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Me doy vuelta hacia Mauricio y le digo en voz baja:

– ¿Esos dos tipos, quiénes son?

– El pequeño calvo con la panza, es Burg, el cocinero. El flaco es Jeannet, el asistente de Vilmain.

– ¿Nuevos?

– Sí, los dos.

Grito con voz fuerte sin mostrarme:

– Aquí Emanuel Comte, abate de Malevil. ¡Burg! ¡Jeannet! Recojan los fusiles de sus camaradas y pónganlos contra el cartel.

Despavoridos y petrificados, con las manos temblando en la punta de sus brazos, dos muchachos jóvenes, lívidos bajo su bronceado. Se sobresaltan violentamente cuando me oyen. Levantan la cabeza. En los dos taludes que, de uno y otro lado encajonan la ruta, ni una hoja se mueve. Miran para todos lados, desesperados. Hasta miran el cartel, como si mi voz hubiera podido salir del texto. ¡Yo estoy aquí, cuando ellos vienen de sitiarme en Malevil! ¡Y los llamo por su nombre!

Obedecen con lentitud y gesto dubitativo. Algunas armas están inmovilizadas bajo el cuerpo de sus dueños y deben, para recuperarlas, manipular con los cadáveres. Noto que lo hacen con mucha dulzura y que evitan también pisar la sangre de los muertos.

Cuando han terminado, silbo de nuevo tres veces. Me dejo deslizar por el talud y aterrizo sobre la ruta, seguido por Mauricio.

Digo con voz breve: "manos a la nuca", los prisioneros obedecen. Veo que Meyssonnier, metódicamente se asegura de que los cinco muertos estén bien muertos. Se lo agradezco. No es una tarea que me hubiera gustado asumir. Nadie dice palabra. Aunque traspire mucho, mis piernas están frías y entumecidas. Doy algunos pasos en la ruta. No voy muy lejos. Sangre por todos lados. La miro, respiro su olor a la vez soso y fuerte. Su rojo me parece más luminoso sobre el gris azulado de la ruta. Pero sé que no va a tardar mucho en empañarse y ennegrecer. Incomprensible raza humana. Esa preciosa sangre que, en el mundo de antes, se dividía en grupos, que se coleccionaba y que se guardaba mientras que en otras partes, al mismo tiempo, se la derramaba profusamente sobre el suelo. Miro a esos jóvenes muertos. Sobre los charcos en los que están acostados, ni una mosca, ni un moscardón. Una linda sangre roja desparramada, inútil a todos, hasta para los insectos.

– Señor Abate -dice de golpe el prisionero flaco.

– Deja de decir señor Abate.

– ¿Puedo bajar las manos? Tiene que excusarme, estoy por vomitar.

– Anda, muchacho.

Llega titubeando al costado del camino, se desploma sobre las rodillas, con los dos brazos extendidos apoyados en el suelo. Veo su espalda sacudida por las arcadas y me siento yo mismo pasablemente nauseoso. Me sacudo.

– Hervé, recuperarás la bicicleta y el bazooka. Y asegúrate que Feyrac esté bien muerto.

Me doy vuelta hacia los prisioneros, les digo que bajen las manos y los hago sentar. Tienen mucha necesidad de estar sentados. El pequeño calvo con la barriga es Burg, el cocinero. Ojos negros muy vivos, con aire astuto. El desmadejado, cuyos nervios no aguantan el golpe, es Jeannet. Me consideran los dos con un respeto supersticioso.

Me entero de muchas cosas. Armand ha muerto ayer a la mañana de la cuchillada que recibió. Apenas instalado en el castillo, Vilmain ha echado a Josefa: no quería que lo sirviera una mujer. Burg hacía la cocina y Jeannet servía la mesa. Cuando llegó Vilmain, Gazel también dejó el castillo, pero por su propia voluntad. Estaba indignado con el asesinato de Lanouaille.

No lo puedo creer. Les hago repetir esa información. ¡Bravo por ese payaso asexuado! ¿Quién hubiera podido prever que demostraría tanto coraje?

– No era solamente por el carnicero -dice Burg-. También pasaba que Gazel no aprobaba las "extralimitaciones".

– ¿Las "extralimitaciones"?

