– Toma un vaso -le digo tendiéndole el mío.
– No, gracias -dice Thomas-, no bebo por la mañana.
– Rebuendía -dice el gran Peyssou con una amable sonrisa.
Y como Thomas lo mira sin contestar, ni a su sonrisa, ni a su rebuendía, agregó con aire molesto:
– Ya nos vimos, esta mañana.
– Hace unos veinte minutos -dice Thomas, la cara inmóvil. Era de toda evidencia que no veía la necesidad de decir de nuevo buen día, puesto que ya lo había hecho.
– He venido a avisarte que no vengo a almorzar -dice Thomas mirándonos.
– ¡Para un poco la musiquita -le grito a Momo- que estamos hartos!
– ¿Oyes lo que Emanuel te dice? -grita la Menou.
Momo se alejó unos pasos, apretando su transistor bajo el brazo izquierdo con gesto huraño y sin disminuir para nada el volumen del sonido.
– ¡Tuviste una buena idea, eh, para Navidad! -le digo a la Menou.
– El pobre -me contesta, cambiando de bando al instante-. ¡Tiene derecho a entretenerse un poco cuando limpia tus caballerizas!
La miraba, pico cerrado. Después tomé el partido de sonreír frunciendo un poco el ceño, lo que, según, espero, reconocía la ventaja de la Menou salvaguardando mi autoridad.
– Te decía que no volveré a almorzar.
– Entendido -y como Thomas giraba sobre sus talones, le dije a Meyssonnier en dialecto:- Vamos, no te preocupes por las elecciones, ya encontraremos un modo de neutralizar al Paulat.
En mi recuerdo, todo se ha inmovilizado en ese preciso segundo, como en una escena del museo Grévin, en la que los personajes históricos quedan para siempre extáticos en sus actitudes familiares. En el centro, el grupo formado por Meyssonnier. Colin, el gran Peyssou y yo, con el vaso en la mano, la cara animada, muy ocupados los cuatro por el porvenir de un pueblo de 412 habitantes, sobre un planeta que contaba con cuatro mil millones de seres humanos.
Alejándose del grupo a grandes zancadas y dándole la espalda, Thomas. Entre Thomas y nosotros, Momo, mirándome todavía desafiante, teniendo en una mano su vaso del que ya tragó más de la mitad y en la otra, su transistor de donde seguía brotando, al mayor volumen, la idiota canción de un ídolo. A su lado, como para protegerlo, y tanto más pequeña, la Menou, arrugada como una manzanita pasada, pero con los ojos aún brillantes por su victoria sobre sí. Y por fin, alrededor y por encima de nosotros, ese inmenso sótano y sus grandes bóvedas a nervaduras iluminadas desde abajo, reflejando la luz sobre nuestras cabezas y atenuándola.
El fin del mundo, o más bien, el fin del mundo en el cual hasta ahora habíamos vivido, comenzó en la forma más sencilla y la menos dramática. La electricidad se cortó. Cuando se hizo la noche, hubo risas, alguien dijo, es un desperfecto, un encendedor chasqueó dos veces y se prendió, iluminando el rostro de Thomas. ¿Quieres prender las velas? le dije avanzando hacia él. O mejor, vamos, pásame tu encendedor, lo hago yo. Sé dónde están los apliques. Me puedo encontrar la boca a pesar de todo, se oye la voz de Peyssou. Y alguien, quizá Colin, dice a media voz con una risita, es lo bastante grande como para eso. Con la llama del encendedor vacilando ante mí, pasé delante de Momo y me di cuenta que su transistor no berreaba más, pero que el cuadrante seguía iluminado. Encendí los dos apliques más cercanos, en total cuatro velas, y la luz después de la oscuridad, nos pareció casi intensa aunque dejaba en la sombra la mayor parte de la bodega. Los apliques habían sido colocados bastante bajos en las paredes para respetar el dibujo de las bóvedas y sobre éstas nuestras sombras parecían gigantes y quebradas. Devolví su encendedor a Thomas, que se lo volvió a poner en el bolsillo del impermeable y se dirigió hacia la puerta.
– ¡Apagaste por fin tu chisme! -digo a Momo.
– A ten aété -dice Momo mirándome con aire de reproche como si yo le hubiera hecho el mal de ojo a su aparato-. A macheblu !
– ¡No anda más! -gritó la Menou indignada-. ¡Un transistor completamente nuevo! ¡Y que además le hice reponer las pilas, ayer, en La Roque!
– Es realmente asombroso -dice Thomas volviéndose hacia nosotros, con su cara surgiendo de nuevo a la luz-. ¡Pero si recién andaba, vamos!
Prosiguió:
– ¿No le habrás andado tocando las pilas?
– No, no.
– Déjame ver eso -dice, poniendo sus mapas sobre un taburete.
Esperaba verlo a Momo prenderse a su transistor, pero enseguida se lo dio a Thomas, con el aire de una madre inquieta que confía a un médico su bebé enfermo. Thomas apagó el cuadrante, luego lo prendió, le dio el máximo de volumen, y paseó lentamente la aguja a lo largo de las estaciones. Se oyeron chisporroteos, pero no emitió sonido alguno.
– ¿Cuando se apagó la luz lo dejaste caer? ¿Lo golpeaste?
Momo dijo que no con la cabeza. Thomas sacó un cuchillo de mango rojo de su bolsillo y con la hoja más pequeña sacó los tornillos de la tapa. Hecho eso, acercó el transistor a un aplique e inspeccionó su contenido.
– No veo nada de anormal. Todo me parece perfectamente en orden.
Puso los tornillos uno después de otro, y creí que le iba a dar el aparato a Momo e irse, pero no hizo nada por el estilo. Se quedó inmóvil, con gesto preocupado, paseando la aguja del transistor a lo largo de las estaciones.
