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Abril de 1977: el último hito.

Cuando pienso hoy en esas pocas semanas de vida feliz que entonces nos quedaban, experimento un sentimiento angustioso de ironía al recordar que para los del ex Círculo y yo mismo, el asunto crucial del momento, la idea suprema, la empresa que nos apasionaba, el vasto e importante designio que habíamos concebido, consistía en derrocar a la municipalidad de Malejac (412 habitantes) e instalarnos en su lugar en la alcaldía. ¡Oh, éramos tan desinteresados! ¡No teníamos en vista más que el bien común! En abril, con la proximidad de las elecciones municipales, vivimos en el delirio. El 15 o 16, en todo caso un domingo por la mañana, convoqué a la oposición en casa en la gran sala estilo Renacimiento, ya que Paulat, el maestro, tenía escrúpulos -según decía- de que nos reuniéramos en los locales de la escuela.

Había acabado de amueblar esa sala, y estaba orgulloso de ella; caminando de un lado a otro, la contemplaba con alegría mientras esperaba a mis amigos. Rodeada de doce sillas de alto respaldo tapizado en tela de Hungría, una mesa conventual de ocho metros de largo ocupaba el centro. Entre los dos ajimeces, la pared estaba erizada de antiguas armas blancas. En la pared de enfrente la vitrina de los documentos había encontrado su lugar y flanqueándola, dos de las cómodas Luis XV rústico del Gran Hórreo, de las que Meyssonnier había reemplazado las patas y ajustado las puertas. Mathilde Meyssonnier las había lustrado con amor y su nogal cálido y oscuro me parecía muy lindo contra las piedras doradas de la pared. También brillaban las grandes baldosas de piedra, recién lavadas por la Menou. Y a pesar del sol que entraba en rayos oblicuos por los cristales coloreados, la Menou, que parecía pensar que "el fondo del aire está frío", pero juzgando, en realidad, que el fuego aumentaba la dignidad del decorado, había encendido dos grandes fogatas en las monumentales chimeneas que se enfrentaban.

Le había pedido a la Menou que tocara la campana del castillete de entrada cuando oyera que los del Círculo detenían sus autos en la playa de estacionamiento delante del primer recinto, y Momo, que estaba apostado como centinela en la maquinaria del segundo recinto, tenía orden de bajar la plataforma del puente levadizo sobre los fosos en el momento en que mis amigos aparecieran.

Estoy de acuerdo en que había un poco de teatro en estas disposiciones, pero después de todo, no era un castillo cualquiera ni eran unos amigos cualesquiera.

En cuanto oí la campana salí corriendo de la casa y subí a los saltos hasta la torrecita cuadrada donde Momo hacía girar la manija. Todo andaba a las mil maravillas, con un ruido sordo y dramático de cadenas bien engrasadas bajaban con una lentitud llena de majestad los ejes giratorios en el extremo de los cuales otras dos cadenas sostenían el puente. Un juego de poleas y de contrapesos facilitaba en la subida y frenaba en la bajada la operación, y Momo, con su cara seria, con su flaco cuerpo arqueado, retenía el brazo del cabrestante como yo le había enseñado para que muy lentamente el tablero se pusiera en contacto con el suelo.

Por una abertura cuadrada podía ver en el primer recinto a mis tres compañeros caminando a la par para recorrer los cincuenta metros que los separaban de los fosos, con la mirada levantada hacia nosotros. También ellos se movían con lentitud y en silencio, como si tuvieran conciencia de representar su papel en esta escena.

Había además en el aire una especie de solemne espera subrayada por los caballos que en los boxes mostraban a la misma altura una larga fila de cabezas sobresaliendo por arriba de sus puertas y que fijaban con aprensión sus lindos ojos sensibles sobre el puente levadizo al oír el chirriar de las cadenas.

Cuando el tablero estuvo en su lugar, bajé a abrir la puerta a mis compañeros, o más exactamente, la puertita que se abría en el batiente de la derecha de la grande.

– ¡A eso se llama una llegada! -dijo el pequeño Colin con su sonrisa en forma de góndola, mirándome con malicia en sus ojos brillantes.

El gran Peyssou, con la cara partida en una ancha sonrisa, admiró el calibre de los ejes giratorios, el grosor de las cadenas, la solidez del tablero claveteado de hierro. Meyssonnier no dijo nada. En su austero corazón de miembro del P.C., no había lugar para esas chiquilinadas.

Peyssou en seguida quiso trepar a la torrecita cuadrada y levantar él mismo el puente levadizo, lo que hizo en medio de un despliegue muscular completamente inútil, ya que el pequeño Colin, insistiendo en relevarlo a mitad de camino, terminó la operación sin ningún esfuerzo. Por supuesto, una vez levantado el tablero, hubo que bajarlo en seguida porque el señor Paulat no había llegado todavía. Pero aquí Momo intervino en términos enérgicos: mébouémdabéoneieu ! (¡Pero déjense de joder por Dios!) para retomar en sus manos la máquina. Meyssonnier nos había seguido, pero sin decir una palabra ni participar, asqueado de nuestro entusiasmo reaccionario por la arquitectura feudal.

En cuanto nos sentamos alrededor de la monumental mesa de la casa, Peyssou me preguntó por Birgitta y cuándo se dejaría ver de nuevo esa linda chica. En Pascua. ¿En Pascua? dijo el gran Peyssou. Y bueno, trata de no dejarla vagar por el bosque sobre un penco porque si me la encuentro no me sería ninguna molestia entablar conversación. Señorita, le diría, muy cortés, usted tiene un caballo que está perdiendo la herradura. Imposible, dice, muy asombrada, y se baja. Ah, sí, te imaginas, apenas en el suelo, me la tumbo y zas, en el pasto, con las botas. Ten cuidado con las espuelas, dice el pequeño Colin.

