Miette me mira e instala su blusa sobre una silla baja, porque necesita sus manos para hablarme. Tiene que hacerme reproches y me tira hacia un lado. La sigo. La mímica comienza. Me había guardado una silla a su lado en la misa y vio muy bien (un dedo sobre la ojera) que a último momento me había metido en la segunda fila (gesto de la mano figurando un pez que, en el último segundo, cambia de posición).
La tranquilizo. No es por culpa de ella que escapé, sino por culpa del Momo, y ella sabe muy bien por qué. Confirma que Momo, en efecto (pulgar e índice apretando la nariz). Se asombra de ello. Le describo las dificultades que tenemos que afrontar para lavarlo, la necesidad del ataque por sorpresa, el número elevado de participantes, la energía desplegada, la astucia y la fuerza con que Momo desbarata nuestras tentativas. Me escucha con atención, hasta se ríe. Y de golpe, plantándose delante de mí, las manos en las caderas, la mirada resuelta y sacudiendo su melena negra, me anuncia que desde ese momento será ella la que bañará a Momo.
Luego viene el turno de la Menou que me pregunta en voz baja si hace falta que sirva "al mundo" algo. (Es sobre todo en alimentar a su hijo en lo que piensa, la hipócrita, para inmunizarlo contra el "golpe de frío".) Le contesto en el mismo registro que prefiero esperar la partida del cura y que mientras tanto le haga a Fulbert un paquete con una hogaza y un kilo de manteca para los de La Roque.
Todo Malevil está ahí, en el castillete de entrada, cuando Fulbert se va, aprovechando una escampada, modestamente montado en su burro gris. Los adioses tienen muchos matices. Meyssonnier y Thomas fríos como hielo. Colin, en el límite de la impertinencia. Yo mismo, con bastante aceite, pero distante de familiaridad. Son verdaderamente cordiales sólo las dos meninas y por el momento al menos, Peyssou y Jacquet. Miette no se acerca, y Fulbert parece olvidarla. A veinte pasos de nosotros está discutiendo animadamente con Momo. Como está de espaldas a mí no puedo ver sus mímicas, pero lo que dice debe encontrar en Momo fuerte oposición, porque oigo las acostumbradas onomatopeyas de negativa. Sin embargo no rompe amarras como lo haría con su madre o conmigo. Se queda clavado en el suelo delante de ella, con la mirada fascinada, la cara como embotada, y me parece que sus negativas van perdiendo poco a poco fuerza y frecuencia.
Devuelvo a Fulbert, con una amable sonrisa, la culata de su escopeta. La desliza en su lugar, pone su arma en bandolera. No ha perdido nada de su calma y de su dignidad. Antes de montar en su burro, me significa con un suspiro que calibra con tristeza el grado de caridad de los hombres, que acepta las condiciones impuestas por mí al don de la vaca a la parroquia de La Roque aunque las encuentre un poco duras. Le contesto que esas condiciones no son las mías, pero recibe esta declaración con un escepticismo que, pensándolo bien, no me asombra para nada, puesto que él mismo acaba de aceptar mis condiciones sin consultar con sus feligreses. No me atrevo a decir sus conciudadanos, puesto que ha hablado de parroquia, no de comuna. Una cosa es segura: él lo decide todo solo en La Roque, y me atribuye aquí el mismo poder.
Fulbert nos endilga en seguida un pequeño discurso sobre el carácter evidentemente providencial de la lluvia que nos ha traído la salvación cuando todos estábamos esperando nuestra condena. Mientras habla, con los dos brazos extendidos delante de él y elevados varias veces de abajo a arriba, hace un gesto que ya no me gustaba mucho en Paulo VI, pero que, en Fulbert me parece completamente caricatural. Al mismo tiempo, nos observa a uno después del otro con sus bellos ojos estrábicos. Ha anotado cada cosa de nuestros comportamientos diferentes con respecto a él y no se olvidará de nada.
Habiendo terminado su discurso e invitándonos a rezar, nos recuerda que piensa enviarnos un vicario, nos bendice y se va. Colin, detrás de él, cierra en seguida el pesado batiente bardado de hierro de manera de hacerlo golpear con insolencia. Le hago "tt, tt" con la lengua, pero sin decir una palabra. Por lo demás, no tengo tiempo de hablar, la Menou pega un alarido de inquietud.
– ¿Y dónde está Momo?
– Vamos, no se ha perdido -dice Peyssou-. ¿Adónde quieres que esté?
– Lo vi hace un instante -digo yo-, discutiendo con Miette delante de La Maternidad.
Y ya está la Menou en La Maternidad llamando ¡Momo!
¡Momo! Pero La Maternidad está vacía.
– Ah, ahora me acuerdo -dice Colin-. Hace un instante tu Momo ha salido corriendo en dirección al puente levadizo. Con Miette. Se tenían por la mano. Dos chicos, se hubiera dicho.
– ¡Ay, Dios mío! -grita la Menou-. Se pone a correr también y nosotros la seguimos, a medias riéndonos, a medias intrigados. Y en vista de que con todo lo queremos mucho a Momo, nos dividimos en equipos para registrar el castillo, unos a la bodega, otros a la reserva de leña y otros a la planta baja de la casa. De golpe me acuerdo de los proyectos de Miette, y exclamo:
– ¡Ven, la Menou! ¡Te voy a decir adónde está tu hijo!
La arrastro hacia el torreón. Todos nos pisan los talones y en el primero, cruzando el vasto rellano, me detengo delante de la puerta del cuarto de baño, trato de abrirla, está cerrada. Golpeo con el puño contra el pesado panel de roble.
– ¿Momo? ¿Estás ahí?