Los siete estábamos silenciosos, escuchando, si así puedo decir, el silencio del transistor, cuando estalló un batuque del que no puedo dar una idea sino por comparaciones las que todas me parecen irrisorias: fragor de tormenta, martillos, neumáticos, sirenas ululantes, aviones trasponiendo la barrera del sonido, locomotoras enloquecidas. En todo caso, algo de restallante, de taladrante, de estridente, lo máximo de lo agudo y lo máximo de lo grave llevado a un volumen sonoro que sobrepasaba la percepción. No sé si el ruido cuando llega a tal paroxismo es capaz de matar. Creo que lo hubiera hecho si hubiera durado. Desesperadamente aplastaba las manos contra mis oídos, me agachaba, me hacía un ovillo y me di cuenta que estaba temblando de pies a cabeza. Ese temblor convulsivo, estoy seguro, era una respuesta puramente fisiológica a una intensidad de tal estrépito que el organismo apenas podía soportar. Porque en ese momento aún no había empezado a tener miedo. Estaba demasiado estúpido y jadeante como para forzar una idea. Ni siquiera me decía que ese estruendo debía ser el colmo de lo desmesurado como para llegar hasta mí a través de muros de dos metros de espesor y un piso bajo el suelo.
Apoyaba las manos contra mis sienes, temblaba y tenía la impresión de que mi cabeza iba a estallar. Al mismo tiempo, ideas estúpidas me pasaban por la mente. Me preguntaba indignado quién había volcado el contenido de mi vaso que veía en el suelo a dos metros de mí. Me preguntaba también por qué Momo estaba tendido de barriga sobre las baldosas, de cara al suelo y con la nuca cubierta con sus dos manos, y por qué la Menou, que lo sacudía por los hombros, abría muy grande la boca sin emitir un solo sonido.
Cuando he dicho "estruendo, estrépito, tempestad", no he dado ninguna idea de la inmensidad del ruido. Cesó al cabo de un tiempo que no puedo precisar. Algunos segundos, creo. Me di cuenta cuando dejé de temblar y cuando Colin que, durante todo ese tiempo, estaba sentado en el suelo a mi derecha me dijo al oído algo entre lo que distinguí la palabra "gresca". Al mismo tiempo, oí una serie de pequeños gañidos quejumbrosos. Era Momo.
Con precaución despegué mis manos de mis torturados oídos y los gañidos se hicieron más agudos, mezclados con las protestas en dialecto de la Menou. Luego los gañidos cesaron, la Menou se calló y sucediendo al inhumano estruendo que acabábamos de padecer, un silencio cayó sobre la bodega, tan profundo, tan anormal y tan doloroso que me dieron ganas de gritar. Se hubiera dicho que me había apoyado sobre el ruido y que al cesar el ruido, me encontraba suspendido en el vacío. Al mismo tiempo me sentía incapaz de moverme y mi campo visual se había estrechado: aparte de la Menou y Momo que estaban tendidos delante de mí, no veía a nadie ni siquiera a Colin, aunque luego me aseguró que no se había movido de su lugar.
Sumado no sé cómo al silencio, un sentimiento de horror me invadió. Al mismo tiempo noté que me sofocaba y que estaba bañado en sudor. Me saqué, o mejor dicho, me arranqué el pulóver de cuello alto que me había puesto antes de entrar en la bodega. Pero apenas si sentí la diferencia. La transpiración seguía brotando de mi frente y corría por mis mejillas, bajo mis axilas y por la cintura. Padecía una intensa sed, mis labios estaban secos y mi lengua se pegaba al paladar. Al cabo de un momento me di cuenta que estaba con la boca abierta y que jadeaba como un perro, a rápidos golpecitos, pero sin llegar a vencer la sensación de ahogo que tenía. Sentía al mismo tiempo un gran cansancio y, sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra un tonel, era incapaz de hablar ni de moverme.
Nadie decía una palabra. La bodega estaba ahora muda como una tumba, y aparte del jadeo de las respiraciones, no se escuchaba un solo sonido. Distinguía ahora a mis compañeros, pero era una imagen borrosa, unida a una sensación de debilidad y de náusea, como si fuera a desmayarme. Cerré los ojos. Hacer un esfuerzo para mirar a mi alrededor me parecía agotador. Estaba encogido, inerte en mi rincón como un animal en agonía, jadeaba, transpiraba, y tenía una sensación de angustia abominable. Iba a morir, tenía la absoluta seguridad.
Vi el rostro de Thomas aparecer en mi campo visual y precisarse un poco. Thomas estaba con el torso desnudo, pálido, cubierto de sudor. Dijo en un soplo: desnúdate. Me quedé estupefacto de no haberlo pensado antes. Me saqué la camisa y la camiseta. Thomas me ayudó. Por suerte no tenía puestas mis botas de equitación, porque aun con su ayuda no me las hubiera podido sacar. El más mínimo gesto me agotaba. Intenté tres veces antes de poder sacarme el pantalón y no lo conseguí sino gracias a Thomas. De nuevo, acercó su boca a mi oído y escuché:
– Termómetro… encima de la espita… setenta grados.
Lo oí con claridad, pero tardé un momento antes de darme cuenta que había comprobado por el termómetro colocado encima del tanque de agua que la temperatura en la bodega había subido de trece a más de setenta.
Me sentí aliviado. No estaba en tren de morirme de una enfermedad incomprensible, me moría de calor. Pero para mí la expresión no era más que una imagen. No me imaginé ni por un minuto que la temperatura podía seguir subiendo y hacerse mortal. Nada, en mi experiencia anterior, podía darme la idea que se pudiera, literalmente, morir de calor en una bodega.