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Me encojo de hombros.

– Seguro que no le voy a hablar al padre. ¿Para empezar otra vez con todo el asunto? Ni se les ocurra. He dicho que iré a excusarme a quien corresponda. Y ahí voy.

Me levanto y digo con tono seco y pomposo:

– ¿Vienes, Colin?

– Sí -dice el pequeño Colin, orgulloso de haber sido el elegido.

Y, calcando su paso al mío, sale detrás de mí, dejando al Círculo en el colmo de la sorpresa.

Nuestras bicicletas están escondidas entre las malezas, delante de Malevil. -Dirección Malejac -digo lacónicamente.

Pedaleamos juntos, pero en silencio, aun en el llano. Quiero mucho al pequeño Colin, y en sus inicios en el colegio lo protegí mucho, porque en medio de esos robustos muchachos que, a los doce años, conducen ya un tractor, él es liviano y menudo como una libélula, con ojos color avellana, vivos y maliciosos, cejas en circunflejo y una boca cuyas comisuras ascienden hacia las sienes.

Creí encontrarme con la iglesia desierta, pero apenas nos instalamos en el banco de los catecúmenos, el padre Lebas sale de la sacristía, arrastrando los pies y con la espalda encorvada. En la semipenumbra, veo con profundo disgusto surgir de detrás de una columna su larga nariz caída y su prominente barbilla.

En cuanto nos ve, a esa hora desacostumbrada, en su iglesia, se precipita hacia nosotros como el milano sobre el ratón y hunde en los nuestros sus ojos penetrantes.

– ¿Y qué vienen a hacer aquí ustedes dos? -dice con brusquedad.

– Vengo a rezar una oración -digo mirándolo con el más azul de mis ojos, con las dos manos cruzadas con decencia sobre mi bragueta.

Y agrego con aire inocente:

– Como usted nos lo ha recomendado.

– ¿Y tú? -dice rudamente, dándose vuelta hacia Colin.

– Yo igual -dice Colin, que con su boca maliciosa y sus ojos brillantes le quita mucha seriedad a su respuesta.

Con la mirada cargada de sospechas, el padre nos mira de hito en hito.

– ¿No será más bien que vienen a confesarse? -dice dirigiéndose a mí.

– No, padre -digo con voz firme.

Y agrego:

– Ya me confesé el sábado.

Se endereza furioso y me dice con una mirada cargada de significación:

– ¿Y me vas a decir que no has pecado desde el sábado?

Me pongo nervioso. El padre no ignora ¡ay! mi pasión incestuosa por Adelaida. Incestuosa, así por lo menos pienso que es, desde el momento que el padre me ha dicho:

– ¡Y no tienes vergüenza! ¡Una mujer que tiene la edad de tu madre!

Y no sé por qué, agregó:

– Y que pesa el doble que tú.

Porque, en el fondo, el amor no es una cuestión de kilos. Sobre todo cuando no se trata más que de "malos pensamientos".

– Oh, sí -dije yo-, pero nada de importancia.

– ¡Nada de importancia! -dijo, juntando las niazos escandalizado-. ¿Qué, por ejemplo?

– Y bueno -dije al azar- le he mentido a mi padre.

– Bueno, bueno -dice el padre Lebas-. ¿Y qué más?

Lo miro. ¡Me imagino que no me va a confesar así de sopetón, sin mi consentimiento, en medio de la iglesia! ¡Y por añadidura, delante de Colin!

– No ha habido nada más -digo yo con firmeza.

El padre Lebas me lanza una mirada aguda pero yo la recibo en la superficie de mis límpidos ojos y recae sin fuerza a lo largo de su nariz.

– ¿Y tú? -dice dirigiéndose a Colin.

– Yo igual -dice Colin.

– ¡Tú igual! -refunfuña el padre-. ¡Tú también le has mentido a tu padre! ¡Y no te parece que eso tenga importancia!

– No, padre -dice Colin- yo, es a mi madre a quien he mentido -y las comisuras de sus labios ascienden, hacia las sienes.

Tengo miedo de que el padre Lebas estalle y nos eche del santo lugar. Pero consigue dominarse.

– Entonces -dice en un tono casi amenazador dirigiéndose siempre a Colin-. ¿Se te ocurrió la idea así no más de entrar en la iglesia para rezar un poco?

Abro la boca para contestar, pero el padre Lebas me interrumpe.

– ¡Tú, Comte, te callas! ¡Ya te conozco! ¡Nunca te falta una respuesta! ¡Deja hablar a Colin!

– No, padre -dice Colin-, no fui yo quien tuvo la idea, fue Comte.

– ¡Ah, fue Comte! ¡Perfecto! ¡Perfecto! ¡Todavía más inverosímil! -dice el padre Lebas con una pesada ironía-. ¿Y adónde estaban cuando a él se le ocurrió esa idea?

– Por la carretera -dice Colin-. Íbamos, así, sin pensar en nada, cuando de golpe Comte me dice, oye, y si fuéramos a rezar un ratito a la iglesia. Buena idea, le digo. Y eso fue -agrega Colin, con las comisuras de la boca que se le levantan sin que se dé cuenta.

– "Oye, y si fuéramos a rezar un ratito a la iglesia" -parodia el padre Lebas con furia contenida.

Y agrega con voz rápida como una estocada:

– ¿Y de dónde venían cuando andaban en bicicleta por la carretera?

– De las Siete Hayas -dice Colin sin vacilar.

Y eso de parte de Colin fue genial, porque si en Malejac hay una persona a quien justamente el padre Lebas no puede dirigirse para verificar el empleo de nuestro tiempo, ese es mi tío.

