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– ¡Y bueno! -dice-. ¡Y bueno!

Ni una palabra más de esta es mía. Miette, muda, es muda. Los compañeros convertidos en piedra. Y en la manera con que la Menou demora la vuelta de la lámpara sobre el cuerpo robusto de Miette, siento su aprobación. Por lo menos en cuanto al vigor, la aptitud para la reproducción, la fuerza de trabajo. Aparte de su "¡Y bueno! ¡Y bueno!", no dice nada. Se calla. Ni una palabra. Reconozco ahí su prudencia. Y su misoginia. Sé muy bien lo que está pensando: De todos modos no es posible que esos limones se les suban a la cabeza, muchachos. Una mujer, es una mujer. Y mujeres, las hay muy pocas buenas.

No sé si Miette está incómoda con el doble silencio, el boquiabierto de los compañeros, y el otro, descortés, de la Menou, pero Thomas salva la situación bajando de un salto de la carreta. Lo veo ¡es el colmo! que del suelo se hace alcanzar las dos escopetas por nuestro prisionero trepado todavía en el remolque. Y aquí lo tenemos entre nosotros, cubierto de armas. Es muy bien recibido. Quizá no como yo, en el delirio. O como la Miette, con la respiración cortada. Pero cosecha su parte de empujones, de palmadas en la espalda y de codazos. Incluso es la primera vez que veo a los compañeros embromarlo, señal de que, por fin, está integrado del todo. Eso me pone contento. Y él, encantado, contesta a esas efusiones lo mejor que puede, un poco duro, un poco torpe todavía, como hombre de la ciudad que aún no tiene el gesto bien amplio, no lo suficiente rápido, el insulto amigable.

– ¿Y tú, Emanuel, cómo es que andas? -dice la Menou.

La veo, allá abajo lejos de mí, que me sonríe, su calavera levantada, irguiendo su cuerpito tratando de hacerse ver, ni un gramo de grasa. Pero ese despojo me gusta, después de los excesos de carne de la Falvina.

– ¡Y todavía me puedo dar por bien servido -digo en dialecto- que no te ocupas más que de la vaca!

La agarro por los codos, la levanto en el aire como una pluma y la beso en las dos mejillas, y además, le explico un poco lo del Estanque, el Wahrwoorde, su familia. No le extraña nada lo de Wahrwoorde. De su mala reputación, ya sabía algo ella.

– Corro -dijo por fin-. Mientras vacían el remolque, voy a preparar la comida.

Y ahí la veo alejarse en dirección a la casa, trotando corto y rápido, negra en la noche, y pareciendo de tamaño más chico todavía cuando llega al puente levadizo y al pie del segundo recinto. Le grito:

– ¡Menou! ¡Prepara para nueve! ¡Todavía hay dos más en el remolque!

Entre ocho, no nos hace falta más de una media hora para la mudanza a menos a título temporario, ordenando todo en La Maternidad, aparte de los colchones que decido llevar a la casa para acomodar a los tres nuevos. Todo se hace en orden, salvo algunas impaciencias de Malabar que Jacquet, parado delante de sus ollares, debe contener con las dos riendas, salvo también algunos retos a Momo quien, en lugar de iluminarnos, inclina su antorcha para mirar entre las patas de Malabar. ¡Pero por Dios! ¿qué cuernos haces, Momo? A bambe ! A bambe ! grita Momo". ¡Momo, la antorcha, o te doy una patada en el culo! ¡Pero a bambe ! A bambe ! dice Momo. E incorporándose, blande su brazo libre para explicarnos las proporciones que lo maravillan. Es asombroso que Peyssou no haga ningún comentario. Pero debe contenerse a causa de Miette.

