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Birgitta era una bávara coronada de cabellos de oro recogidos en casco alrededor de su cabeza, los ojos chiquitos y lavados, la cara bastante poco agraciada y la barbilla demasiado prominente. Pero el cuerpo era lindo, resplandeciente de salud. Sentada frente a mí y para nada cansada después del largo viaje, rosa y fresca como al salir de la cama, devoraba una después de otra unas lonjas de jamón crudo devorándome con los ojos. Todo era provocación: sus miradas, sus sonrisas, sus suspiros, la manera en que hacía bolitas con la miga de pan y en que estiraba su torso.

Recordando sus antiguas negativas, no sabía qué pensar, o más bien tenía miedo de pensar en cosas demasiado simples. Pero la Menou no tenía esos escrúpulos, y al fin de la comida, sin que un solo músculo de su cara flaca se moviera, dijo en dialecto mientras deslizaba en,el plato de Birgitta una buena tajada de torta, "la jaula no le basta, ahora quiere el pájaro".

Al día siguiente me encontré con Birgitta en La Maternidad. Estaba ocupada en hacer pasar por una trampa unos fardos de heno. Me dirigí hacia ella sin una palabra, la tomé en mis brazos (era tan alta como yo) y me puse de inmediato a palpar ese monumento de salud aria. Respondía a mis caricias con un entusiasmo que me sorprendió, porque la creía interesada.

Lo era de verdad, pero en dos frentes. Proseguí en mi empeño, pero fui interrumpido por Momo quien, viendo que no llegaban abajo los fardos de heno, subió la escalerilla, pasó su hirsuta cabeza por la trampa y se puso a reír mientras gritaba Memima, Emamouel ! Luego desapareció y lo oí correr hacia el castillete de entrada, probablemente para prevenir a su madre del giro de los acontecimientos.

Del fardo de heno en el que había caído, Birgitta se incorporó, con su casco de oro apenas deshecho, me miró con sus ojitos fríos y dijo en su laborioso y gramatical francés:

– Nunca me daré a un hombre que tiene las ideas que usted tiene sobre el matrimonio.

– Mi tío tenía las mismas -le dije cuando me repuse de la sorpresa.

– No es la misma cosa -dijo Birgitta dando vuelta la cara con pudor-. Su tío era viejo.

Yo estaba pues en edad de casarme con ella. Miré a Birgitta y me reí en silencio de su simplicidad.

– No tengo la intención de casarme -dije con firmeza.

– Ni yo -dijo ella- la intención de entregarme a usted.

No recogí el guante. Pero para demostrarle el poco caso que hacía de esas especulaciones abstractas, seguí acariciándola. Enseguida sus rasgos se ablandaron y se dejó hacer.

Durante los días que siguieron tampoco traté de persuadirla. Pero la acariciaba cada vez que conseguía poner la mano sobre ella, y me daba cuenta que se prestaba a eso porque tales ocasiones tenían tendencia a multiplicarse. A pesar de todo, hicieron falta tres largas semanas para que abandonara su proyecto número uno y se concentrara en su proyecto número dos. Y aun así, no fue una derrota vivida en la anarquía sino una retirada metódicamente ejecutada, según un horario, conforme a un plan.

Una noche que fui a encontrarme con ella en su habitación (en eso estábamos), me dijo:

– Mañana, Emanuel, me entregaré a ti.

Rápidamente le dije:

– ¿Por qué no ahora?

No había previsto este pedido y pareció sorprendida e incluso tentada. Pero su fidelidad al plan ganó.

– Mañana -dijo con firmeza.

– ¿A qué hora? -dije con ironía.

Pero Birgitta no percibió la ironía, y respondió con seriedad:

– A la hora de la siesta.

Fue a partir de esa siesta (era en julio de 1976 y hacía mucho calor) cuando instalé a Birgitta en la pieza del torreón al lado de la mía.

Birgitta estaba encantada con esta cohabitación. Venía a meterse en mi cama a la madrugada, a las dos durante la siesta y a la noche hasta muy tarde. Yo estaba contento de recibirla, pero bastante contento también cuando ella se indispuso: pude al fin dormir a pata suelta.

Era esa simplicidad lo que yo encontraba de calmante en Birgitta. Reclamaba la voluptuosidad como un chico pide una masita. Y cuando la había obtenido, cortésmente me decía gracias. Sobre todo insistía en el placer que le daban mis caricias (¡Ach! ¡Tus manos, Emanuel!) Me llamaba la atención esa gratitud,, porque no le hacía nada de extraordinario, y tampoco veía que tuviera tanto mérito en palparla.

Lo que sobre todo me parecía refrescante era que aparte de mis manos, mi sexo y mi billetera, yo no existía para ella. Y digo mi billetera, porque cuando íbamos a la ciudad, ella se detenía frente a las vidrieras de "fantasías", como decía mi tío, y con sus ojitos un poco porcinos, agrandados por la codicia me señalaba sus elegidas.

Hasta las gentes simples tienen su complejidad. Birgitta no era inteligente, pero comprendía muy bien mi carácter y, sin ser fina, tenía gusto. Así pues, sabía el preciso momento en que debía abandonar sus exigencias y lo que compraba nunca era feo.

Al principio, había tenido mis dudas sobre su ser moral. Pero muy rápidamente me di cuenta que mis investigaciones no tenían objeto. Birgitta no era ni buena ni mala. Era. Después de todo, eso era suficiente. Me gustaba por partida doble: cuando la apretaba entre mis brazos y, también, cuando la dejaba porque me olvidaba de ella en seguida.

