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La puerta de la bodega está cerrada a doble llave y Gazel la abre. Es ahí donde Fulbert ha almacenado los tesoros arrancados a La Roque por la persuasión. La bodega está dividida en dos. En la que estamos, los bienes no comestibles. En otra bodega, separada de la primera, por una puerta munida de un enorme candado, el almacén, la fiambrería, el vino. En esta, Gazel no me permite entrar. Lo que alcanzo a ver en ella, es por dos ojeadas cuando entra y cuando sale.

En la primera bodega, los fusiles están ordenados en un armero, y sobre un estante que corre a lo largo del armero, las municiones están clasificadas con el mayor cuidado.

– Aquí están -dice Gazel con su voz sin timbre. Elige.

Me quedo estupefacto ante tal generosidad. Me doy cuenta al instante que eso se debe a la ignorancia de Fulbert y de Gazel, pero no dejo traslucir nada de mi sorpresa, y miro a Colin para que no haga comentarios. Cuento once escopetas, y entre esas once, la mayoría escopetas de caza campestre, veo, brillando como un pur sang en medio de humildes rocines, una magnífica Springfield que Lormiaux debe de haber comprado para participar en un safari de lujo. Arma costosa, capaz de voltear un búfalo a ciento cincuenta metros (con dos o tres buenos tiradores escondidos para suplir la torpeza del cliente). No la tomo en seguida, verifico primero las municiones… El calibre correspondiente está ahí, y en cantidad. Las otras dos elecciones son rápidas: Un 22 largo, rifle a mirilla que ha debido pertenecer al hijo de Lormiaux, y en tercer lugar, la mejor de las escopetas de doble tiro. Para esta también abundan las municiones. Ocupan su lugar en el fondo de la bolsa donde coloco las tres armas pidiendo a Jacquet que las ate para que no se golpeen entre ellas durante el transporte. Gazel agarra entonces la segunda bolsa, rogándonos nos quedemos donde estamos, es la regla, dice excusándose; entra solo en el almacén y sale al cabo de un momento tendiéndome la bolsa llena.

Un poco más tarde, en el box de los caballos, sobrevienen con Armand algunas dificultades. Las dos yeguas, de las que explicaré más tarde las particularidades, no han debido comer mucho después del día del acontecimiento. Porque las encuentro bastante flacuchas, sucias por añadidura y no queriendo montar animales tan sucios, paso un buen rato limpiándolas y cepillándolas, bajo la pálida mirada de Armand. No se me separa ni de un dedo, pero no me ayuda. Sólo interviene cuando me ve camino al guarnés, para elegir dos monturas, y colocarlas a caballo una después de otra sobre el tabique.

– ¿Y qué vas a hacer con esas monturas? -me pregunta con tono arrogante.

– Ensillar las yeguas, por supuesto.

– ¡Ah, pero no -me dice-, no estoy de acuerdo! Tengo orden de darte las yeguas, pero no las monturas. O si no, las traes aquí después de tu número.

– ¿Y cómo quieres que lleve los caballos a Malevil? ¿En pelo? ¿Semejantes caballos?

– Eso a mí no me importa. Hubieras traído tu equipo.

– En Malevil tengo monturas para los caballos que me quedan, pero no para estos.

– Mala suerte.

– Pero vamos, Armand, no privo a La Roque. Les quedan tres monturas para sus tres capones.

– ¿Y la usura? ¿Y el reemplazo? Sobre todo que no has tomado las más feas. Monturas de lo de Hermés que yo mismo he ido a comprar a París con el viejo Lormiaux. Doscientos mil mangos cada una. ¡Ah, no te has equivocado! ¡Tienes buen ojo! ¡Pero yo también!

No le contesto. Me pongo a marcar a una de las yeguas. No está en Armand tomar a pecho los intereses de su patrón, ya sea Lormiaux o Fulbert. ¿A qué viene esta oposición? ¿Pequeña venganza por el negocio de Colin?

– Yo no veo por qué tanto celo -digo después de un momento-. A Fulbert le importan un cuerno las monturas.

– Estoy de acuerdo -dice Armand-. Al Fulbert, de todo lo que no sea la bufonada, no entiende nada. Por otro lado, si yo le digo: cuidado, no hay que darle las monturas, valen doscientos mil mangos cada una, puedes estar seguro de una cosa, no las tendrás. No gratis, en todo caso.

Distingo dos cosas, en este comentario. Primero, el pequeño asomo de un chantaje. Y segundo, la total falta de respeto de Armand por su cura. Lo que deja suponer un secreto reparto del poder entre los dos ladrones, a los que siguen Gazel y Fabrelâtre, pero a distancia, sin decir una palabra.

– Veamos, Armand -digo levantándome con el cepillo en una mano, la almohaza en la otra- ¡no irás a decirle todo esto a Fulbert!

– No tendría inconveniente.

– No tienes ningún interés.

– Tampoco tengo interés en no hacerlo.

¡Ya estamos! Le hago una sonrisita para demostrarle que he comprendido y que estoy dispuesto a hacer un sacrificio. Pero no pasa nada. Me pongo de nuevo a cepillar la yegua. Su pelo blanco se ha beneficiado grandemente con la lentitud de la negociación. Podría rivalizar con el bluzón de Gazel.

Armand, con los codos apoyados en el tabique, me mira, sus pestañas parpadean sobre sus ojos pálidos.

– Tienes un lindo anillo de oro -dice por fin.

– ¿Quieres probártelo?

Me lo saco de mi anular y se lo tiendo. Se lo pone adelantando sus gruesos labios con expresión de gula y después de haber probado, consigue colocárselo en su dedo meñique. Hecho esto, posa su mano sobre el reborde del tabique y se absorbe en su contemplación. Coloco en seguida en su lugar el cepillo y la almohaza y empiezo a ensillar las yeguas. No hemos cambiado una sola palabra.

