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– Yo vería un muy gran inconveniente -digo con gravedad.

– ¿Cuál?

– Sucede que Fulbert prohíbe toda emigración de La Roque y se opondría seguramente a su partida. Habría que raptarla.

– ¿Y entonces? -dice con voz vibrante.

– ¿Cómo, y entonces? ¿Quieres arriesgar una ruptura con Fulbert por una chica?

– Quizá no sea necesario llegar a eso.

– ¡Oh sí! Fulbert, figúrate, se pirra por esta chica. Le ha pedido que vaya a servirlo al castillo.

Thomas palideció.

– Razón de más.

– ¿Razón de más por qué?

– Para sustraerla de ese individuo.

– Pero vamos a ver, Thomas, eres extraordinario, no has pedido la opinión de la Cati. Puede ser que le guste el Fulbert.

– Seguro que no.

– Y después -dije- a Cati, en el fondo, no la conocemos. No hace una hora que la hemos encontrado.

– Es muy bien.

– ¿Quieres decir moralmente?

– Sí, desde luego.

– ¡Ah! si esa es tu opinión, cambia todo. De una manera general, tengo confianza en tu objetividad.

Subrayo con la voz: objetividad. Trabajo de más. Ya en tiempos normales, Thomas es impermeable al sentido del humor. Con más razón ahora.

– ¿Entonces, es sí? -dice con ansiedad-. ¿La llevamos?

Yo lo miro, esta vez, muy seriamente.

– Me vas a prometer una cosa, Thomas. No tomar ninguna iniciativa en este asunto.

Vacila, pero algo en mi tono y mis ojos lo hace reflexionar, porque dice:

– Te lo prometo.

Doy vuelta la espalda, hago volar a Cra que me resulta muy pesado en el hombro y remonto la calle principal. En el fondo, el gran portal verde oscuro acaba de abrirse y las conversaciones, de golpe, se paran. El primero en franquear el umbral es Armand, trompudo y callado. Después viene alguien bien especial, a quien no conozco, pero que de acuerdo con la descripción de Marcelo imagino que es Gazel. Y por último aparece Fulbert.

Es un buen comediante. No se contenta con aparecer. Hace su entrada. Dejando a Gazel el cuidado de cerrar la puerta detrás de él, se inmoviliza, paseando la mirada sobre la multitud con aire paternal. Viste el mismo completo antracita, la camisa que yo le he "cedido", corbata tejida gris, y lleva al pecho su cruz pectoral, de la cual sostiene la extremidad entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, como para extraer de ella su inspiración. El sol hace brillar su casco de cabellos negros y marca su máscara ascética iluminada por sus bellos ojos bizcos. No saca pecho, Fulbert al contrario, deja su cuerpo un poco como detrás de su cabeza, para marcar bien el poco caso que hace de sí mismo. Los ojos fijos sobre los larroqueses, tiene un aire benigno, paciente, listo para el martirio.

En cuanto me ve, yendo hacia él, y abriéndome paso ante la pequeña multitud, sale de su inmovilidad y se adelanta hacia mí, con las manos tendidas al extremo de sus brazos con un aire alegre y fraternal.

– Bienvenido a La Roque, Emanuel -me dice con su bella voz grave tomando mi mano en su diestra y apoyando encima por añadidura su mano izquierda como para aprisionar un tesoro-. ¡Qué alegría de verte! Desde luego, no hay ningún problema -continúa dejando con pena mis falanges-. Ya que Colin no es larroqués, no hay ni qué decir que los decretos de La Roque no se aplican a él. Puede, entonces, mudar su negocio.

Esto lo dijo muy rápido y con un tono negligente, como si el problema no se hubiera presentado nunca.

– Aquí está la vaca -empalma con un tono maravillado dándose vuelta hacia ella y levantando el brazo como si la fuese a bendecir-. ¿No es acaso un milagro que el buen Dios haya creado un animal que, a partir del heno y del pasto, pueda hacer leche? ¿Cómo se llama?