Nos reímos. Y hasta Meyssonnier sonríe. No porque esta broma sobre Birgitta sea novedosa, Peyssou la hace cada vez que nos encontramos. Ahora bien, Peyssou, a esta altura de la vida, era un cultivador de mediana edad, serio y que no engaña a su mujer. Pero sigue fiel a la idea que nos hicimos de él en los tiempos del Círculo y le agradecemos esta fidelidad.

La conversación tomó un giro más serio desde el momento en que el señor Paulat, mi sucesor en la escuela, hizo su aparición. Estaba vestido de negro, con las mejillas enjutas, de color bilioso, las palmas académicas en el ojal. Lo recibimos con cortesía, prueba de que no estaba integrado. En contraste con nuestro acento del sudoeste (que tira un poco hacia el centro), su acento agudo nos molestaba, y sobre todo su francés apagado, átono, sin sabor. Además, sabíamos muy bien que aunque estaba, en principio, asociado a nuestros esfuerzos, estaba a nuestro respecto lleno de reticencias y reservas mentales.

Por ejemplo a Meyssonnier le daba la mano con la punta de los dedos. Meyssonnier era miembro del P.C., y en tanto que tal, era el diablo. A cada instante amenazaba con establecer células para sus aliados, y arrancarles, a pesar de ellos, su alma (enamorada de libertades formales) en espera de eliminarlos físicamente en caso de victoria del Partido. Colin, un buen hombre, por cierto, era plomero; Peyssou, un cultivador ignorante y bastante tonto, y en cuanto a mí ¡dejar la escuela para criar caballos!

– Señores -dijo el señor Paulat- permítanme primeramente agradecer al señor Comte por haber tenido la gentileza de acordarnos su hospitalidad, porque estimaba en conciencia que la escuela, dependiendo de la alcaldía para su cuidado, no podía albergar nuestra reunión.

Se calló, satisfecho. Nosotros lo estábamos mucho menos. Porque todo nos pareció fuera de lugar en su discursito, tanto el tono como el contenido. El señor Paulat olvidaba un gran principio republicano: la escuela laica pertenecía a todos. Se podía entonces sospechar que el señor Paulat apoyaba a la oposición en secreto mientras conservaba en público buenas relaciones con el alcalde.

Yo miraba a mis compañeros mientras él hablaba. Meyssonnier inclinaba sobre la mesa su estrecha frente y su cara como filo de cuchillo. Sus ojos, muy juntos el uno al otro, eran invisibles, pero yo sabía exactamente lo que pensaba del de enfrente en ese preciso segundo.

Peyssou -lo leía en su cara de bueno-, no lo apreciaba tampoco. Tal como lo pensaba el señor Paulat no era, en efecto, muy inteligente y para nada instruido. Pero en mi opinión poseía una cualidad desconocida del señor Paulat: una sensibilidad que hacía las veces de fineza. El lado cabra y repollo del maestro no se le escapaba y por añadidura, se daba cuenta del poco caso que hacía de él. En cuanto al pequeño Colin, en el momento en que lo miré, sus ojos se pusieron a brillar.

Se hizo un silencio, del que el señor Paulat no entendió el significado, porque volvió a tomar la palabra.

– Estamos hoy aquí para discutir sobre recientes acontecimientos que han sucedido en Malejac y encarar una respuesta a esos acontecimientos. Pero antes, creo que sería conveniente precisar los hechos, porque en lo que me concierne, he escuchado dos versiones del asunto, y me gustaría mucho ponerme al corriente.

Habiéndose colocado así por encima de la contienda y arrogándose ventajosamente el papel de árbitro, el señor Paulat se calló, dejando a los otros el honor de comprometerse incriminando al alcalde. "Los otros" eran, evidentemente, Meyssonnier, a quien miró en forma significativa cuando dijo que sería conveniente precisar los hechos, como si la "versión" de Meyssonnier, por emanar de un comunista, no pudiera más que despertar a priori la desconfianza de un hombre honesto.

Meyssonnier comprendió todo eso. Pero había en su espíritu cierta rigidez a la que correspondía en su lenguaje una falta de flexibilidad. Y en su respuesta se reveló una rabia que casi pareció darle la razón al adversario.

– No hay dos versiones -dijo con tono arrogante- no hay más que una, y todo el mundo aquí la conoce. El alcalde, reaccionario empedernido, no ha tenido empacho en presentarse ante el obispado para que éste nombre un cura para Malejac. Respuesta del obispado: sí, pero con la condición de que ustedes restauren el presbiterio y le pongan agua corriente. Y el alcalde, de inmediato, ha obedecido las órdenes. Han cavado una zanja, traído el agua de una fuente e invertido una fuerte suma en el acondicionamiento de la casa. Y todo esto, bien entendido, a costillas nuestras.

El señor Paulat cerró a medias los ojos, y poniendo los codos sobre la mesa, apoyó unas contra otras las extremidades de sus dedos, pulgares incluidos. Habiendo colocado en su lugar ese símbolo de equilibrio y de mesura, lo balanceó de adelante hacia atrás y dijo con una equidad aplastante:

– Hasta ahora, no veo en eso nada condenable.

Se permitió una fina sonrisa sobre condenable para mostrar bien que no asumía del todo la responsabilidad de esa palabra clerical.

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