Литмир - Электронная Библиотека

El 27 de febrero, lejos de aplacarse, la insurrección se propaga a los cuarteles. Los regimientos de la Guardia Imperial se sublevan uno tras otro. En realidad, esos soldados ya no tienen nada en común con las tropas de élite que poco antes aseguraban la gloria y la perennidad del imperio. Se trata de reservistas recientemente movilizados, pertenecientes a clases entradas en años y cuya principal preocupación es salvarse de que los envíen al frente. Todos están hartos de la guerra y la disciplina los tiene sin cuidado. Siguiendo el ejemplo del regimiento Pavlovski, de los guardias de Volhynia, de Lituania y de Moscú, los regimientos Preobrajenski y Semionovski se desparraman por la calle sin sus oficiales, sin sus banderas, y fraternizan con el pueblo. Seguros de su fuerza y de la justicia de sus derechos, los sublevados embisten la ciudadela de San Pedro y San Pablo, abren las puertas de las prisiones, prenden fuego al Palacio de Justicia, se apoderan del Arsenal y distribuyen fusiles a la multitud. Muy pronto, una turbamulta delirante marcha sobre el palacio de Tauride donde los diputados, sin poder salir, esperan ser exterminados. Kerenski se lanza a la delantera de los insurgentes, los arenga, los felicita y los invita a arrestar a los ministros y a ocupar todos los puntos estratégicos de la ciudad. Un "comité provisorio" de doce miembros es nombrado en el acto y su presidente, Rodzianko, se encarga de exigir al Zar la constitución de un "ministerio de confianza". Al mismo tiempo, en otra sala del palacio de Tauride, está reunido el primer soviet de los obreros y soldados, dominado por el ardiente Kerenski.

No hay más jefes ni prohibiciones ni tradiciones. En cinco días, la calle ha triunfado. Los burgueses, enloquecidos, sujetan banderas rojas en sus ventanas para ganarse la benevolencia del populacho. Los automóviles requisados recorren la ciudad, repletos de individuos armados que tiran al aire. Se detiene a cualquiera, por cualquier motivo, ante la denuncia de un vecino. Obreros furibundos arrancan los emblemas imperiales de la fachada de los palacios y de los negocios. Hay más águilas bicéfalas en la acera que en el frontón de los edificios públicos. Los oficiales retiran de sus charreteras el monograma del Emperador. El saludo militar es abolido por los hombres de la tropa. A los ojos del nuevo poder, todas las jerarquías son sospechosas.

Por fin consciente del peligro, la Zarina telegrafía a su marido: "Concesiones inevitables. Los combates de las calles continúan. Varias unidades han pasado al enemigo". Esta vez, Nicolás II se resigna a dejar el Gran Cuartel General para dirigirse a Tsarskoie Selo. Pero el tren imperial, que partió de Mohilev la noche del 28 de febrero, se encuentra con dos compañías armadas con cañones y ametralladoras que le niegan el paso. El Zar piensa entonces alcanzar Moscú, la ciudad de la coronación. Pero le informan que la segunda capital también ha caído en manos de los rebeldes. No sabiendo adonde ir, decide replegarse hacia Pskov, cuartel general de los ejércitos del norte, comandados por el general Ruzski. Llega el 1º de marzo de 1917 para enterarse de que la Duma ha procedido, por propia determinación, a la constitución de un gobierno provisional, con el príncipe Lvov como presidente. Mantenido, hora por hora, al corriente de los acontecimientos, el general Alexeiev, jefe de estado mayor del Gran Cuartel General de Mohilev, toma la iniciativa de invitar a los generales que comandan los diferentes cuerpos de ejército a que soliciten del Emperador su abdicación inmediata por la salvación del país. Sus respuestas son trasmitidas rápidamente a Pskov. Todas, incluida la del gran duque Nicolás Nicolaievich, virrey del Cáucaso, insisten en que Su Majestad obedezca al deseo de los oficiales superiores y deponga la corona. Ante esa unanimidad en la condena, Nicolás II, agobiado, humillado, acepta retirarse en favor de su hijo Alexis, de doce años y medio de edad. Pero, avisado de que los diputados Guchkov y Chulguin se presentarán ante él con el fin de discutir la cuestión, prefiere esperar su llegada para firmar el acta de abdicación previamente redactada por Alexeiev.

Los dos delegados de la Duma llegan con la sensación de vivir horas históricas. Tienen rumores terribles de Petrogrado. Muy calmo, Nicolás II los recibe en su vagón y los tranquiliza: tiene verdaderamente la intención de dimitir. Pero, en el intervalo, su médico personal, el doctor Fedorov, le ha hecho notar que la salud precaria de su hijo es un obstáculo para que reine un día. El Emperador abdica, por lo tanto, en favor de su hermano menor, Miguel. Esta decisión satisface a Gutchov y Chulguin, que regresan a la capital seguros de que la renuncia del Zar va a calmar a los amotinados. Lamentablemente, no es así. Cuando los delegados bajan del tren en la estación de Petrogrado y anuncian a la multitud que Miguel va a suceder a Nicolás, sus declaraciones son recibidas con abucheos: "¡Abajo los Romanov! ¡Nicolás y Miguel son la misma cosa! ¡El rábano blanco es lo mismo que el negro! ¡Basta de autocracia!". A pesar de todo, la Duma piensa someter el problema al gran duque Miguel que, en realidad, no tiene ningún interés en acceder al trono en semejante clima de desorden. Prefiere desistir a su vez y se inclina oficialmente ante la autoridad de la futura Constituyente, cuyas elecciones tendrán lugar en algunos meses.

