Para mí, todo esto ha sucedido en una suerte de vacío algodonoso, como si mis sesos estuvieran también ahogados por la lluvia que golpea los vidrios. Siento una extraña impresión de ya visto, como si hubiera vivido esta escena y ese espectáculo en una existencia anterior: la luz macilenta, las ventanas inundadas, los trofeos de armas entre las dos ventanas, Fulbert del que apenas discierno el contorno y su cara hundida, la pesada mesa conventual y nosotros, apiñados detrás, silenciosos, encorvados, devorados por el terror. Un puñado de hombres perdidos en un mundo vacío. Jacquet ha vuelto a su lugar. Fulbert ha retomado su recitación, y Momo, pasada la tormenta, no gime más, ya que apenas tragada su comunión ha vuelto a poner su cabeza bajo la protección de los acogedores bracitos de la Menou. Es extraño cómo todo eso me parece familiar, y familiar también esta gran habitación señorial que, en la penumbra, apenas iluminada por las descoloridas ventanas y los dos gruesos velones, me hace pensar en una cripta en la cual parecemos estar velando nuestras futuras tumbas. En la semioscuridad, los magníficos cabellos negros de Miette enganchan una parcela de luz, y de golpe pienso con el corazón apretado que su llegada entre nosotros no era útil y que Miette no transmitirá la vida.
La misa se termina y la lluvia sigue cayendo a raudales. Aunque los golpes de viento sacuden con fuerza las dos ventanas no han conseguido abrirlas, sino sólo hacer pasar un poco de agua que se extiende en charcos sobre el embaldosado a plomo de la pared. Se me ocurre la idea de pedirle a Thomas que pase sobre estos charcos su contador Geiger. La rechazo de inmediato. Tengo la impresión de que si apuro las cosas, el veredicto será desfavorable. Me consta que eso es pura superstición de mi parte, pero sin embargo cedo a ella. ¡Solo conmigo mismo, qué de pequeñas cobardías me autorizo, yo que presumo de tener valor! Habiendo así postergado la hora de la verdad me doy vuelta hacia la Menou y le pido con voz calma que reavive el fuego. Porque domino mi voz las apariencias están salvadas, es en mi interior en donde he flaqueado. Por otra parte, un fuego es muy necesario. Hago notar en voz alta que desde que hemos salido de la inmovilidad, reina en la pieza un frío sepulcral.
La llama brota. Todos se pegan alrededor del fuego, mudos de angustia. Al cabo de un momento, no puedo soportar más su silencio. Me alejo para ver. Y me paseo de arriba a abajo con mis suelas de goma que no hacen ningún ruido sobre el embaldosado. Los vidrios están tan inundados de agua que me dan la impresión de que Malevil está sumergido y se va a poner a flotar como un arca. Como si la tensión del miedo fuera tan fuerte como para forzarme a refugiar en el absurdo, me vienen otras ideas igualmente estúpidas. Por ejemplo, la de tomar una espada de la panoplia de armas entre las dos ventanas y acabar de una vez atravesándomela en el cuerpo como un emperador romano.
En el mismo instante, las ráfagas redoblan y la lluvia para. Me he debido acostumbrar al ruido de las trombas de agua sobre los vidrios, porque desde el momento en que cesa experimento una sensación de silencio, a pesar del silbido del viento y la sacudida que comunica a las ventanas. Veo al grupo de alrededor del fuego darse vuelta hacia ellas en un solo bloque como si todas esas cabezas pertenecieran al mismo cuerpo. Thomas se separa de él y sin una palabra, sin una mirada en mi dirección, se acerca a la silla donde ha dejado sus pertrechos, y con gestos lentos y competentes de profesional, se pone su impermeable, lo abotona con cuidado, y por orden se pone sus anteojos herméticos, su casco y sus guantes. Luego, agarrando el contador Geiger, con los auriculares alrededor del cuello en previsión, camina hacia la puerta. Sus anteojos de motociclista, que no dejan ver más que la parte baja de la cara le dan un aspecto de robot implacable, cumpliendo con su tarea técnica sin importarle nada de los hombres. Su impermeable es negro, y negros también, su casco y sus botas.
Vuelvo hacia el grupo de alrededor del fuego. Me pierdo en él, necesito estar con él para esperar. El fuego llamea bajo. Siempre la preocupación económica de la Menou. Y nos apretamos alrededor de su llamita mezquina, de espaldas a la puerta por donde debe llegar nuestra sentencia. La Menou está sentada en el atrio y Momo también en el atrio, frente a ella, del otro lado del fuego. La mira y me mira alternativamente. No sé lo qué puede evocar en su mente una expresión como "cenizas radiactivas". En todo caso, tiene confianza en su madre y en mí para tener miedo en el momento oportuno. Está macilento. Sus ojos negros están fijos, y tiembla con todos sus miembros. Nosotros los adultos haríamos igual si no hubiéramos aprendido a controlarnos.
Ya mis compañeros no están pálidos, están grises. Estoy de pie entre Meyssonnier y Peyssou, y observo que estamos un poco rígidos, con la espalda encorvada, la cabeza inclinada, las manos profundamente hundidas en los bolsillos. Del otro lado de Peyssou, Fulbert, él también de color ceniza, sigue con los ojos bajos, lo que quita toda vida a su rostro descarnado y le da más que nunca el aspecto de cadáver. Falvina y Jacquet mueven los labios. Supongo que rezan. El pequeño Colin atormentado y agitado, bosteza y traga sin parar saliva, respira con dificultad. Únicamente Miette parece casi serena. Apenas un poco inquieta, pero por nosotros, no por ella. Nos mira por turno y esboza sonrisitas consoladoras que se deslizan sobre nuestras caras de plomo.
