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Conseguí ponerme de rodillas y me acerqué en cuatro patas, al precio de un terrible esfuerzo, a la tina de enjuagar botellas. Me prendí con las dos manos de la tina y, con el corazón golpeándome contra las costillas, con la mirada turbia, a medias ahogado, conseguí ponerme de pie y zambullir mis dos brazos y mi cabeza en el agua. Me dio una deliciosa sensación de frescura lo que quería decir, me imagino, que no había tenido tiempo todavía de ponerse a la temperatura ambiente. Me quedé tanto tiempo que sin ninguna duda me hubiera ahogado si mis dos manos al encontrar el fondo de la tina no hubieran tomado apoyo para hacerme emerger. Me di cuenta entonces que a esa agua sucia y vinosa que al enjuagar las botellas había quedado en la tina, yo me la estaba bebiendo. Después de eso, conseguí quedarme de pie y ver con claridad a mis compañeros. Fuera de Colin que debía haber escuchado lo que Thomas me había dicho, todos estaban aún vestidos. Peyssou tenía los ojos cerrados y parecía dormir. Momo, cosa extraña, tenía todavía su suéter. Estaba tendido, inerte, con la cabeza descansando sobre las rodillas de la Menou. Y ella estaba apoyada contra un tonel, con los ojos cerrados, su flaco rostro completamente sin vida. Meyssonnier me miraba con unos ojos en los que se leía la desesperación y la impotencia. Me di cuenta que me había visto beber, que quería hacer lo mismo pero que no tenía fuerzas para arrastrarse hasta la tina.

Le dije:

– Sáquese la ropa.

Había querido hablar con autoridad, pero mi voz me sorprendió. Salía de mis labios, tenue, sin timbre, sin fuerza. Agregué con una cortesía absurda:

– Por favor.

Peyssou no se movió. La Menou abrió los ojos e hizo un esfuerzo para sacarle a Momo el suéter, pero no consiguió levantar el torso de su hijo y volvió a caer, bañada en sudor, contra la panza del tonel. Tenía una manera horriblemente penosa de abrir y cerrar la boca como un pescado que se asfixia. Meyssonnier me miró y sus dedos empezaron a desabrochar su camisa, pero con tal lentitud que comprendí que nunca llegaría hasta el fin.

Yo mismo volví a caer sentado al lado del tonel, jadeando, pero con los ojos fijos en los ojos desesperados de Meyssonnier, y decidido a ayudarlo si encontraba la fuerza necesaria. Apoyándome sobre el codo empujé uno de los dos cestos metálicos de seis divisiones que le habían servido a Momo para ir y venir entre su madre y yo. Conté seis botellas. Y de tal modo mi mente funcionaba mal, que tuve que contar dos veces. Tomé la que estaba más cerca de mí. Me pareció muy pesada. Con mucho esfuerzo me la llevé a los labios, y bebí, estupefacto de haber consumido agua sucia, cuando tenía a mi alrededor tanto vino. El líquido estaba caliente y acre. Bebí más o menos la mitad de la botella. Traspiraba de tal modo que mis cejas, sin embargo muy tupidas no conseguían retener el sudor. Caía sin parar en mis ojos y me cegaba. Sin embargo me sentí de nuevo vigorizado, y me dirigí hacia Meyssonnier no en cuatro patas, sino arrastrándome sobre mi lado izquierdo, llevando la botella llena hasta la mitad en mi mano derecha.

Observé que las baldosas bajo mi cadera estaban muy calientes. Me detuve para retomar aliento, mientras las gotas de sudor inundaban mi rostro y mi cuerpo como si saliera de un baño. Eché la cabeza hacia atrás para despejar mis ojos y percibí las bóvedas a nervaduras por encima de mi cabeza. Las vi mal, a causa de la débil luz de las velas, pero tuve la impresión de que irradiaban tanto calor como si estuvieran al rojo blanco. Y entonces, alelado, sofocándome, mirando mi traspiración caer sin fin sobre las baldosas hirvientes, pensé que estábamos encerrados en esta bodega como pollos para asar en un horno, con la piel abotargada y chorreando grasa derretida. Incluso entonces, incluso en ese instante en que había conseguido en suma darme una idea bastante exacta de la situación, consideré esa idea como si fuera una imagen, y de tal modo estaba paralizada mi lógica, que no imaginé.ni por un segundo lo que estaba pasando en el exterior. Muy por el contrario, si hubiera tenido fuerzas para abrir las dos puertas del corredorcito abovedado, subir la escalera y salir, lo hubiera hecho, convencido de que iba a reencontrar la misma frescura que había dejado una hora antes.