– Mé bouémalabé oneieu ! -grita la voz de Momo.
– Está con Miette -digo yo-. No va a salir en seguida.
– ¿Pero qué le está haciendo? ¿Qué le está haciendo? -grita la Menou con angustia.
– No le hace ningún mal en todo caso -dice Peyssou.
Y se pone a reír a las carcajadas, dándole fuertes palmadas a Jacquet en la espalda y sobre sus propios muslos. Y todos lo imitan. Es curioso. De Momo, no son para nada celosos. Momo es uno de Malevil, hace falta de todos modos no confundir.
Forma parte de él. Aun cuando sea un poco retardado, es uno de nosotros. No se puede comparar.
– Lo está bañando -digo-. Miette me había dicho que lo iba a hacer.
– Hubieras debido prevenirme -comentó la Menou con reproche-. Lo hubiera vigilado mejor.
Todos protestan. ¿Por lo menos no va a impedir que Miette lo lave? ¡Hiede como un macho cabrío, Momo! ¡Que todo el mundo va a salir ganando si Miette lo deja limpio! ¡Sin contar con los riesgos de enfermedad! ¡Y los piojos!
– Nunca tuvo piojos, Momo -dice la Menou dolorida. Con lo que miente sin convencer a nadie. Ahí está, delante de esa puerta, flaca y pálida, yendo y viniendo como una gallina que ha perdido su pollito. Delante de nosotros, no se atreve a llamar a Momo ni golpear a la puerta. Además, sabe muy bien lo que él le contestaría.
– Esos extranjeros -vuelve a empezar con rabia-. Que muy bien me lo dije el primer día que no había nada bueno que esperar de ellos. Los salvajes, no son de todos modos gente como para meter bajo el mismo techo que a los cristianos.
Falvina ya se carga de hombros, resignada. Va a recaer sobre ella. Está segura. Jacquet es un muchacho, y la Menou no le dice nada. Miette, muy apoyada. Pero la pobre Falvina…
– Extranjeros -digo con severidad-. ¿Y de dónde sacas eso? ¡Si Falvina es tu prima!
– ¡Linda prima! -dice la Menou con los labios apretados.
– Y que tú no eres muy linda tampoco, si sigues con esas -digo en dialecto-. Vamos, mejor vete a buscar ropa limpia para tu Momo. Y podrías también darle el pantalón número tres, que éste se está cayendo en pedazos.
Cuando por fin la puerta del cuarto de baño se abre, Colin viene a buscarme a mi pieza, adonde cargaba de nuevo las armas y las ordenaba en la panoplia, para gozar del espectáculo.
Momo está sentado en el banquito de caña, envuelto en la salida de baño a ramazones azules y amarillos que me había comprado un poco antes del día del acontecimiento. El ojo en flor, la sonrisa de oreja a oreja, el Momo resplandece, mientras que Miette, de pie detrás de él, contempla su obra. Está irreconocible, el Momo. Su tinte se ha aclarado en varios tonos, está afeitado, con el pelo cortado y peinado y se pavonea en su trono, perfumado como una cortesana, porque Miette le ha derramado sobre el cuerpo el contenido de un frasco de Chanel, olvidado en el armario por Birgitta.
Un poco más tarde, en mi pieza, tengo una conversación bastante importante con Peyssou y Colin, luego me dejan para ir a dar una vuelta por los Rhunes. Peyssou debe alimentar la irracional esperanza de que el trigo va a salir acto seguido. O también, es el reflejo del cultivador que va a ver sus campos después de la tormenta, sin una bien definida intención. En cuanto a mí, me dirijo a la gran sala. La inocencia de la lluvia y la partida del menos inocente Fulbert me han puesto de buen humor, y voy silbando mientras camino hacia la Menou. Está sola, no veo más que su espalda, tiene la nariz metida en una cacerola.
– ¿Entonces, qué nos darás de rico, Menou?
Dice sin mirarme:
– Ya lo verás.
Luego se da vuelta, pega un gritito y sus ojos se llenan de lágrimas.
– ¡Te tomé por tu tío!
– La misma manera -dice- de entrar en la pieza silbando y de decir, ¿entonces, Menou, qué nos darás de rico? La misma voz también. Que me hizo algo…
Sigue:
– Y qué alegre era tu tío, Emanuel. El hombre que le gustaba la vida. Como tú. Un poco demasiado quizás -agrega recordando que con la vejez se ha vuelto virtuosa y misógina.
– Bah, bah -digo yo siguiendo su pensamiento mucho más allá de las palabras-. No vas a enojarte con Miette porque te ha bañado a tu hijo. No te lo ha tomado. Te lo ha fregado.
– Lo sé -dice-, lo sé.
De pronto me siento muy contento que me haya hablado de mi tío y que me haya comparado a él. Y como desde hace un mes con motivo de sus picotazos a la Falvina, que con todo me parecen excesivos, me sucede que con bastante frecuencia la reprendo ásperamente, le sonrío. Está embargada totalmente por mi sonrisa y me da vuelta la espalda. A esa vieja coriácea no le falta corazón, aun si hace falta encontrarlo bajo varios espesores de corteza.
– Y tú, Emanuel -dice al cabo de un momento- ¿puedo preguntarte por qué no quisiste confesarte? De todos modos hace bien confesarse. Limpia.
No hubiera creído que esa noche iba a tener una discusión teológica con la Menou. Me planto delante del fuego con las manos en los bolsillos. No es un día como cualquier otro. Todavía estoy metido en mi completo de entierros. Me siento casi tan digno como Fulbert.
– A propósito de confesión, ¿te puedo hacer una pregunta, Menou?
– Pero dale -me dice- sabes muy bien que entre nosotros no hay problemas.