Estas dos yeguas se las compré a un calavera que debió abandonar sus calaveradas. Una se llamaba Morgane, la otra Melusina: nombres que deploro, pero concedo que debían de hacer su efecto en un afiche. Las dos de una blancura inmaculada, con la cola larga y la crin espesa.

El señor Lormiaux las vio en mi casa, y además de tres anglo-árabes castrados, los quiso. En vano le objeté que eran animales de circo o de cine, por lo tanto peligrosos para los que no conocen su lenguaje. Se encaprichó y, arrogante como era, puso el negocio en mis manos. O los cinco o nada. Se los cedí. Manera de hablar, tuvo que pagarlos a un buen precio.

Pensé que Lormiaux se cansaría de tener en su caballeriza animales a los cuales no se animaría a confiarles su pellejo. Pero nada de eso. Se enorgulleció de ello. Durante el verano del 76, le pidió a Birgitta, dos veces, que los montara ante sus invitados. Le pagó doscientos francos la sesión. Es cierto que el número comportaba algunas caídas. Pero a ese precio, Birgitta, que no era desinteresada, se hubiera caído todas las tardes.

Los larroqueses estaban todo a lo largo de la terraza del castillo cuando llegué sobre la explanada llevando a Morgane y Armand siguiéndome con Melusina. Me acerqué a ellos y les pedí que, si me caía, no se movieran ni gritaran. Recomendación superflua. Era yo, hoy, el que reemplazaba a la tele y los larroqueses se habían instalado ya en su beata impasividad de espectadores. Su alegría infantil junto con su delgadez y las miradas furtivas que no paraban de echarle a Fulbert -casi como si se sintieran culpables de divertirse- me apretaron el corazón.

El día del acontecimiento había tostado pero no destruido la hierba de la explanada y le hice dar dos vueltas a pie a Morgane sobre ese colchón, tanteando con el ojo y con el pie la consistencia del terreno. No era mala, porque aunque la lluvia había ablandado la tierra, no lo fue al punto de volverla esponjosa.

Monté y di dos vueltas al paso, después una tercera vuelta con una serie de vueltas para asegurarme que Morgane no había olvidado nada de su adiestramiento. Inicié la cuarta vuelta y le di a Morgane la señal, o mejor dicho las señales de su número. Apreté las piernas contra sus flancos, tomé las dos riendas en mi mano izquierda y de golpe, cerrando mi tenaza, levanté al mismo tiempo mi mano derecha en el aire y hacia adelante: Morgane se puso entonces a hacer una prodigiosa serie de saltos de carnero que daban a los espectadores la impresión que trataba de voltearme. En realidad no hacia más que obedecerme. Y aunque me sacudiera de lo lindo, no corría ningún peligro en el mismo momento en que desesperadamente batía el aire con mi brazo derecho, como si a duras penas me mantuviera sobre el lomo de un caballo salvaje.

Hice tres series de saltos de carnero cortados por suertes de vuelta a la calma, y después de una vuelta al paso, desmonté.

Rodeado de Fabrelâtre y de Gazel, Fulbert, que se había colocado en primera fila, con el aire benigno, apoyado sobre la balaustrada de piedra, me gritó un seco bravo e hizo el gesto de golpear sus palmas una contra la otra. Pasó entonces algo inesperado. Fulbert fue sumergido por el entusiasmo de los larroqueses. Aplaudieron a rabiar y persistieron aplaudiendo hasta mucho después de que hubiera acabado su cortés simulacro. Yo, que estaba ocupado en regular el largo de los estribos de Melusina, prolongué la operación y de reojo observé a Fulbert. Estaba pálido, con los labios apretados, la mirada inquieta. Más los aplausos persistían -totalmente desproporcionados, en realidad, al breve espectáculo que acababa de dar- más debía tener la impresión de que era contra él que aplaudían.

Monté de nuevo. Con Melusina, el asunto era diferente. El número consistía en caerse. ¡Qué hermoso y buen animal era esta Melusina! Y qué de dinero debía haber ganado para su empresario cuando, en el rodaje de un film de acción, se desplomaba bajo las balas adversarias. Los preliminares fueron bastante largos. Hacía falta que todos sus músculos estuvieran bien calientes para que pudiera caerse sin peligro. Cuando la sentí preparada, me saqué los estribos y crucé las estriberas delante de la montura. Después hice un nudo a las riendas para acortarlas y así evitar que Melusina se enganchara las patas en la caída. Hecho esto, la puse al galope. Había decidido que la caída se haría en la curva antes de la recta más cercana al castillo, y en el lugar en que esta curva se achicaba, le tiré de la rienda izquierda e incliné mi cuerpo del otro lado, lo que por fuerza la desequilibró. Se desplomó, fulminada por el cañoneo enemigo. Salté por encima de su cuello y rodé, yo también, sobre el campo de batalla. Hubo un ¡oh! de estupor, después un ¡ah! cuando me levanté. Melusina mientras tanto estaba tendida de costado, con una rigidez mortal, su cabeza reposaba en el suelo y tenía los ojos cerrados.

Me acerqué a ella, recogí las riendas y restallé con la lengua. Se levantó en seguida.

Provoqué sólo dos caídas más y no habiendo sido la segunda de las más suaves, decidí que había dado bastante tiempo a Cati y distraído bastante a los larroqueses. Desmonté y no sin malicia ni con un cierto aire de desafío, le tendí las riendas a Armand que, por amor propio, las aceptó. Como ya sostenía a las de Morgane, se encontró inmovilizado de las dos manos.

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