Ya con los animales cuidados y encerrados -a Malabar en donde yo ponía antes del día del acontecimiento a mi padrillo, en un box en el que no puede ni romper ni franquear la puerta para ir en busca de las yeguas- pasamos al segundo recinto llevando los colchones al primer piso y volvemos a bajar en seguida a la planta baja donde, en la gran sala, encontramos fuego prendido, mesa puesta, y ¡sorpresa! tronando en medio de la larga mesa conventual, y pareciéndonos la última palabra en cuanto a lujo e iluminación, una vieja lámpara a aceite del tío que durante nuestra ausencia, Colin ha encontrado y arreglado. Pero la Menou, ella, no brilla por el calor y brillo de su recibimiento. Como avanzo a la cabeza del pequeño grupo, se da vuelta, negra y flaca, y me mira con sus ojos acerados, los labios apretados, rechinando los dientes. Detrás de mí, el grupo se detiene. Los nuevos, aterrorizados, los antiguos, atentos y discretamente divertidos.

– ¿Y adónde están los otros dos? -dice furiosa-. ¡La gente del Estanque, los extranjeros! ¡Como si ya no estuviéramos bastante racionados para la alimentación!

La tranquilizo. Le enumero todas las riquezas que le traigo, sin contar el trigo, que vamos a poder hacer nuestro pan, y ropa para Peyssou, ya que el Wahrwoorde tenía la misma talla. Ayuda en fin. Dicho esto, saco a Jacquet del grupo y se lo muestro.

Buena impresión. La Menou tiene una debilidad por los lindos muchachos, y en general, por el sexo fuerte. (Con el hombre, nueve de cada diez, te entiendes siempre, Emanuel, es de buena pasta.) ¡Y además, hay que ver, espaldas y brazos como los de Jacquet! Como a Miette, tampoco le da la mano ni le dice buen día (un extranjero del Estanque, se imaginan: un repasador no se cambia así no más en servilleta). Le hace un ligero signo con la cabeza, distante. En cuanto al espíritu de casta, la Menou, le ganaría la partida a una duquesa.

– Y bueno…

Pero no me da tiempo a presentarle a la Falvina, ni siquiera a nombrarla, la Menou la ha visto y tan rápido que no la puedo atajar, estalla en dialecto, convencida de que la "extranjera" no lo entiende.

– ¡Pero por Dios! ¡Pero qué es eso, Emanuel! ¿Pero qué me traes ahí? ¿Cómo quieres que cargue con eso? Una menina que tiene sus buenos setenta años -ella, si mal no recuerdo, tiene setenta y cinco- ¡Pasa todavía con la joven, que veo muy bien los pequeños servicios que te va a ofrecer! ¡Pero esta vieja marrana, tan gorda que ni siquiera puede mover el culo, que no servirá para nada más que para ocupar sitio en mi cocina, que no servirá más que para atracarse con más que su parte! ¡Y vieja -agregó con asco- que me enferma de sólo mirarla! ¡Con esas arrugas! ¡Y toda esa grasa que parece un pote de manteca de cerdo vaciado en un plato!

La Falvina está escarlata, le cuesta respirar y gruesas lágrimas redondas, que ya conozco bien, ruedan sobre su cascada de mofletes y de papadas. Triste espectáculo, pero que escapa a la Menou, porque afecta no mirar a la extranjera y no dirigirse más que a mí.

– ¡Y que ni siquiera es de aquí, para más, esta vieja menina, que es una extranjera, una salvaje como su hijo! ¡Un hombre que se lo metió a su propia hija! ¿Y hasta quién sabe si no se lo metió a su madre?

Esta acusación gratuita sobrepasa a tal punto los límites que da a la Falvina la fuerza para protestar.

– ¡Pero el Wahrwoorde no es mi hijo! ¡Es mi yerno! -exclama en dialecto.

Silencio. La Menou, estupefacta, se da vuelta hacia ella y la considera por primera vez como un ser humano.

– Pero hablas dialecto -dice, de todos modos incómoda.

Intercambio de miradas y risas contenidas entre los antiguos.

– ¿Y entonces? -dice la Falvina- ¡que si he nacido en La Roque! Que quizá conozcas al Falvino, que tiene su negocio al lado del castillo. Yo soy su hermana.

– ¿No el Falvino que es zapatero?

– ¡Pero sí!