El viento cesa y como no se ha cruzado ni una palabra y el fuego, lejos de crepitar, resplandece, el silencio se instala en la habitación y pesa. Lo que sucede luego es tan rápido que apenas recuerdo el pasaje de un estado a otro. Solamente es en los libros donde existen tales transiciones. No existen en la vida. La puerta de la gran sala se abre con estruendo. Y aparece Thomas, con ojos de loco, sin casco, sin anteojos. Grita con voz aguda, con aire de triunfo: ¡No hay nada! ¡Nada!
Es poco claro y sin embargo comprendemos. Fue la avalancha. Llegamos todos al mismo tiempo a la puerta y nos cuesta pasarla. Justo en el momento en que salimos la lluvia recomienza. Cae a baldes ¡pero qué nos importa! Menos Fulbert, que se cobija bajo la cimbra de la puertita de la torre, y la Falvina y la Menou que se ponen a su lado, todos nos ponemos a reír y a gritar bajo el aguacero. Es tibio, por otra parte, o así nos parece. Chorrea por nuestro cuerpo y hace brillar las negras baldosas centenarias bajo nuestros pies. De los matacanes del torreón, a lo largo de las viejas piedras, caen unas pequeñas cascadas muy particulares las que, más abajo, se unen al grueso del aguacero. El cielo está gris-blanco un poco rosado. Desde hace dos meses que no se lo ha visto tan claro. Miette se saca de un golpe la blusa y ofrece a la lluvia su torso joven que nunca ha conocido corpiño. Se ríe, patalea, y se contonea, con los dos brazos en alto y blandiendo con una mano su cabellera hacia el cielo. Nosotros también bailaríamos, estoy seguro, si la tradición de los primeros hombres no se hubiera perdido. En lugar de bailar, discutimos.
– ¡Ya vas a ver -grita Peyssou- como nuestro trigo va a crecer ahora!
– La lluvia no basta -dice Meyssonnier-. ¡No es por falta de haberlo regado que no ves salir ni un brote! Lo que le hace falta es el sol.
– ¡Pero el sol, vas a tenerlo más de lo que quisieras! -dice Peyssou, cuya confianza no admite más límites-. La lluvia va a hacerlo salir. ¿No es cierto Jacquet? -agrega dándole una palmada en la espalda.
Jacquet asegura que es la pura verdad, y que el sol va a salir, pero sin atreverse a contestar la palmada con una palmada igual.
– ¡Ya es tiempo! -dice el gran arquero-. Ya estamos en junio y hace tanto frío como en marzo.
La lluvia no mengua. Después de los primeros minutos de locura, todos nos hemos puesto al abrigo, menos Miette, que sigue bailando y cantando, aunque ningún sonido salga de su boca, y Momo, a pocos pasos de ella, inmóvil, él, pero con la cabeza echada hacia atrás, abriendo la boca para recibir la lluvia, y dejándola chorrear por la cara. Minuto tras minuto la Menou le grita que entre, que se va a pescar una buena (predicción siempre desmentida, porque tiene una salud de hierro), y que si no entra, le va a dar una patada en el culo. Pero él está a veinte metros de ella, el puente levadizo está bajo, y en un santiamén puede poner los pies en polvorosa, y seguro de la impunidad, ni siquiera contesta. Bebe la lluvia con delicia, con sus ojos fijos en los desnudos pechos de Miette.
– ¡Pero déjalo en paz! -interviene Peyssou-. ¡Siempre atrás! Sin contar con que le hace bien un poco de agua. No es para ofenderte, Menou, ¡pero tu hijo apesta como un puerco! ¡Y cómo me molestaba durante la misa, el pobre!
– Es que no lo puedo lavar sola -dice la Menou-. Es demasiado pesado para mí, ya lo sabes.
– ¡Dios mío! -dice Peyssou, que se calla confundido y echa una mirada a Fulbert con quien la Falvina está charlando de su hermano, el zapatero de La Roque, y de su nieta Cati-. ¡Ahora recuerdo! Es que no se ha bañado este cochino desde el día en que me va a decir "aporrearon" pero se ataja justo a tiempo. Por desgracia, todos hemos comprendido. Jacquet también, y da pena ver su cara de buenazo.
– ¡Entra, Momo! -grita la Menou con impotente furia.
– ¡No conseguirás que entre -dice Meyssonnier con sensatez- mientras Miette siga dándose una ducha! Se regodea, el Momo.
Todos nos reímos, menos la Menou. Tiene el horror sagrado de la campesina por la desnudez. Frunce los labios y dice:
– Que es mismo nada más que una pagana, esta chica, mostrando sus limones a todo el mundo.
– Ah, vamos -dice Colin-, pero si todo el mundo los conoce aquí, menos Momo.
Y diciendo eso, con descaro, mira a Fulbert. Pero Fulbert, abstraído por la Falvina, no oye nada, o finge no oír. Y como Peyssou me dirige una mirada interrogativa, arrecian mis temores y decido precipitar un poco las cosas y apurar la partida del santo hombre. Le grito a Miette que venga y ordeno a la Menou que nos haga un gran fuego. ¡Pero se imaginan que ni piensa en la economía, ahora que se trata de secar a su hijo! Miette viene con nosotros, con su blusa en la mano, y entregada a la inocencia de su juego (sin que Fulbert, lo noto, se atreva ni a retarla ni siquiera a mirarla). Momo la sigue al interior en seguida, demasiado contento con la idea de verla tender su blusa a las llamas del atrio. Lo que hace. Y ahí estamos todos, con nuestra ropa humeando, rodeándola, asándonos nosotros también en ese fuego de infierno, y con nuestros pensamientos no muy lejos del diablo, según observo.