– La Negrita.

– La Negrita nos dará sin embargo leche blanca -prosiguió con una risita eclesiástica, que sólo Fabrelâtre y Gazel contestaron-. Pero veo también a tus amigos, Emanuel. Buen día, Colin. Buen día, Thomas. Buen día, Jacquet, -dijo con bondad pero sin adelantarse ni estrecharles la mano, mostrando así que pone cierta distancia entre el maestro y sus compañeros. Para Miette y Falvina se conforma con un movimiento de cabeza-. Sé también, Emanuel, que nos has hecho hermosos regalos -dijo, dirigiendo hacia mí sus ojos húmedos de bondad-. ¡Pan, carne, manteca!

A cada exclamación, sus dos brazos se levantan al mismo tiempo en el aire.

– Las dos hogazas y la manteca son regalos -digo con voz clara-. Pero no la carne. Ven a ver, Fulbert.

Lo precedo hasta el puesto del carnicero.

– Como puedes constatar, no es poco. La mitad de un ternero. Le he dicho a Lanouaille que no espere para cortarlo, dado que el día se presenta caluroso y que no hay más heladeras.

Continúo:

– En cuanto al pan y la manteca, digo una vez más que son regalos. Pero el ternero, no. Por el ternero, Malevil espera de La Roque una contrapartida de azúcar y de jabón.

Tres cosas por lo menos desagradaban a Fulbert en este discurso: lo llamo Fulbert en su feudo; el corte del ternero es desde ese momento irreversible, y exijo de él vituallas. Pero no deja traslucir su descontento. Admira el ternero con suavidad.

– Es la primera carne fresca que tendremos para comer después de la bomba -dice con su hermosa voz de barítono, paseando sus ojos melancólicos sobre mí, sobre mis compañeros y sobre los larroqueses siempre silenciosos-. Me alegro por todos nosotros. En lo que me concierne, como tú sabes, Emanuel, tengo muy pocas necesidades. Te imaginas que un hombre en el estado en que estoy yo, con un pie en la tumba, ya no puede tragar gran cosa. Pero por otro lado, mientras viva, me considero como responsable de las magras reservas de La Roque y me disculparás de tratarlas contigo con parsimonia.

– Los regalos son los regalos -digo fríamente-. Pero el trueque es el trueque. Si los intercambios entre Malevil y La Roque deben continuar, no puede ser que la contrapartida sea irrisoria. Me parece que no soy demasiado exigente pidiendo diez kilos de azúcar y quince paquetes de lejía por la mitad de un ternero.

– Veremos, Emanuel -dice Fulbert con voz dulce-. Yo no sé cuánto nos queda de azúcar (y veo que fulmina a Gazel que iba a hablar), pero haremos lo imposible para satisfacerte, por lo menos para satisfacerte bastante. Te habrás dado cuenta ya que vivimos aquí en la más completa pobreza. Nada en común, por cierto, con la abundancia que reina en Malevil. Aquí, (mira a sus parroquianos con aire entendido) tendrás que perdonarnos, Emanuel, ni siquiera los podemos invitar a almorzar.

– De todas maneras -dijo-, pensaba irme en cuanto me hubieran entregado los caballos, los fusiles y los comestibles. En fin, no del todo, pues es necesario que antes de partir me tome el tiempo de hacer distender a las yeguas.

Lo pongo al corriente de mi proyecto sobre la explanada.

– ¡Pero, es una idea excelente! -dice Fulbert, de inmediato seducido con la idea de hacer de príncipe bueno sin que le cueste nada-. No tenemos, ¡ay! muchas distracciones en la parroquia. Tu número será bienvenido, Emanuel, sobre todo si no es muy peligroso para ti. Y bien, vamos -dijo, con un gran gesto generoso de sus dos brazos para atraer hacia sí a sus ovejas.