– ¡Que es primo segundo mío! -dice la Menou.

¡Asombro! Lo que va a ser necesario explicar, es por qué la Menou no conocía a la Falvina y ni siquiera la había visto nunca. Pero ya vamos a llegar a eso, poco a poco. Les tengo confianza.

– Espero -dijo la Menou- que lo que he dicho no lo tomaste como ofensa, dado que no se dirigía a ti.

– No hubo ofensa -dice la Falvina.

– Sobre todo por la gordura -agrega la Menou-. Por empezar, no es culpa tuya. Y tampoco quiere decir que comes más que otro -lo que puede pasar, a elección, por una cortesía o una puesta en guardia.

– No hubo ofensa -repite la Falvina, suave como un cordero.

Vamos, nuestras dos meninas van a entenderse. Sobre la base de una sana jerarquía. No tengo ni qué preguntarme quién va a imponer la ley en el gallinero, ni cuál de las dos viejas gallinas va a picotear a la otra. Grito alegremente:

– ¡A la mesa! ¡A la mesa!

Me siento al medio y hago un signo a Miette para que se siente frente a mí. Ligera vacilación. Después de un momento de titubeo, Thomas se sienta como de costumbre a mi derecha y Meyssonnier a mi izquierda. Momo intenta sentarse a la izquierda de Miette, pero su tentativa se ve abortada por la Menou, que lo llama secamente a su lado y lo coloca a su derecha. Peyssou me mira. Digo: entonces, ¿qué estás esperando, viejo espingarda? Se decide, emocionado y confuso, a sentarse a la derecha de Miette. Colin, aparentemente más a gusto, se instala a su izquierda. Como Jacquet está todavía de pie, le señalo el lugar al lado de Meyssonnier, seguro de darle el gusto porque así podrá ver a Miette sin tener que asomarse. No queda más que un cubierto, al lado de Peyssou, y se lo señalo a la Falvina. Aunque no haya sido premeditado, está muy bien así. Peyssou, siempre cortés, le dará un poco de conversación de cuando en cuando.

Como como un ogro, pero bebo, como de costumbre, con sobriedad y tanto más cuanto que mi jornada no ha terminado y que va a ser necesario tener una reunión después de comer, puesto que hay decisiones a tomar. Compruebo con satisfacción que a las mejillas de Peyssou le han vuelto los colores. Me abstengo de preguntarle delante de Jacquet, paralizado de vergüenza, cómo está de la nuca. Seguramente me ha esperado para que le saque el vendaje, pero aún se lo voy a dejar hasta mañana, de miedo de que no se ponga a sangrar de nuevo sobre la almohada durante la noche. La Falvina, con la nariz en el plato, no abre la boca, lo que le cuesta mucho, me imagino, y hace como que picotea el jamón para hacerle buena impresión a la Menou. Pero en vano, porque ésta no levanta la cabeza del plato.

La única que parece completamente natural es Miette. Es cierto que es el centro donde permanentemente convergen todo el calor y la atención de la mesa. No se siente incómoda y juraría que tampoco se envanece de ello. Mira a todos, muy a su gusto, con la gravedad de un chico. A veces, sonríe. Nos ha sonreído a todos, por turno, sin omitir a Momo, del que me llama la atención encontrarlo tan limpio, olvidando que fue esa misma mañana cuando lo pusimos a remojar en la bañera.

La comida, aunque alegre, transcurre al mismo tiempo un poco forzada, porque no quiero contar lo que sucedió en El Estanque delante de los nuevos, y estos, por más modestos y callados que sean, nos molestan un poco: se tiene la impresión de que lo que uno dice de ordinario sin pensar, dicho delante de ellos, sonaría a falso. Y además, se ha sentido en ellos una tradición diferente. Así, al sentarse a la mesa, los tres han hecho la señal de la cruz. No sé de dónde les viene ese rito. ¡No del Wahrwoorde, por cierto! Por otra parte, le hace buen efecto a la Menou, siempre lista a ver a los "extranjeros" como salvajes de la era precristiana.

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