De regreso hacia Mohilev, Nicolás II, herido por la negativa de su hermano, anota en su diario íntimo: "Alrededor de mí no hay sino bajeza, cobardía y engaño". Otra vez en el Gran Cuartel General, entrega el mando supremo de los ejércitos al general Alexeiev. Ahora su única esperanza es que su desaparición provoque un despertar patriótico de Rusia y apresure el final de la guerra. La Emperatriz viuda, que acudió de Kiev a Mohilev, intenta reconfortar a su hijo privado del poder. Después de una larga conversación entrecortada con suspiros y lágrimas, Nicolás sube a su tren, estacionado frente al que utilizó su madre para venir. Vuelve a Tsarkoie Selo ya no como monarca sino como simple ciudadano. Un oficial ruso cualquiera. Del otro lado de la vía, Maria Fedorovna, de pie y llorando en la ventana de su vagón, lo bendice con grandes señales de la cruz. El 8 de marzo de 1917, él dirige un último mensaje a las tropas, recomendándoles someterse al gobierno provisional y combatir hasta la victoria.

Apenas llega a Tsarskoie Selo comprueba su soledad y su decadencia. Cuando se presenta ante las rejas del palacio, los centinelas se niegan a dejarlo entrar sin una orden del oficial de guardia. Éste aparece en la escalinata y grita: "¿Quién vive?" "¡Nicolás Romanov!", anuncia el centinela. "¡Déjenlo pasar!" Al fin está en medio de su familia. Los esposos se arrojan el uno en brazos del otro. La Zarina murmura entre dos sollozos: "¡Perdóname, Nicolás!". Él responde: "¡Soy yo, yo solamente el culpable de todo!".

Apenas Alejandra Fedorovna se reencuentra con su marido en Tsarskoie Selo, un nuevo golpe termina de desampararla. Había deseado transformar el departamento de Rasputín en un santuario dedicado a la gloria de "nuestro Amigo". Pero la violencia de los acontecimientos le impide poner en ejecución ese piadoso proyecto.El gobierno provisional no tiene ningún respeto por la memoria del Hombre de Dios. Muy pronto, el diario Las Noticias Rusas publica una información lacónica: "El departamento donde vivía Gregorio Rasputín y todo su mobiliario acaban de ser comprados por el señor Varenne, propietario del café El Imperio".

Poco después, otra catástrofe sacude a los huéspedes del palacio de Tsarskoie Selo: no sólo es profanada la vivienda del staretz sino que también se ensañan con sus despojos mortales. Obedeciendo a una orden del gobierno provisional, un grupo de soldados desentierra el féretro de Rasputín y lo coloca en una caja que había servido de embalaje de un piano. Luego lo transportan a Petrogrado y lo depositan en un rincón de las antiguas caballerizas imperiales. Al día siguiente, cargan la caja en un camión para sacarla de la ciudad. Kerenski ha dado instrucciones de inhumar el cuerpo en "algún lugar en el campo". E,n el camino, el camión sufre un desperfecto cerca de Lesnoi, en las afueras de la capital. Los curiosos se reúnen y exigen inspeccionar la caja. Cuando aparece el féretro, lo abren. Ante el cadáver de rostro apergaminado y ennegrecido, el delegado del Comité Permanente de la Duina, un tal Kupchinski, decide que hay que rociarlo con nafta y prenderle fuego allí mismo. Se eleva una enorme llama. La cremación, sobre una hoguera improvisada con árboles derribados en los alrededores, dura seis horas. Las cenizas son dispersadas al viento. Con fecha del 10 de marzo, Kupchinski levanta un acta que firman todos los participantes en la incineración. La Zarina ve en ese auto de fe sacrilego la prueba de que Rasputín es realmente un mártir digno de la veneración de las generaciones futuras.

El Zar y su familia están ahora encerrados en Tsarskoie Selo en compañía de unos pocos fieles. No tienen derecho de comunicarse con el exterior y su correspondencia es controlada. De todos modos, pueden pasearse por una parte del parque especialmente tapiada y vigilada por soldados. Kerenski los visita demostrando una cortesía helada. Pero tiene un mérito a los ojos de Nicolás: piensa continuar la guerra hasta el final junto a los Aliados. Tampoco es contrario a la partida de la familia imperial hacia el extranjero. Inglaterra parece lo más indicado como lugar de exilio, ya que Nicolás es primo hermano del rey Jorge V Sin embargo, los medios gubernamentales de Londres temen que los obreros se subleven al enterarse de la llegada del ex Zar a suelo británico. Además, la Zarina es de origen alemán. La propaganda revolucionaria los ha presentado en toda Europa como enemigos del pueblo. ¡Que se queden, entonces, por su cuenta y riesgo, en esa Rusia que no comprendieron y que dirigieron tan mal!

Lenin se regocija en Zurich. La podredumbre está en todas partes. Kerenski, que acaba de reemplazar al bonachón príncipe Lvov como jefe del gobierno provisional, no tiene talla para enfrentar la situación. Por mucho que predique a los soldados que hay que proseguir la guerra, sus exhortaciones les resultan indiferentes. A la menor amenaza de los amotinados de Petrogrado, se meterá bajo tierra. El líder bolchevique piensa que ha llegado el momento de regresar a la madre patria para dar el último toque a la descomposición del régimen. Entabla negociaciones con el representante del Kaiser en Berna y obtiene sin dificultad la autorización de dirigirse a Rusia, con su mujer y diecisiete compañeros de lucha, atravesando Alemania en un tren especial. Tiene un triple propósito: derribar la pandilla demasiado liberal de Kerenski, instituir la dictadura de los soviets y firmar una paz por separado lo antes posible.

34
{"b":"93905","o":1}