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Falvina está anegada: chorrea por todas partes, como manteca de cerdo al sol. No se atreve a acercarse, acordándose de mi desaire de la víspera. Y yo, yendo hacia ella, le doy un corto y generoso besote, tan contento me siento de encontrarme en Malevil, en el seno de la comunidad, en nuestro capullo familiar.

– Seis de baja y dos de prisioneros -dice el pequeño Colin caminando a grandes pasos, con la mano sobre su estuche.

– ¡Cuenta, Emanuel! -dice Peyssou.

Levanto los dos brazos mientras sigo caminando.

– ¡No tengo tiempo! Volvemos a partir inmediatamente. Contigo, precisamente, con Thomas y con Jacquet. Colin se queda y toma el mando de Malevil. ¿Han comido? -digo dándome vuelta hacia Peyssou.

– Se hizo necesario -dice Peyssou como si yo se lo reprochase.

– Han hecho bien. Menou, prepara siete emparedados.

– ¿Siete? ¿Por qué siete? -dice la Menou ya erizada.

– Colin, yo, Hervé, Mauricio, Meyssonnier, y los dos prisioneros.

– ¡Los prisioneros! -dice Menou- ¡me imagino que encima no vas a darle de comer a esa ralea!

Jacquet enrojece, como cada vez que se alude a la condición que fue la suya.

– Haz lo que te digo. Jacquet, tú atas a Malabar a la carreta. Nada de caballos, solamente la carreta. Evelina, tú desensillas las yeguas con Cati. Yo me voy a lavar un poco la cara.

Hago más que lavarme la cara. Me ducho, me lavo la cabeza y me afeito. Todo muy rápido. Y ya que estoy, en previsión de mi entrada a La Roque, hago algunas concesiones. Me saco la vieja bombacha y las botas deslucidas que no me he sacado desde el día del acontecimiento, y las reemplazo por mi bombacha blanca de los concursos hípicos, botas nuevas o casi y una camisa blanca con cuello volcado. Estoy inmaculado y centelleante cuando aparezco en el primer recinto. La conmoción es tal que Evelina y Cati salen de la Maternidad, rasquetas y estropajos en la mano. Miette se precipita y manifiesta con señas su admiración. Se agarra primero una mecha de pelo y la mejilla (tengo el pelo limpio y el cuero bien afeitado). Pellizca su blusa con una mano, abre y cierra la otra mano varias veces (qué linda camisa centelleante de blancura). Pone sus dos manos en la cintura y la aprieta (mi pantalón de montar me adelgaza) y hasta (gesto viril indescriptible) me sienta muy bien. En cuanto a las botas, abre y cierra las manos varias veces: ese gesto, que simboliza los rayos del sol, quiere decir que mis botas brillan, como también (ver más arriba) mi camisa. Por fin, junta los dedos de la mano derecha contra el pulgar y se los lleva a sus labios varias veces (¡qué lindo eres, Emanuel!) y por fin, me besa.

También por el lado masculino, estoy agobiado por las pullas. Apuro el paso. Me aguanto sin embargo unas cuantas. Peyssou, especialmente con el paquete de sandwiches bajo el brazo me sigue diciéndome que tan de punta en blanco como estoy, tengo todo el aspecto de ir a hacer mi primera comunión.

– ¡De veras -dice Cati-, si te hubiera visto así en La Roque, no sería con Thomas con quien me hubiera casado, hubiera sido contigo!

– ¡Me escapé arañando! -dije yo de buen humor, saltando a la carreta y aprestándome a sentarme.

– ¡Espera!, ¡espera! -dice Jacquet, corriendo con una bolsa vieja bajo el brazo. La dobla en dos y la pone en mi lugar para que no me ensucie con el contacto del banco. La alegría se hace general y le sonrío a Jacquet para darle aplomo.

