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– Me falló, me falló. Después de todo puedo vivir sin Malevil. Y no vivo del todo mal. Gano bastante dinero y sobre todo hago lo que se me da la gana. No hay nadie por encima de mí o a mi lado como para jorobarme. Y me parece que la vida es muy interesante. Y como tengo buena salud esto puede durar veinte años así. No pido más.

Aparentemente, todavía era demasiado. Esta conversación tuvo lugar un domingo a la noche. Y el domingo siguiente, volviendo de un partido de fútbol en La Roque, mi tío, junto con mis padres, murió en un accidente de auto.

No hay más de quince kilómetros de Malejac a La Roque, pero eso fue suficiente para que un ómnibus aplastara al pequeño 4L contra un árbol. Normalmente, mi tío hubiera debido ir al partido con sus amigos en su Peugeot, pero estaba en reparación en un taller, y su camioneta Citroën, que le servía para trasporte de los caballos, había salido, porque uno de sus clientes insistió para que se los mandaran el domingo. También yo hubiera debido viajar en el 4L, pero como uno de mis alumnos, esa misma mañana, tuvo un serio accidente en su motoneta, a la tarde me fui a la ciudad, al hospital, para enterarme de su estado.

Si el padre Lebas hubiera vivido, habría dicho: es la providencia la que te ha salvado, Emanuel. Bueno ¿por qué a mí? Lo terrible con esta clase de declaraciones, es que no hacen más que diferir el problema. Mejor sería no decir nada. Pero, justamente, eso es lo que no se puede hacer. El acontecimiento es tan estúpido, y tan mayúsculo, sin embargo, el deseo de comprenderlo.

Trajeron a las Siete Hayas los tres cuerpos mutilados, y los velé con la Menou, a la espera de que llegaran mis hermanas. La velada se pasó sin un llanto, en un total silencio. Momo, sentado en el suelo en un rincón del cuarto, contestaba "no" a todo. Muy entrada la noche, los caballos se pusieron a relinchar: se había olvidado de la cebada. La Menou lo miró, pero dijo "no" con la cabeza, hosco. Me levanté y me preocupé de la distribución.

Apenas estoy de vuelta en la sala mortuoria cuando mis hermanas llegan de la capital en auto. Su rapidez me sorprende, y más aún su vestimenta. Están vestidas de negro de pies a cabeza, como si hubieran previsto tiempo ha el deceso de sus ascendientes. Traspuesto el umbral de las Siete Hayas, incluso antes de sacarse galas y velos, lágrimas y palabras brotan. Y entonces empiezan a zumbar como avispas en un bocal.

Tienen una manía, para mí muy irritante. Cada una, por turno, se hace eco de la otra. Lo que dice la Paulette, la Pelagia lo repite, o a la inversa, la pregunta que hace la Pelagia a renglón seguido la Paulette la vuelve a hacer. Nada más repugnante. Uno tiene, en todo momento, dos versiones de la misma estupidez.

Además se parecen, son fofas, rubicundas y enruladas, exudan una falsa dulzura. Digo falsa, porque bajo ese aspecto de ovejas, no es aspereza lo que les falta.

– ¿Y por qué -bala Paulette- padre y madre no están en su cama en el Gran Hórreo?

– En lugar de estar aquí, en casa del tío, como si no tuvieran su casa.

– Y que el pobre padre si viviera -retoma la Paulette- estaría muy contrariado de no estar muerto en su casa.

– De todas maneras -digo yo- no se ha muerto en su casa, sino en el acto en el 4L. Y para velarlos no me podía partir en dos, una parte en el Gran Hórreo, y la otra parte en las Siete Hayas.

– No importa -dice la Paulette.

– No importa -dice la Pelagia-, el pobre papá no estaría muy contento de encontrarse aquí. Mamá tampoco.

– Sobre todo -dice la Paulette- con los sentimientos que tú sabes que tenían por el pobre tío.

He aquí un asunto delicado. Y lo de "pobre" me irrita, porque a su tío, tampoco ellas lo querían.

– Si piensas -prosigue la Pelagia- que durante todo este tiempo no hay nadie en el Gran Hórreo, para cuidar los animales.

– Y que las vacas de papá -dice la Paulette- son más importantes sin embargo que los caballos.

No dice "los caballos del tío", porque el tío está ahí, delante de ella, terriblemente mutilado.

– Es Peyssou -digo yo- el que se ocupa.

Cambian miradas entre sí.

– ¡Peyssou! -dice la Paulette.

– ¡Peyssou! -repite la Pelagia-. ¡Y bueno, no puede ser, Peyssou!

Las interrumpo con rudeza.

– ¡Y sí, bueno, Peyssou! ¿Qué tienen contra Peyssou?

Y agrego pérfidamente.

– No siempre les ha parecido mal Peyssou.

Se hacen las desentendidas. Están demasiado ocupadas en dejar pasar un flujo de sollozos. Cuando ha pasado, sobreviene una dramática sesión de secada de ojos y de sonada de narices. Luego la Pelagia vuelve al ataque.

– Mientras que estamos aquí -dice intercambiando con su hermana una mirada significativa-, Peyssou hace lo que quiere en el Gran Hórreo.

