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Meyssonnier, a mi izquierda, me ha dado un codazo, y Thomas me mira con aire contrariado.

Se sienten más que nunca minoritarios, siendo aquí los únicos ateos convencidos, los únicos en quienes el ateísmo es una segunda religión. Colin y Peyssou, aunque muy rara vez acompañaran a sus esposas a la misa antes del día del acontecimiento -práctica que les hubiera parecido poco viril- comulgaban para Pascua. En cuanto a mí, ni católico, ni protestante, he sido criado entre dos iglesias, producto híbrido de dos educaciones. Se han hecho mal la una a la otra. Enormes paneles de creencia se han derrumbado dentro de mí, y me digo que un día deberé hacer un inventario para determinar lo que queda. No creo que llegue a hacerlo jamás. En todo caso, en ese campo, soy muy desconfiado, y no sólo con respecto a los sacerdotes. Tengo, por ejemplo, la más viva antipatía por las gentes que se jactan de haber suprimido a Dios Padre, tratan a la religión de "antigualla" y la reemplazan de inmediato por tris-tris filosóficos igualmente arbitrarios. A falta del inventario del que hablé antes, diré que siento una atracción sentimental por las costumbres religiosas de mis ascendientes. Resumiendo, todas las fibras no están rotas. Por otro lado, me doy muy bien cuenta de que adherencia no quiere decir adhesión.

No contesto al codazo de Meyssonnier e ignoro el vistazo de Thomas. ¿Iremos a tener en Malevil, además de una lucha por la posesión de Miette, una guerra de religión? Porque no ha escapado a nuestros dos ateos que los tres recién llegados van a fortificar en Malevil al clan clerical. Y eso los inquieta porque en ese campo no están ni siquiera seguros de mí.

Finalizada la comida, mando al Jacquet a encender el fuego en el primer piso de la casa y cuando está de vuelta, me levanto y digo a los nuevos:

– Por esta noche, los tres se van a acostar en el primer piso, sobre los colchones. Mañana trataremos de organizamos.

La Falvina se levanta, bastante incómoda porque no sabe cómo hacer para despedirse de nosotros y la Menou no la ayuda y ni la mira. La Miette, más a gusto, quizá porque no tiene que hablar, pero bastante asombrada también y sé muy bien por qué.

– Vamos, vamos -digo extendiendo los dos brazos-. Los acompaño.

Para terminar, los empujo de lejos hacia la puerta, y al pasar el umbral, nadie, ni entre los nuevos, ni entre los antiguos, murmura un buenas noches. En el primero, para justificar mi presencia, hago como que verifico que las ventanas cierren bien y que los colchones no estén demasiado cerca del fuego. Bueno, duerman bien, digo con el mismo movimiento de los dos brazos, muy triste por dejar a Miette de este modo neutro y distante, hasta evitando su mirada que, me parece, se fija en mí con expresión interrogativa.

Me voy. Pero no por ello me abandona. La llevo en el pensamiento mientras bajo la escalera de la torre y vuelvo a la gran sala donde la Menou ya ha levantado la mesa, y los compañeros han colocado las sillas alrededor del fuego, con la mía en el medio, esperándome. Me siento, y al punto me doy cuenta, sólo con mirarlos, que la presencia de Miette llena hasta el borde la pieza y que no pueden pensar en nada más. El primero en evocarla, lo hubiera apostado, es Peyssou.

– Es una linda muchacha -dice con tono neutro-. Pero no habla mucho.

– Es muda.

– ¡No me digas! -dice Peyssou.

– Alémoumeté ! -exclama Momo, apiadado y al mismo tiempo dándose cuenta de que no ocupa ya en Malevil el último escalón en cuanto a habilidad lingüística.

Pequeño silencio. Nos enternecemos por Miette.

– Maman ! alénwumite ! -grita Momo enderezándose en el atrio con orgullo.

La Menou teje del otro lado del atrio. ¿Qué hará cuando se le haya acabado la lana? ¿Deshará, como Penélope, lo que ahora está haciendo?

– No hace falta gritar -dice sin levantar la cabeza-. He oído. Yo no soy sorda.

Digo con una pizca de sequedad:

– Miette no es sorda. Es muda.

– Y bueno, así no se pelearán con ella.

Por más asqueados que nos sintamos por el cinismo de esta observación no queremos darle armas a la Menou. Nos callamos.

Y como el silencio se prolonga, prosigo con la narración de nuestra jornada en El Estanque.

Paso rápidamente sobre la epopeya militar. Tampoco me extiendo mucho sobre las relaciones familiares en el interior de la tribu Wahrwoorde. Siempre con la preocupación de no dar armas a la Menou. Y sobre todo hablo de Jacquet, de su atentado contra Peyssou, de su complicidad pasiva, del terror que el padre ejercía sobre él. Concluyo que es necesario infligirle un castigo de privación de libertad por principio, para que sepa muy bien que ha hecho mal y que no se sienta tentado de volver a empezar.

– ¿Cómo entiendes tú esa cautividad? -dice Meyssonnier.

Me encojo de hombros.

– Te imaginas que no lo vamos a encadenar. Únicamente, la obligación de no alejarse de Malevil y el territorio de Malevil. Por lo demás, será tratado como cualquiera de nosotros.

– ¡Y bueno, y bueno! -dice la Menou con indignación-. Si quieres mi opinión…

– Pero no te la pido -digo con tono cortante.