Colin, que al principio se había mezclado a las risas, se mantiene alejado, y pone cara triste. Me acuerdo de golpe, mientras Malabar arranca en la ZDA que yo estaba vestido como lo estoy hoy cuando, una semana antes del día del acontecimiento, a la salida de un concurso hípico lo invité al restaurante con su esposa. Muy cerca el uno del otro después de quince años de matrimonio, se agarraban las manos debajo de la mesa mientras yo ordenaba el menú. Fue durante esa comida cuando me confió su preocupación por Nicolasa (10 años) que tenía una angina por mes y por Didier (12 años), que andaba mal en ortografía. Y ahora, todo eso está convertido en cenizas, encerrado en una cajita, junto con lo que queda de la familia Peyssou y de la familia Meyssonnier.

– Colin -digo con voz fuerte-, no vale la pena que me esperes. Tú les contarás. Una sola consigna: no salir de Malevil en nuestra ausencia. El resto, bajo tus órdenes.

Parece como si despertase, y me hace una seña con la mano, pero se queda en el mismo lugar mientras corren al lado de la carreta, Evelina, Cati y Miette por el camino de Malevil, después de pasados los desvencijados batientes de la empalizada. Entre el ruido de los cascos de Malabar y el rechinar de las ruedas, le grito a Miette que cuide mucho a Colin que tiene morriña.

Jacquet, parado, tiene las riendas en la mano. Thomas está sentado a mi lado. Peyssou en frente con sus largas piernas tocando casi las mías.

– Voy a enseñarte algo que te va a dejar pasmado -dice Thomas-. He examinado los papeles de Vilmain. ¡No era oficial, para nada, era tenedor de libros!

Me río, pero Thomas se queda impasible. No ve en esto nada de gracioso. Que Vilmain haya mentido sobre su identidad le parece que abulta sus crímenes. A mí no. Tampoco estoy muy asombrado. Varias veces, de acuerdo a los cuentos de Hervé, me pareció que Vilmain exageraba, que su lenguaje forzaba la nota. ¡Pero cuando pienso en eso! Un falso sacerdote, un falso paracaidista. ¡Qué de impostores! ¿Es acaso la nueva época que se merece esto?

Thomas me tiende la tarjeta profesional, la miro de reojo, la deslizo en mi cartera y a mi vez cuento la intervención de Fulbert en los peligros que hemos corrido. Peyssou invectiva. Y Thomas aprieta los dientes sin decir una palabra.

En el lugar de la emboscada, encontramos a Meyssonnier, Hervé, Mauricio y los prisioneros. Los cargamos, lo mismo que los fusiles, el bazooka, las municiones y la bicicleta. Nueve hombres, es bastante peso, hasta para nuestro Malabar, y en las subidas un poco abruptas, menos Jacquet, bajamos todos para aliviarlo. Aprovecho eso para explicar mi plan.

– Primero, una pregunta, Burg. ¿A ti o a Jeannet, las gentes de La Roque tienen algo que reprocharles?

– ¿Y qué tendría que reprocharnos? -dice Burg con una pizca de indignación.

– No sé. Brutalidades, "extralimitaciones".

– Te voy a decir -dice Burg-, reluciendo de virtudes. Ser brutal, no es mi estilo, ni la de Jeannet. Y para el resto, también te lo voy a decir -agrega con una brusca explosión de sinceridad-, no tenía ningún derecho. Una suposición que yo me hubiera querido "extralimitar", me hubiera hecho castigar por los antiguos.

Con una oreja, oigo a Peyssou a mi espalda, preguntarle a Meyssonnier lo que quiere decir, "extralimitarse".

Yo prosigo:

– Otra pregunta: ¿en La Roque la puerta sur está vigilada?

– Sí -dice Jeannet-, Vilmain ha encajado de guardia a un muchacho de La Roque llamado Fabre, Fabre y algo.

– ¿Fabrelâtre?

– Sí.

– ¿Qué? ¿Qué? -dice Peyssou que se acerca al oírme reír.

Se lo repito. Se ríe a su vez.

– ¿Y le han dado un fusil, a Fabrelâtre?