La mirada tonta del padre Lebas va de mis transparentes ojos a la sonrisa en forma de góndola de Colin. Se encuentra en la misma situación que un mosquetero que, en un duelo, ve volar su espada a diez pasos: es por lo menos esa la imagen que me hago, para rendir cuentas de nuestra conversación en el Círculo.

– ¡Y bueno, recen, recen! -dice por fin el padre Lebas con acritud-. ¡Bien que lo necesitan los dos!

Nos da vuelta la espalda, como si nos abandonara al Maligno. Y arrastrando los pies, encorvado, empujando hacia adelante su pesado perfil, vuelve a la sacristía cuya puerta suena detrás de él.

Cuando todo ha vuelto a entrar en el silencio, cruzo mis brazos sobre el pecho, fijo los ojos en la lucecita del tabernáculo, y digo en voz baja, pero de manera de ser oído por Colin.

– Dios mío, pido perdón por haber ofendido a la religión.

Si en ese momento la puerta del tabernáculo se hubiera abierto iluminándose, y si una voz grave y bien timbrada como la de un locutor de radio hubiera dicho, hijo mío, y como penitencia vas a recitar diez Padrenuestros, no me hubiera extrañado demasiado. Pero no pasó nada, y me vi obligado a tomar mi voz por la suya e infligirme a mí mismo los diez Padrenuestros. Por una cuestión de simetría al punto, casi agrego diez Avemarías, pero renuncio en seguida, porque me digo que si por una casualidad Dios es protestante, Él no me estaría muy agradecido de que pusiera a la Virgen demasiado en primer plano…

No he acabado de recitar tres Padrenuestros cuando Colin me da un codazo.

– ¿Pero qué estás haciendo? ¿Nos vamos?

Doy vuelta la cabeza hacia él. Lo miro con severidad.

– ¡Espera! ¡Tengo que cumplir la penitencia que me ha impuesto!

Colin se calla. Y más tarde seguirá callándose. Mudo, sobre el asunto. Nada de asombro. Nada de preguntas.

Y yo, la que hoy día me hago, no es sobre la de mi sinceridad. A los once años todo es juego, el problema no se plantea. Lo que me llama la atención, lo que recuerdo, es la audacia de haber pensado, sobrevolando al padre Lebas, establecer relaciones directas con Dios.

Abril de 1970: el hito siguiente. Un salto de unos veinte años. Me cuesta abandonar los pantalones cortos para ponerme mis pantalones largos de adulto. Tengo treinta y cuatro años, soy director del colegio de Malejac, y frente a mí, en su cocina, está sentado mi tío fumando en pipa. Su negocio de caballos anda muy bien, casi demasiado bien. Para agrandarlo, trata de comprar unas tierras y las que él quiere -lo toman por rico- duplican de precio en cuanto aparece.

– Berthaud, sabes. Conoces a Berthaud. Durante dos años me estuvo entreteniendo ¡Y pidiéndome unas sumas! Por otra parte, la granja de Berthaud, me hago pis en ella. Nunca fue más que un peor es nada. No, Emanuel, lo que yo hubiera necesitado, te lo voy a decir, es Malevil.

– ¡Malevil!

– Sí -dice tío-. Malevil.

– Pero vamos -digo estupefacto-. No es más que bosques y ruinas.

– Oh, oh -dice tío- tengo que explicarte lo que es Malevil. Malevil son sesenta y cinco hectáreas de tierra de primera, recubiertas desde no hace más de cincuenta años por montes bajos. Malevil es una viña que daba el mejor vino de la región en los tiempos de mi abuelo. Todo a replantar, por supuesto, pero la tierra está ahí. Malevil es una bodega como no hay dos en Malejac: abovedada, fresca y grande como el patio del colegio. Malevil es un muro de recinto contra el cual puedes construir en colgadizo y con piedra ya tallada que no tienes más que agacharte para recogerla en cantidades de las caballerizas y de los boxes. Además, está justo al lado. Es medianera con las Siete Hayas. Se diría que es su continuación -agrega con un inconsciente humor, como si el castillo hubiera pertenecido anteriormente a la granja.

Eso fue después de la comida de la noche. Mi tío está sentado, no delante, sino paralelamente a la mesa de la cocina, chupando su pipa, con el cinturón aflojado en un agujero sobre su vientre delgado.

Miro a mi tío y él se da cuenta de que lo he adivinado.

– ¡Y sí! -dice-. Me salió mal el negocio.

De nuevo la pipa.

– Me peleé con Grimaud.

– ¿Grimaud?

– El apoderado del conde. En vista de que era el hombre de confianza del conde, y que el conde, que por otra parte vivía en París, no haría nada sin él, me exigía una coima. A eso lo llamaba "honorarios de la negociación".

– La expresión es suave.

– También te parece a ti -dice mi tío.

Chupa la pipa.

– ¿Mucho?

– Dos millones.

– ¡La flauta!

– No era poco. Pero se hubiera podido discutir. En lugar de eso, le escribí al conde, y el conde, cretino como es, le trasmitió mi carta a Grimaud. Y Grimaud me lo vino a echar en cara.

Un suspiro que se confunde con una bocanada de humo.

– Segundo error, y éste irreparable: lo insulté a Grimaud. La prueba, ya ves, de que a los sesenta años todavía se hacen estupideces. En negocios, nunca hay que insultar a nadie, Emanuel, recuerda esto muy bien, y ni siquiera a un estafador. Porque un estafador, por más estafador que sea, tiene de todas maneras amor propio. A partir de ese día, Grimaud me ha cerrado el paso. Le volví a escribir al conde dos veces, y nunca me contestó.

Un silencio. Conozco demasiado a mi tío para asociarme por medio de palabras a sus íntimas pesadumbres. No le gusta que lo compadezcan. Además, se sacude, pone sus pies sobre una silla, engancha su pulgar izquierdo en el cinturón y continúa:

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