– Bueno, las violaciones -dice Burg. Era así como él las llamaba.

Hervé vuelve, empujando la bicicleta en la que el bazooka está atado. Sobre su barbita negra, sus mejillas están pálidas, sus rasgos tirantes. Apoya la bicicleta sobre el declive, se despoja de uno de los dos fusiles que lleva y se acerca:

– Feyrac no está muerto -dice con voz sin timbre-. Sufre mucho. Me pidió agua.

– ¿Entonces?

– ¿Qué hago?

Lo miro.

– Es muy simple. Tomas el auto, te vas a telefonear a Malejac, llamas a la clínica y pides una ambulancia. Y el domingo próximo le llevaremos naranjas.

Cosa extraña, a pesar de lo furioso que estoy, a medida que voy pronunciando esas palabras de antaño, la tristeza me envuelve.

Hervé baja la cabeza y con la punta del zapato rasca el alquitrán de la ruta.

– Eso no me gusta nada -dice con voz ahogada.

Mauricio se acerca.

– Puedo ir yo -dice mirándome con sus ojos negros brillando en las ranuras de sus párpados. No ha olvidado nada él. Ni su amigote René, ni Curcejac.

– Voy yo -dice Hervé con aire de despertarse.

Hace resbalar de su hombro la correa de su fusil y se aleja a un paso que poco a poco se reafirma. Sé muy bien lo que ha pasado: Feyrac le ha pedido de beber. Desde ese instante, el reflejo intrínseco del animal humano ha jugado. Feyrac se volvía tabú.

Me doy vuelta hacia los prisioneros.

– Prosigamos, Armand está muerto, Josefa echada. Gazel se ha ido. ¿Y entonces, en el castillo, quién quedaba?

– Bueno, Fulbert -dice Burg.

– ¿Y Fulbert comía en la misma mesa que Vilmain?

– Sí.

– ¿A pesar del asesinato de Lanouaille? ¿A pesar de las "extra-limitaciones"? Tú, Jeannet, tú que servías la mesa…

– El Fulbert -dice Jeannet- estaba sentado entre Vilmain y Bebella, y todo lo que yo puedo decir, es que no se quedaba atrás para beber, para comer y para bromear.

– ¿Bromeaba?

– Sobre todo con Vilmain. Eran muy amigotes, esos dos.

Todo esto me da una visión enteramente nueva. No solamente a mí. Veo que Colin para la oreja y que la cara de Meyssonnier se endurece.

– Escucha, Jeannet, te voy a preguntar sobre algo muy importante. Trata de responder la pura verdad. Y sobre todo, di únicamente lo que sabes.

– Te escucho.

– ¿Te parece a ti que fue Fulbert el que empujó a Vilmain a atacar Malevil?

– ¡Ah, eso sí! -dice Jeannet sin dudar-. ¡Vi muy bien su juego!

– ¿Ejemplo?

– Siempre repitiendo que Malevil era una fortaleza así y que Malevil era rica a reventar.

"A reventar" está bien dicho. Y para Fulbert, doble ventaja: se deshacía de la tutela de Vilmain en La Roque y nos extirpaba de Malevil. Por desgracia, su complicidad activa con el asesino Vilmain queda difícil de probar, ya que ningún larroquense asistía a las comidas en donde ellos "amigoteaban".

Una detonación restalla, que me parece muy fuerte y que extrañamente, me alivia. Leo el mismo alivio en Meyssonnier, en Colin, en Mauricio y también en los prisioneros. ¿Será porque se sienten más seguros ahora que el último de los Feyrac ha muerto?

Hervé vuelve. Trae en la mano un cinturón al cual está atado un revólver con su estuche.

– Es el de Vilmain -dice Burg-. Feyrac lo recuperó antes de ordenar la retirada.

Tomo el arma de ese militarote. No tengo ninguna gana de usarla. Tampoco Meyssonnier, al que consulto con la mirada. Por el contrario sé de alguien a quien esta pistola va a colmar de alegría.

– Te pertenece, Colin. Tú eres el que ha matado a Feyrac.

Con las mejillas encendidas, Colin cierra virilmente alrededor de su talle delgado el cinturón de la pistola. Me doy cuenta que Mauricio sonríe y que sus ojos de jade brillan con malicia. En ese momento, no sé todavía quién es el que ha matado a Vilmain. Y cuando me entero, le estoy agradecido por su silencio y por su gentileza.