– Sí.

Las risas redoblan. Yo prosigo:

– No hay problema. Llegando a La Roque, sólo se mostrarán Burg y Jeannet. Se hacen abrir. Nosotros desarmamos a Fabrelâtre y Jacquet lo cuida al mismo tiempo que a Malabar.

Hago una pausa.

– Y es aquí donde la farsa comienza -digo, guiñando el ojo a Burg con aire sonriente.

Me devuelve la sonrisa. Está maravillado de esta complicidad que establezco entre él y yo. Es de buen augurio para el porvenir. Más todavía cuando me interrumpo para abrir el paquete traído por Peyssou y del que distribuyo los emparedados. Burg y Jeannet están maravillados con la hogaza, sobre todo Burg en su calidad de cocinero.

– ¿Es usted el que cocina este pan? -dice Burg con respeto.

– ¡Y entonces! -dice Peyssou-. Sabemos hacer de todo, en Malevil, de panadero, de albañil, de carpintero, de plomero. Y también tenemos a Emanuel que hace muy bien de cura. Yo soy el albañil -agrega con modestia.

No va a hablar, por supuesto, de la elevación de la muralla, pero veo muy bien que lo piensa y que le calienta el corazón poder legar esa obra maestra a los siglos venideros.

– Lo que hay, es la levadura -dice Jacquet mezclándose en la conversación desde lo alto de la carreta. Tenemos más bien de más.

– Está lleno en el castillo de La Roque -dice Burg, contento de prestarnos un servicio.

Muerde con sus fuertes dientes blancos el emparedado mientras piensa que la casa es buena.

– Este es el plan -digo-. Una vez que neutralizamos a Fabrelâtre, Burg y Hervé entran solos en La Roque, con el arma al hombro. Van a buscar a Fulbert y le dicen: Vilmain ha tomado Malevil. Han capturado a Emanuel Comte y te lo mandan. Debes juzgarlo inmediatamente en presencia de todos los larroquenses reunidos en la capilla.

Las reacciones son diversas: Peyssou, Hervé, Mauricio y los dos prisioneros se divierten. Meyssonnier me interroga con la mirada. Thomas desaprueba. Jacquet se da vuelta en la carreta y me mira, tiene miedo por mí.

Yo prosigo:

– Ustedes se aseguran de que esté todo el mundo reunido en la capilla, y vienen a buscarme a la puerta sur. Yo aparezco entonces solo y sin armas, rodeado de Burg, Jeannet, Hervé y Mauricio, con los fusiles al hombro. Y el proceso comienza. Hervé, ya que eres tú el portavoz de Vilmain, deberás permitir que me defienda y dejar hablar a los larroquenses que quieran intervenir.

– ¿Y nosotros, entonces? -dice Peyssou, desconsolado por perderse el espectáculo.

– Ustedes intervendrán al final, cuando Mauricio vaya a buscarlos. Vendrán los cuatro y traerán a Fabrelâtre con ustedes. ¿Has pensado en el cabestro para Malabar, Jacquet?

– Sí -dice Jacquet, con la mirada cargada de aprensión.

Prosigo:

– He elegido a Burg porque en su calidad de cocinero, es conocido por Fulbert y he elegido a Hervé por su talento de actor. Hervé será el único que hablará. Así estarán seguros de no contradecirse.

Un silencio. Hervé acaricia con aire competente su barba en punta. Me doy cuenta que ya está ensayando su personaje.

– Pueden volver a subir, ahora -dice Jacquet deteniendo a Malabar.

– Ustedes, váyanse -digo haciendo un gesto con los brazos que comprende a los nuevos y a los prisioneros-. Tengo que hablar con mis compañeros.

Observo que Thomas tiene un absceso en formación y quiero reventarlo antes que se hinche. Dejo que la carreta se aleje una decena de metros. Thomas está a mi izquierda, Meyssonnier a mi derecha. Peyssou a la derecha de Meyssonnier. Caminamos en una sola fila.

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