Estoy contento de haberla puesto en su lugar. No me ha gustado que haya dejado irse a la Falvina sin una palabra. Después de todo, la Falvina es su prima segunda. ¿Qué significa esa novatada? Y con respecto a mí, también me parece que se le va un poco la mano. El hecho que me considere como un patrón de esencia divina no le impide, como lo hacía con el tío, tratar todo el tiempo de sacarme ventaja. Al mismo Dios, cuando le reza, no debe poder impedirse el tenerlo a maltraer.

– Como te parezca, yo estoy de acuerdo -dice Meyssonnier.

Están todos de acuerdo. Y de acuerdo también con el reto a la Menou, lo leo en sus ojos.

Discutimos sobre lo que durará el castigo impuesto a Jacquet. Las proporciones se escalonan. El más duro, porque ha tenido miedo por mí, es Thomas: diez años. El más indulgente, Peyssou: un año.

– No le dan mucho valor a tu cráneo -dice Colin con su antigua sonrisa.

Propone cinco años y la confiscación de todos sus bienes. Se vota. Aceptado. Mañana, me tocará anunciar a Jacquet su condena. Abordo el problema de la seguridad. No se sabe si hay otros grupos de sobrevivientes vagabundeando por ahí con designios agresivos. Hay que tener cuidado de ahora en adelante. De día, salir siempre armado. A la noche, tener dos hombres en el castillete de entrada, además de la Menou y del Momo. Justamente, hay una pieza desocupada en el segundo piso del castillete, con una chimenea. Propongo una rotación entre equipos de a dos. Mis compañeros aceptan la norma, pero discuten con animación sobre la frecuencia de la rotación y de la composición de los equipos. Al cabo de veinte minutos, el consenso que resulta es que Colin-Peyssou estarán de servicio en el castillete los días pares y Meyssonnier-Thomas, los días impares. Colin propone, y todos están de acuerdo, que yo no abandone el torreón, a fin de asumir la resistencia del segundo recinto, en el caso en que el primero fuera capturado por sorpresa.

Les hago notar que, si dos de nosotros duermen permanentemente en el castillete, eso va a dejar libre una pieza en el torreón. Propongo atribuir a Miette la que está frente al cuarto de baño en el primer piso.

Al nombrar a Miette, la animación decae y se hace el silencio. Esa pieza, únicamente lo ignora Thomas, es el antiguo local del Círculo. Y en la época del Círculo, habíamos, sin llevarlo a cabo, discutido la comodidad de tener una chica con nosotros para que nos cocinara y "satisficiera nuestras pasiones". (Esta frase era mía, la había encontrado en una novela, y produjo mucho efecto, no sabiendo ninguno con certeza lo que quería decir "pasión".)

– ¿Y los otros dos? -dijo por fin Meyssonnier.

– Por mí, se quedan donde están.

Silencio. Todos comprenden que el estatuto de Miette en Malevil no puede ser ni el de la Falvina ni el del Jacquet. Pero sobre el tal estatuto, nada se ha dicho. Y nadie tiene voluntad para definirlo.

Como el silencio se prolonga, me decido a hablar.

– Bueno, ha llegado el momento de ser francos a propósito de Miette. A condición por supuesto de que lo que se diga no salga de aquí.

Los miro. Aprobación. Pero como la Menou sigue impasible, agrego:

– Tú también, Menou, guardarás el secreto.

Pincha sus agujas en el tejido, lo enrolla como una pelota y se levanta.

– Me voy a acostar -dice con los labios apretados.

– No te he pedido que te vayas.

– De todos modos, me voy a acostar.

– Vamos, Menou, no te enojes.

– No me enojo -me dice, dándome la espalda, en cuclillas delante del atrio para encender su candelero, y murmurando palabras incomprensibles, pero que, de acuerdo a su tono, no deben ser muy amables a mi respecto.

Me callo.

– Te puedes quedar, Menou -dice Peyssou, siempre amable-. Te tenemos confianza.

Lo miro de modo significativo y sigo callado. En realidad, no me disgusta que se vaya. Por su lado, el confuso refunfuñar continúa. Distingo las palabras orgullo y desconfianza. Me doy perfecta cuenta de qué se trata, pero persisto en mi mutismo. Noto que tarda mucho tiempo esta noche en prender su candelero. Debe estar esperando que le diga que se quede. Va a resultar decepcionada.

Lo está, y furiosa además.

– Vamos, ven, Momo -dice con voz breve.

– Me boumalabé oneieu ! -dice Momo a quien la conversación interesa.

¡Ah, ha elegido mal su momento el Momo, para desobedecer! La Menou pasa el candelero de la mano derecha a la mano izquierda, y con su diestra, pequeña y seca, le larga una bofetada al vuelo. Hecho esto, le da la espalda y él la sigue, subyugado. Una vez más me pregunto cómo ese gran bobo puede aún aceptar, a los cuarenta y nueve años, ser golpeado por su minúscula madre.

– Adiós, Peyssou -dice la Menou franqueando nuestro círculo-, adiós y duerme bien.

– Tú también -dice Peyssou, un poco molesto por esta cortesía selectiva.

Se aleja, con el Momo en su estela, y detrás de ella golpea la puerta con violencia, volviendo contra mí, a distancia, la agresividad de su madre para con él. Por otra parte, mañana me pondrá mala cara, y ella también. Medio siglo de vida no han cortado el cordón umbilical.

– Bueno -digo-, la Miette. Hablemos de la Miette. En El Estanque, mientras Jacquet y Thomas enterraban al Wahrwoorde, hubiera podido muy bien acostarme con Miette y volver aquí diciendo bueno, Miette es mía, es mi mujer, que nadie la toque.

Los miro. Ninguna reacción, por lo menos aparente.

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