Digo con voz breve:

– Los prisioneros van a registrar los muertos y reunir las municiones. Me vuelvo a Malevil. Voy a buscar la carreta. Colin viene conmigo. Y Meyssonnier se queda para dirigir el registro.

Sin esperar a Colin, trepo el talud y desde el momento que quedo fuera de la vista, devorado por la maleza, me pongo a correr. Llego al claro. Evelina está allí, con su cabeza apenas al nivel del lomo de Amaranta. Sus ojos azules se fijan sobre mí con una felicidad que me turba. Se echa en mis brazos y la estrecho bien fuerte, muy fuerte, contra mí. No decimos nada. Sabemos que ninguno de los dos sería capaz de sobrevivir al otro.

Un crujido de ramitas y un rumor de hojas aplastadas. Es Colin. Me desprendo y digo a Evelina: tú montas a Morgane. La miro otra vez y le sonrío. Breves, pero intensos son nuestros momentos de alegría.

Me subo a la montura y la dejo que haga sola lo mismo, lo que a pesar de su pequeña estatura, hace muy rápido y muy bien, con una agilidad que admiro, desdeñando encaramarse sobre un tronco próximo para disminuir la distancia al estribo, y sin siquiera aprovechar la pendiente como hace Colin. Es verdad que está recubierto de armas, el fusil 36, el arco, el carcaj que se fabricó en la cintura, la pistola de Vilmain y como collar mis gemelos que ha "olvidado" devolverme. Como la maleza es tupida en este lugar, al principio me pongo al paso para cuidar el arco de Colin, Morgane me sigue, con su cabeza casi sobre la grupa de Amaranta, pero Amaranta, cruel con las gallinas, no patea a sus compañeras. Como mucho las mordisquea un poco en el cuello para señalar su dominio. Siento en mi espalda los ojos de Evelina. Me doy vuelta sobre mi silla y leo en su mirada una interrogación. Digo:

– Hemos hecho dos prisioneros.

Después de esto, me pongo al galope. En las inmediaciones de Malevil, Peyssou, que al principio no veo porque está aplastado contra la parte baja de la ruta, en el puesto de avanzada, surge con cara ansiosa. Le grito: ¡Todos indemnes! Y entonces aúlla de júbilo blandiendo su fusil. Amaranta, sorprendida, pega una espantada. Morgane la imita y Melusina da un pequeño salto que desubica a Colin de la silla y lo pone a horcajadas del cuello, de donde se agarra con las dos manos de las crines. Por suerte, Melusina se detiene al ver a las otras dos yeguas detenidas, y Colin puede retroceder, lo que hace de una manera muy cómica, con sus nalgas tanteando para atrás, la perilla para izarse y recaer sobre la silla. Nos reímos.

– ¡Pedazo de estúpido! -dice Colin- ¡fíjate lo que casi me haces!

– ¡Bueno, hay que ver! -dice Peyssou con la cara hundida- ¡me creía que sabías montar, yo!

Me río tanto que prefiero bajarme. Es una risa pueril que me remonta a treinta años atrás, como me remontan los empujones y los puñetazos de Peyssou quien, desde el momento en que estoy a su alcance, se abate sobre mí como un dogo grandote que desconoce su fuerza. Yo también lo insulto, porque me hace mal, el sinvergüenza, con sus enormes manazas. Por suerte, me arrancan a su afecto Cati y Miette que se han precipitado hacia mí por el camino. Reconocí tu risa, dice Cati. ¡Desde la muralla, la reconocí! Me da un abrazo cariñoso. Este sí que es más dulce, hasta suave. En cuanto a Miette, se deshace. Mi pobre Emanuel, dice la Menou algunos instantes más tarde frotando sus labios secos en mi mejilla. Me dice "pobre" como si ya estuviese muerto. Jacquet me mira sin una palabra, con el pico al extremo de su brazo con el cual cava una fosa para los cuatro enemigos muertos, y Thomas, aparentemente impasible, me dice: He recuperado los zapatos, todavía están buenos. He abierto una sección especial en el almacén.

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