre de la Iglesia sino un hombre de Dios. El hecho de que se trate de un campesino sin modales, que se expresa en un lenguaje inculto, lo hace aún más creíble a los ojos del archimandrita. Hace mucho tiempo que las autoridades eclesiásticas buscan un modo de sacudir la conciencia de la alta sociedad, que ha perdido, a causa de las influencias occidentales y los excesos de la civilización, el sentido de los verdaderos valores de la ortodoxia. Para conducir a esa gente demasiado civilizada a la fe de sus ancestros es necesario un embate espiritual. ¿Y no es Rasputín el que puede llevarlo a cabo? ¿No es el hombre providencial que reconciliará a los incrédulos con el Cielo y al pueblo con el Zar? De pronto, Teófanes siente la certeza de tener al alcance de la mano al despabilador de almas que hace años está reclamando en vano. Convoca a eminentes representantes del clero para examinar al fenómeno. Alternativamente el obispo Sergio, rector de la Academia de Teología; el padre Benjamín, encargado de los cursos de instrucción religiosa; el obispo Hermógenes, portavoz de la ortodoxia, y el Jerónimo Eliodoro (cuyo verdadero nombre es Sergio Trufanov) se muestran subyugados por las virtudes del predicador en caftán y botas llegado hace poco de Siberia. El recién venido conoce los textos sagrados y comenta sus misterios y sus evidencias en un tono de rusticidad vigorizante. La originalidad de su aspecto y sus palabras lo harían el campeón ideal de la causa de Cristo ante un público hastiado. Es la encarnación del terruño ruso, de la conciencia popular rusa… Lo juzgan digno de ser presentado inmediatamente al padre Juan de Cronstadt, a quien todo el país venera como un santo.

Mientras Rasputín asiste, arrodillado en el fondo de la catedral entre algunos peregrinos andrajosos, a la misa que Juan de Cronstadt celebra ante una multitud de fieles ricamente vestidos, se produce un movimiento entre el gentío. Al final del servicio, un oficiante en hábito blanco se acerca a Gregorio y lo conduce al pie del altar. Allí, el padre Juan de Cronstadt lo invita a comulgar antes que los demás, lo bendice y le pide que lo bendiga a su vez, lo que equivale a designarlo su sucesor. "Hijo mío", le dice, "he sentido tu presencia. Llevas en ti la chispa de la verdadera religión." [2] Según algunos testigos, añade: "Pero ten cuidado, tu porvenir está en tu nombre". [3] Esta alusión al probable origen del patronímico de Rasputín (rasputsvo, el libertinaje) justificaría por sí sola, si fuera verídica, la reputación de videncia atribuida al padre Juan de Cronstadt. Lo irrefutable es que el santo hombre ha sentido, como otros antes que él, la aproximación de un personaje por encima de lo normal a su esfera de meditación. Al retirarse, luego de la excepcional consagración de que ha sido objeto en medio de una basílica llena de gente, Rasputín ya no duda de su destino. Varios eclesiásticos le proponen que siga estudios para ser ordenado sacerdote. El rehusa. A pesar de su deferencia hacia la jerarquía ortodoxa, desconfía de sus dogmas demasiado rígidos, demasiado restrictivos para su gusto. Por principio y por temperamento, es hostil a los largos ayunos, a las mortificaciones, a la sumisión ciega ante los directivos del clero, en resumen, a la Iglesia del Estado. Prefiere seguir siendo un simple staretz , un vagabundo, un francotirador de la religión oficial. Esta falsa humildad disimula, en realidad, el formidable orgullo de un autodidacta seguro de ser el único poseedor de la verdad. Desde su aparición en los medios eclesiásticos de San Petersburgo, sabe que la Iglesia tiene más necesidad de él que él de la Iglesia. Dondequiera que se encuentre, haga lo que haga, él estará a disposición de Dios y no de los sacerdotes. En lo sucesivo, no habrá más intermediarios entre el Cielo y él.

Después de pasar cinco meses en la ruidosa e inquieta San Petersburgo, siente la necesidad de sumergirse en la paz de los campos para poner orden en sus ideas. En enero de 1904 retoma el camino de Pokrovskoi. Allí se reencuentra con las vastas planicies nevadas, el silencio, la soledad, su familia, que lo recibe como a un héroe de la fe, y el pequeño oratorio subterráneo que acoge cada vez más fieles.