– No perdamos tiempo, puesto que estás apurado. Pero no veo a Cati -prosiguió, mientras que Gazel y Armand, obedeciendo un gesto, abren de par en par los batientes del portón, y los larroqueses se adelantan por la alameda del castillo algo más animados, pero sin levantar la voz.

– Evelina tiene un ataque de asma y Cati la cuida -dije-, lo acabo de oír hace un momento.

Y para evitar que dé marcha atrás, avanzo por la alameda con paso rápido.

Quiero reservar los caballos para el último bocado y pido a Fulbert que me dé primero los fusiles, los cartuchos y los comestibles. Fulbert me confía al cuidado de su vicario, después de haberle dado su manojo de llaves y decirle algunas palabras en voz baja. Jacquet y Colin me siguen con dos grandes bolsas.

Yo no sé si en la pareja famosa de cómicos americanos, es Laurel el gordo y Hardy el flaco, pero Gazel, en todo caso, me hace pensar en el más flaco. Tiene el mismo cuello largo, la cara delgada, el mentón puntiagudo, los ojos saltones, un aire de tonto. A diferencia de su sosias, sin embargo, sus cabellos entrecanos no son hirsutos sino muy bien peinados, con rulos hechos con tijera como los de mis hermanas. Tiene los hombros estrechos, el talle fino, las caderas anchas y está envuelto en una blanca blusa, inmaculada, de enfermero, que se ciñe, no a la altura del ombligo como lo hubiera hecho un hombre, sino mucho más arriba. Su voz no es ni masculina ni femenina, es neutra.

Camino a su lado por una interminable galería embaldosada de mármol del castillo.

– Gazel -le digo-, tengo entendido que Fulbert tiene la intención de ordenarte sacerdote.

– No, no, no exactamente eso -dice Gazel con su voz indefinida-. El señor cura tiene la intención de presentarme al voto de los fieles de La Roque.

– ¿Y de mandarte a Malevil?

– Si por lo menos ustedes me quieren -dice Gazel con una humildad que, cosa curiosa, no suena nada falsa.

– Nosotros no tenemos nada contra ti, Gazel. Por otra parte, supongo que te daría mucha pena dejar el castillo de La Roque y tu casita del pueblo.

– Sí -dice Gazel, con una franqueza que me sorprende-. Sobre todo mi casa.

– Y bien -le digo- no tendrás que hacerlo, he sido elegido el domingo a la noche abate de Malevil por unanimidad de los fieles.

Oigo a mi espalda una risita y supongo que es Colin, pero no me doy vuelta. En cuanto a Gazel, se detiene y me mira con sus ojos saltones. Tienen una expresión de permanente asombro a causa de esa misma prominencia y también de la distancia anormal que separa las cejas de los párpados. Es esa conformación lo que le da a Gazel ese aire de tonto, aire engañoso, pues no es tonto. También observo una hinchazón a un lado de su largo cuello. Es, me parece, un principio de paperas, y eso me sorprende, porque son casi siempre, entre nosotros, las viejas las que padecen esa enfermedad… Pero de todas maneras, al pobre muchacho, no le deben funcionar normalmente ninguna de sus glándulas.

– ¿Usted se lo ha dicho al señor cura? -pregunta Gazel con su voz aflautada.

– Todavía no he tenido oportunidad.

– Es que el señor cura va a estar muy contrariado -dice Gazel reemprendiendo su marcha a mi lado por el corredor.

Lo que quiere decir, supongo, que él no lo está en absoluto.

La perspectiva de dejar La Roque y de no poder todas las mañanas frotar una casa ya limpia debe haberle parecido horrible. En el fondo nada antipático, este Gazel. Dulce maniático que adora a su cura, que sueña entrar intacto en el paraíso con sus bellos bucles, su blusa blanca sin mancha, su pequeña alma bien frotada, y una vez allí echarse en regazo de la virgen María. Inofensivo. No, quizá no. No del todo inofensivo, puesto que ha aceptado un maestro como Fulbert y que cierra los ojos ante la injusticia.

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