Llegué hasta Meyssonnier, le tendí la botella, pero me di cuenta que era incapaz de agarrarla. Puse entonces el gollete entre sus labios secos y pegados entre sí. Al principio, se derramó mucho vino, pero cuando su boca llegó a humedecerse, sus labios se apretaron más contra el vidrio y sus tragos se apuraron. Sentí un inmenso alivio cuando vi la botella vacía, porque mantenerla delante de su boca me representaba un enorme esfuerzo y apenas tuve fuerzas para ponerla en el suelo cuando hubo acabado. Meyssonnier dio vuelta la cabeza hacia mí, sin hablar, pero con una expresión de gratitud a la vez tan lastimosa y tan infantil que, en el estado de debilidad en que me encontraba, casi me pongo a llorar. Pero al mismo tiempo el hecho de haberlo socorrido me dio fuerzas. Y lo ayudé a desnudarse. Cuando estuvo hecho, coloqué su ropa debajo de él y de mí para aislarnos de las baldosas ardientes, y con la cabeza apoyada al lado de la suya debo haberme desmayado durante algunos segundos, porque de golpe me encontré preguntándome dónde estaba y qué hacía ahí. Delante de mí todo era turbio y vago, creí que el sudor me iba a enceguecer. Gracias a un inaudito esfuerzo pasé mi mano delante de mis ojos pero la bruma siguió subsistiendo durante algunos segundos, no tenía ni fuerzas para acomodar mi mirada.

Cuando mi misión volvió a ser clara, vi a Colin y Thomas dar vueltas alrededor de Peyssou para desnudarlo y hacerlo beber, y moviendo penosamente la cabeza hacia la derecha, divisé a Momo y a su madre, juntos y completamente desnudos, la Menou con los ojos cerrados y encogida como esos pequeños esqueletos de la prehistoria que se encuentran en los túmulos. Me preguntaba cómo había conseguido desvestirse y desnudar a su hijo, pero de inmediato dejé de pensar en eso, acababa de concebir un plan que demandaba todas mis fuerzas: arrastrarme hasta la tina y zambullirme en ella. Cómo llegué hasta ella, no lo sé, porque las baldosas estaban ardiendo, pero me veo de nuevo al pie de la tina, haciendo desesperados esfuerzos para subirme, apoyando mi mano izquierda de plano contra la pared y retirándola de inmediato como si hubiera tocado una plancha de metal al rojo. Sin embargo, hay que admitir que lo conseguí, puesto que me encontré sentado en el agua, con las rodillas tocando la barbilla y sirviendo de apoyo a mi cabeza, lo único que sobresalía de la superficie. Estoy seguro, como lo pensé después, que ese fue el baño más caliente que nunca me di, pero en ese momento, tuve una sensación de frescura maravillosa. Recuerdo también haber bebido repetidas veces. Y supongo que también dormité, porque de golpe me desperté con un terrible sobresalto al ver abrirse la puerta de la bodega y dar paso a un hombre.

Lo miro. Avanza dos pasos y se tambalea, de pie. Está desnudo. Sus cabellos y sus cejas han desaparecido, su cuerpo está tan rojo e hinchado como si acabara de pasar unos minutos dentro de agua hirviendo, y lo que me parece más horrible y me hiela de terror, jirones de carne sanguinolenta cuelgan de su pecho, de sus caderas y de sus piernas. Y a pesar de eso, se mantiene de pie, no sé cómo, me mira y aunque su cara no es más que una llaga sangrante, lo reconozco por sus ojos: es Germán, mi capataz de las Siete Hayas.

– ¡Germán!

Y de pronto, como si no hubiera esperado más que ese llamado, se desploma, rueda sobre sí mismo y queda tendido de espaldas, sin un movimiento, las piernas estiradas, los brazos en cruz. Al mismo tiempo, de la puerta que quedó abierta, llega en pleno sobre mí una corriente de aire tan quemante que decido salir de la tina e ir a cerrarla, y cosa inaudita, lo consigo, arrastrándome o en cuatro patas, ya no recuerdo, pero empujo con todo mi cuerpo el pesado batiente de roble, al fin se pone en movimiento y oigo con inmenso alivio el ruido del pestillo en la cerradura.

Jadeo, el sudor me chorrea, las baldosas me queman, y me pregunto con una angustia indecible si voy a conseguir volver a la tina. Estoy postrado sobre los codos y las rodillas, con la cabeza colgando, a unos metros apenas de Germán y no tengo ni fuerzas para llegar hasta él. Pero es inútil. Ya lo sé. Está muerto. Y entonces, de golpe, aun cuando no tengo ni siquiera fuerzas para levantar la cabeza, con los codos y las rodillas quemadas por el piso, luchando contra las ganas de dejarme llevar y de morir, miro el cadáver de Germán y comprendo por primera vez, en una súbita iluminación, que estamos rodeados por un océano de fuego donde todo lo que es hombre, animal o planta ha sido consumido.

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