– Te imaginas -dice la Paulette- lo poco que le va a molestar a Peyssou revisar los cajones.

Me encojo de hombros. Me callo. Los sollozos, las sonadas de nariz y las lamentaciones vuelven a empezar. Pasa un buen rato antes de que el dúo recomience. Pero recomienza.

– Me hago mala sangre por esos pobres animales -dice la Pelagia-. Me pregunto si no voy a ir hasta casa para quedarme tranquila.

– Tienes razón -dice la Paulette-, Peyssou ni se habrá ocupado.

– ¡Ah, pero imagínate, Peyssou! -dice la Pelagia.

Si en ese momento se abriera el corazón de mis hermanas, encontraríamos, impresa en tamaño natural, la llave del Gran Hórreo. Ambas están casi seguras que soy yo el que la tiene. ¿Pero con qué pretexto me la van a pedir? No para cuidar a los animales, por supuesto.

Y yo de golpe estoy harto de sus alternados gemidos. Los corto en seco. Y digo sin levantar la voz:

– Ustedes conocen a papá. No se hubiera ido a un partido de fútbol sin cerrar todo. Cuando han traído su cuerpo, tenía la llave con él.

Y prosigo recalcando cada palabra:

– Me la guardé. Y no me he movido de aquí desde que los han traído, todos podrán decírselo a ustedes. Y en cuanto a ir al Gran Hórreo, iremos pasado mañana, los tres juntos, después del funeral.

Entonces se excitan y protestan con un gran remolino de velos negros.

– ¡Pero te tenemos confianza, Emanuel! ¡Te conocemos! ¡Y te imaginas que no pensábamos para nada en eso! ¡Sobre todo en semejante momento!

A la mañana del entierro, la Menou me pide que la ayude para bañar a Momo. Otras veces he asistido a ese género de limpieza. No es cosa fácil. Hay que apoderarse de Momo por sorpresa, despojarlo como a un conejo de sus ropas, ponerlo en remojo en una tina y mantenerlo dentro, porque se debate como un loco gritando con voz salvaje: Mé bouemalabé oneieu emebalo (¡Pero por Dios déjense de joder! ¡No me gusta el agua!).

Y esa mañana se opone como siempre pero con una hosquedad diferente a su acostumbrada resistencia. La tina humea bajo el sol de abril sobre el empedrado del patio. Sostengo a Momo por las axilas mientras la Menou le saca juntos el pantalón y el calzoncillo. Pero en el momento en que los pies tocan de nuevo el suelo, Momo me hace una zancadilla. Caigo. Y dispara desnudo como un gusano, con sus flacas piernas corriendo a una velocidad increíble. Llega hasta uno de los grandes robles de la parte baja del prado, salta, se cuelga, se incorpora, trepa de rama en rama y se pone fuera de alcance. Yo ya estoy vestido y de todos modos tampoco se me ocurre empezar la cacería de árbol en árbol atrás de Momo. La Menou, sin aliento, me alcanza. Parlamentamos. Aunque tengo seis años menos que Momo, él me considera el duplicado del tío y mi autoridad sobre él es casi paterna.

Fracaso sin embargo. Choco contra una pared. Momo no grita su acostumbrado: Me bouémalabé oneieu ! No dice nada. Me mira desde arriba gimiendo, con sus ojos negros brillando entre las hojitas primaverales.

No recibo otra respuesta que nieba ! (No voy a ir) pero no a los gritos, sino pronunciada en voz baja, con resolución, con la cabeza, el torso y las manos balanceados juntos de derecha a izquierda para remedar la negación. Nuevamente le suplico.

– Pero, vamos, Momo, tienes que ser un poco razonable. Tienes que lavarte para ir a la iglesia (le digo iglesia porque no comprendería la palabra templo).

– ¿No quieres ir a la iglesia?

– Nieba ! Nieba !

– ¿Pero por qué? En general te gusta mucho ir a la iglesia.

Sentado en equilibrio sobre una rama, agita las dos manos delante de él, y a través de las lustrosas hojitas del roble, me mira con tristeza. Eso es todo. Ya no obtendré más respuesta, sólo esa mirada.

– No hay más remedio que dejarlo -dice la Menou, a quien se le ha ocurrido llevar la ropa, que deposita al pie del árbol-. De todas maneras, no bajará hasta que nos vayamos.

Y ya, la Menou gira sobre sus talones y remonta el prado.

Miro mi reloj. Era hora. Tengo delante de mí esa larga ceremonia social que tiene muy poco que ver con lo que siento. Tiene razón, Momo. Ojalá pudiera como él, quedarme gimiendo sobre un árbol, en lugar de ir con mis desconsoladas hermanas a hacer una grotesca representación de piedad filial.

A mi vez atravieso el prado. La subida me es penosa. Miro a mis pies y observo con sorpresa que la pradera está salpicada de matas de pasto nuevo de un verde intenso. Con unos pocos días de sol han crecido con una exhuberancia increíble. Pienso que no falta ni un mes para que tengamos que segar el heno con mi tío.

Es un pensamiento que, de ordinario, me llena de alegría y, cosa extraña, la alegría comienza a surgir, pero de golpe, siento como un choque. Me detengo en medio del campo y las lágrimas corren por mis mejillas.

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