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Y salió del salón sin atender a los aspavientos de su marido, que parecía haberse quedado mudo. Oímos su taconeo por el pasillo y un portazo iracundo.

– Se ha metido en el baño -me informó el atribulado dentista-. Siempre hace lo mismo cuando le da la histeria.

Yo, que tengo por norma no entrometerme en los asuntos maritales del prójimo, me levanté para irme, pero el dentista me agarró con las dos manos del brazo y me obligó a sentarme. Se oyó correr un grifo.

– Usted -me dijo- es un hombre. Usted me comprenderá. Las mujeres son así: se les da todo hecho y se quejan; se les da cuerda y se vuelven a quejar. Sobre nosotros recaen todas las responsabilidades, nosotros hemos de tomar todas las decisiones. Ellas juzgan: que la cosa sale bien, vaya y pase; que sale mal: eres un calzonazos. Sus madres les llenaron la cabeza de fantasías, todas se creen que son Grace Kelly. Pero, claro, usted no entiende lo que le estoy diciendo. Usted pone cara de a mí qué más me da. Usted, por su apariencia, pertenece a esa ciase feliz a la que también se le da todo mascado. No tienen ustedes de qué preocuparse: ni mandan a sus hijos a la escuela ni los llevan al médico ni tienen que vestirlos ni darles de comer: los sueltan desnudos a la calle y allá te las compongas. Les da lo mismo tener uno que cuarenta. Visten de harapos, viven hacinados como bestias, no frecuentan espectáculos ni distinguen entre un solomillo y una rata chafada. Las crisis económicas no les afectan. Sin gastos que atender, pueden destinar todos sus ingresos a degradarse y, ¿quién les pide luego cuentas? Si el dinero no les basta, hacen huelga y esperan a que el Estado les saque las castañas del fuego. Se hacen viejos y, como no han sabido ahorrar un duro, se echan en brazos de la segundad social. Y, mientras tanto, ¿quién permite el desarrollo?, ¿quién paga los impuestos?, ¿quién mantiene la casa en orden? ¿No lo sabe? ¡Nosotros, señor mío, los dentistas!

Le dije que tenía mucha razón, di las buenas noches y salí, porque se hacía tarde y me quedaban aún algunas incógnitas por despejar. Al recorrer de nuevo el pasillo hacia la puerta, percibí un chapoteo proveniente de lo que deduje sería el cuarto de baño.

En la calle, los taxis brillaban por su ausencia y con los transportes públicos no había que contar. Emprendí un trotecillo ligero y llegué calado hasta los huesos al bar de la calle Escudillers donde había dado cita a Mercedes, a la que encontré rodeada de trasnochadores que se la querían ligar. La pobre chica, que no en vano venía de un pueblo decente, estaba aterrorizada ante tanta insolencia, pero fingió un divertido desparpajo cuando me vio entrar. Un fulano cuya camisa desabotonada dejaba entrever pelarros y tatuajes me miró con ojos enrojecidos y provocadores.

– Podíamos haber quedado en Sándor -me recriminó Mercedes.

– No se me ha ocurrido -dije yo.

– ¿Es éste tu maromo, macha? -preguntó el matón de la camisa reveladora.

– Mi novio -dijo Mercedes imprudentemente.

– Pues voy a hacer con él croquetas Findus -se jactó el perdonavidas.

Y cogiendo por el gollete una botella de vino vacía, la estrelló contra el mostrador de mármol, clavándose en la mano los cristales y sangrando con profusión.

– ¡Mierda! -exclamó-. En las películas siempre sale bien.

– Son botellas de pega -dije yo-. ¿Me permite que le vea la mano? Soy practicante en el Clínico.

Me mostró la mano ensangrentada y le vacié un salero en las heridas. Mientras aullaba de dolor, le partí un taburete en la cabeza y lo dejé tendido en el suelo. El dueño del bar nos instó a que nos fuésemos, pues no quería camorra. Ya fuera, Mercedes se puso a llorar.

– No pude seguir al coche, como tú me habías dicho. Me despistó. Y luego he pasado mucho miedo.

Su desazón me inspiró una gran ternura y casi lamenté haberla metido en aquel enredo.

– No te preocupes más, mujer -le dije-. Ya estoy yo aquí y todo terminará bien. ¿Dónde tienes el coche?

– Mal aparcado en la calle del Carmen.

– Pues vamos allá.

Al llegar junto al coche, se lo estaba llevando la grúa. No sin debate aceptaron los funcionarios municipales que satisficiéramos la multa y nos quedáramos con el vehículo. A cambio del dinero nos dieron un recibo cuidadosamente doblado y nos conminaron a no leerlo hasta que se hubieran ido. El recibo rezaba así: Es usted constante en sus afectos, pero su hermetismo puede ocasionar malentendidos; cuide sus bronquios.

– Me temo -dije- que hemos sido estafados.

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