Sin embargo, poco después de su partida para Siberia, Antonio, el obispo de Tobolsk, llega a San Petersburgo. Al oír a los miembros del clero cantar alabanzas a Rasputín, pierde la paciencia. Los informes que ha obtenido en el ínterin mencionan numerosos escándalos causados por el pretendido staretz en las aldeas e incluso en Kazan. El rumor público acusa a Rasputín de llevar una vida disoluta y de "cabalgar a las mujeres" con el pretexto de prepararlas para las alegrías de la comunión con el Señor. A pesar de esos motivos de queja detallados, Teófanes persiste en la idea de que su protegido es un vidente. Con algunas debilidades, puede ser… ¿Pero quién no las tiene? En todo caso, por sus creencias simples y su lenguaje directo, es más indicado que cualquiera para paliar las influencias deletéreas que se propagan entre la aristocracia, en la corte y a la sombra del trono.

En realidad, cuando hace ese cálculo, Teófanes tiene en cuenta sobre todo la extraña conducta de la emperatriz Alexandra Fedorovna y de su círculo, cuyas desviaciones místicas lo inquietan. Estima indispensable y urgente que las más altas figuras del Estado dejen de prestarse a las maniobras de ciertos magos, de ciertos espiritistas, y que vuelvan al seno de la ortodoxia. Rasputín ha llegado a tiempo para asumir la función de pastor congregador. ¡Que vuelva entonces lo antes posible a San Petersburgo! Eso se le hace saber discretamente. Y, a comienzos de 1905, está de regreso en la capital.

Encuentra la sociedad conmocionada. La absurda guerra ruso-japonesa, que estalló el año anterior, obsesiona a todo el mundo. El hombre del pueblo no comprende por qué lo envían a que lo maten en los confines del imperio si los japoneses no piensan en invadir la patria. En los medios evolucionados se susurra que esa guerra ha sido desencadenada a la ligera para servir a los intereses de capitalistas sin escrúpulos. Los primeros reveses del ejército ruso, con el ataque-sorpresa por el enemigo, el sitio y luego la capitulación de Port-Arthur, han sometido el orgullo nacional a dura prueba. El gobierno es criticado abiertamente en los salones y en la calle. El 9 de enero de 1905, [4] el descontento de las masas se traduce por una manifestación pacífica de los obreros, conducidos por un tal "pope Gapon", tal vez pagado por la policía. Por orden de las autoridades de San Petersburgo, la multitud de manifestantes ha sido recibida con una carga de caballería seguida de una fusilería en regla. Centenares de muertos y heridos cubrieron el suelo. Ese "domingo rojo", como ya se lo llama, ha tenido como primer efecto desacreditar al Zar ante sus subditos. Lo cual llena de satisfacción a los espíritus progresistas y, sobre todo, a los terroristas, que no esperan más que un pretexto para golpear. Se suceden los atentados. El 4 de febrero de 1905, el gran duque Sergio, tío de Nicolás II y comandante del distrito militar de Moscú, es muerto por una bomba. El único acontecimiento reconfortante en esta serie de desastres consiste en la venida al mundo, meses antes, [5] del zarevich Alexis, primer heredero masculino de la pareja imperial después del nacimiento de cuatro hijas. Pero el recuerdo de ese episodio favorable a la dinastía es barrido en seguida por los desórdenes imputables a los revolucionarios, que continúan hostigando al poder con mítines, huelgas, panfletos y asesinatos. En el paroxismo de los desórdenes, la tripulación del acorazado Potemkin se rebela, masacra a sus oficiales y se presenta en Odesa enarbolando la bandera roja en el mástil. En la ciudad estalla una asonada. La guarnición responde. Las calles están obstruidas con cadáveres. El asunto será liquidado sólo con el desarmé del navio en el puerto rumano de Constanza. Mientras tanto, el ejército ruso acumula derrotas en Extremo Oriente. En tierra es la caída de Mukden; en el mar, la destrucción de la flota nacional, hundida en Tsushima. El imperio cruje por todas partes. De retroceso en retroceso, Rusia se ve obligada a firmar la triste paz de Portsmouth con el Japón. Un bochorno más para el Zar. El pueblo lo hace responsable de la sangre derramada y de la bandera humillada. No obstante, la represión efectuada en los medios sospechosos permite que la vida mundana prosiga medianamente su orgulloso desfile. Los salones son tan requeridos como siempre y los teatros no se vacían. Se puede esperar que los agitadores, acosados sin pausa, terminen por cansarse.

[2] Maria Rasputín, ob. cit.


[3] Cf. Andrei Amalrik, Raspoutine .


[4] Las fechas indicadas en la presente obra son las del calendario juliano empleado en Rusia, que en el siglo xx tiene un retraso de trece días con respecto al calendario gregoriano utilizado en otras partes.


[5] El 30 de julio de 1904.


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