Cuando llegó el fin de agosto y le pedí a Birgitta que se quedara una semana más, a mi gran sorpresa, se negó.

– Están mis padres -me dijo.

– De tus padres te importa un cuerno.

– ¡Oh! – dijo Birgitta chocada.

– No les escribes nunca.

– Es porque soy perezosa para escribir.

No lo era de ninguna manera como se demostrará más adelante. Pero una fecha, es una fecha. Y un plan, es un plan. Su partida quedó pues fijada para el 31 de agosto.

En los últimos días Birgitta se tornó melancólica. Era querida en Malevil. El otro muchachito que ayudaba en los servicios domésticos la festejaba. Mis dos ayudantes, sobre todo Germain, admiraban su tamaño. Momo, con sus dos manos en los bolsillos, se babeaba cuando la miraba. Y hasta la Menou, si dejamos de lado su profunda hostilidad, por principio, al desenfreno sexual, le tenía estima. Es una muchacha fuerte y tiene "buen rismo" en el trabajo.

En cuanto a Birgitta le gustaba estar con nosotros. Le gustaba nuestro sol, nuestra cocina, nuestros vinos, nuestras fantasías y mis caricias. Me pongo en último término, pero no sé el lugar que ocupaba yo dentro de la jerarquía de las cosas buenas. Pero estas, de todos modos, no le hacían perder el sentido de los valores. No confundir: de un lado, el paraíso francés y del otro, su porvenir alemán. Y por algún lado, un Doktor de algo que le pediría su mano.

El 23 de agosto fue domingo y Birgitta, que no era mujer de hacer sus valijas al último minuto, empezó a ordenar sus cosas. Pero conoció un momento de locura: acababa de darse cuenta de que no tendría suficiente sitio en sus valijas para llevarse todos mis regalos. Domingo, lunes, los negocios estaban cerrados. Habría que esperar hasta el martes, es decir “el último minuto” -cosa horrible- para comprar una valija.

La saqué de sus angustias dándole una de las mías. Y gracias a su insistente pedido, sobre un papel amarillo cualquiera, el que me cayó en las manos, escribí de mi puño y letra la descripción que yo le había hecho, la noche anterior, en el restaurante, de las caricias que iba a prodigarle cuando volviera a Malevil. Terminada mi narración, se la llevé. Aunque su valor literario fuera muy relativo, leyó el texto con los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Me prometió, que cuando estuviera en Alemania, lo releería una vez por semana, en su cama. Yo no había exigido de ella tal promesa. Me la hizo por su cuenta derramando una lágrima y entrojando con prolijidad mi hoja amarilla entre sus otros regalos en el botín que se llevaba.

Birgitta no pudo volver para Navidad y me sentí mucho más decepcionado de lo que hubiera creído. De todas maneras, Navidad nunca fue un buen momento para mí. Peyssou, Colin y Meyssonnier la festejaban con su familia. Yo me quedaba solo con mis caballos. Y Malevil, durante el invierno, pese a todas las comodidades con que lo había dotado, no era muy confortable. Salvo, quizá, para una joven pareja que hubiera sentido calor entre sus grandes murallas y las hubiera encontrado románticas.

No dije una palabra de mi mal humor, pero la Menou lo presintió mientras comíamos durante una fría mañana de nieve, y entonces mi celibato fue el tema de uno de sus largos monólogos murmurados de los que yo, después de mi tío, había resultado beneficiario.

¡Todas las oportunidades que había perdido! Y en particular, a la Inés. Que se había encontrado con ella, con la Inés, esa mañana, en lo de Adelaida, dado que había venido a pasar las fiestas con sus padres en Malejac, y que por supuesto había preguntado por mí, la Inés, por más casada que estuviera con su librero de La Roque. La Inés era una muchacha sólida, me hubiera sido muy útil. En fin. No había que perder las esperanzas. Ya aparecerían otras oportunidades. En el mismo Malejac, vamos, todas esas jóvenes. Que podía elegir cuando se me ocurriera, a pesar de mi edad, en vista de que ahora era rico y todavía buen mozo, y si había que hacerlo mejor era casarse con una muchacha de su país y no con una alemana. Es verdad que Birgitta tenía "buen rismo" en el trabajo, pero no se puede decir de los alemanes que sea gente que se sepa quedar en su lugar. Y la prueba, tres veces nos han invadido. Y aunque mi francesa no fuera tan bien como la alemana, después de todo el matrimonio no era tanto por el gusto que daba como por los hijos, y de qué me servía trabajar tanto, si a Malevil no se lo iba a dejar a nadie.

Durante los meses que siguieron no tuve mujer, pero por lo menos encontré un amigo. Tenía veinticinco años, se llamaba Thomas le Coultre. Me encontré con él en uno de los bosques de las Siete Hayas, en blue-jean con una enorme moto Honda a su lado, y las rodillas sucias de tierra. Estaba dando unos suaves martillazos a una piedra. Me enteré que estaba preparando una tesis del tercer curso sobre piedras. Lo invité a Malevil, le presté dos o tres veces el contador Geiger del tío, y cuando me dijo que estaba muy a disgusto en una pensión familiar en La Roque, le propuse una pieza en el castillo. Aceptó. Desde entonces no me dejó nunca más.

Thomas me gusta por el rigor de sus ideas, y aunque su pasión por las piedras me resulta opaca, me gusta la transparencia de su carácter. Me gusta también su físico: Thomas es lindo, y lo que es mejor, no lo sabe. Tiene no sólo los rasgos, sino también la fisonomía serena y seria de una estatua griega y casi su inmovilidad.

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