– Pues termine de contarla de una vez.
Nos habíamos acercado a la mesa. Serví un par de copas de vino, mas rechazó la suya con un movimiento de cabeza.
– Ginebra -murmuró-. ¿No hay ginebra?
Indiqué un mueble bar al extremo del salón, y fuimos hasta allí, deteniéndonos tres o cuatro veces en el camino a fin de intercambiar nuevos saludos: un conocido director de cine, un millonario libanés, un ministro español del Interior… Corso se apoderó de una botella de Beefeater y llenó un vaso hasta arriba, despachando la mitad de un solo trago. Se estremeció un poco y sus ojos brillaron tras los cristales -uno roto, el otro intacto- de las gafas; sostenía la botella contra el pecho, con miedo a perderla.
– Iba a contarme algo -dijo.
Sugerí la terraza al otro lado de la puerta vidriera, donde podíamos conversar sin interrupciones, y Corso llenó de nuevo el vaso hasta el borde antes de seguirme allí. La tormenta había cesado; despuntaban estrellas sobre nuestras cabezas.
– Soy todo oídos -anunció, bebiendo otro largo trago.
Me apoyé en la balaustrada todavía húmeda de lluvia, mientras mojaba los labios en mi copa de vino de Anjou.
– La posesión del manuscrito de Los tres mosqueteros me dio la idea -dije-: ¿Por qué no crear una sociedad literaria, una especie de club de admiradores incondicionales de las novelas de Alejandro Dumas y del folletín clásico y de aventuras?… Por razones de trabajo me relacionaba ya con varios candidatos idóneos… -indiqué el salón iluminado. A través de las grandes vidrieras se veía ir y venir a los invitados, charlando animadamente. Un éxito. Aquello era la prueba de mi acierto, y no disimulé el orgullo de autor-. Una sociedad consagrada a estudiar ese tipo de relatos, que rescata autores y obras olvidadas, fomentando su reedición y difusión bajo un sello editorial que tal vez le sea familiar: Dumas amp; Co .
– Lo conozco -confirmó Corso-. Editan en París y acaban de publicar a Ponson du Terrail completo. El año pasado fue Fantomas … Ignoraba que usted interviniera en eso.
Sonreí, complacido.
– Es la regla: nada de nombres, nada de protagonismos… Como puede ver, el asunto es algo erudito y un poco infantil al mismo tiempo; un juego literario y nostálgico que rescata algunas viejas lecturas y nos devuelve a nosotros mismos tal como éramos; con nuestra inocencia original. Después uno madura, se hace flaubertiano o stendhaliano, se pronuncia por Faulkner, Lampedusa, García Márquez, Durrell o Kafka… Nos volvemos distintos unos de otros; incluso adversarios. Mas todos tenemos un guiño de complicidad al referirnos a ciertos autores y libros mágicos, que nos hicieron descubrir la literatura sin atarnos a dogmas ni enseñarnos lecciones equivocadas. Ésa es nuestra auténtica patria común: relatos fieles no a lo que los hombres ven, sino a lo que los hombres sueñan.
Dejé aquellas palabras en el aire e hice una pausa, aguardando su efecto. Pero Corso se limitó a levantar el vaso de ginebra para mirarlo al trasluz. Su patria estaba allí adentro.
– Eso era antes -repuso-. Ahora los niños y los jóvenes y toda la maldita gente son apátridas que ven la tele.
Negué con la cabeza, seguro de mí. Precisamente había escrito algo al respecto en el suplemento literario de Abc , un par de semanas antes.
– No crea. Incluso ahí caminan, sin saberlo, sobre las viejas huellas. El cine en televisión, por ejemplo, mantiene el vínculo. Esas viejas películas. Hasta Indiana Jones es heredero de todo aquello.
Corso hizo una mueca en dirección a las vidrieras iluminadas.
– Es posible. Pero estaba hablándome de esa otra gente. Me gustaría saber cómo los… reclutó.
– No es ningún secreto -respondí-. Desde hace diez años me ocupo de coordinar esta sociedad selecta, el club Dumas, que celebra en Meung su reunión anual. Puede ver que los miembros acuden puntuales a su cita desde todos los rincones del planeta. Hasta el último de ellos es un lector de primera clase…
– ¿De folletines? No me haga reír.
– No tengo la menor intención de hacerle reír, Corso. ¿Por qué pone esa cara…? Usted sabe que una novela, o una película nacida para el simple consumo, puede convertirse en obra exquisita: desde el Pickwick a Casablanca y Goldfinger … Relatos llenos de arquetipos a los que el público acude para gozar, consciente o inconscientemente, con la estrategia de las repeticiones argumentales y sus pequeñas variaciones; con la dispositio más que con la elocutio … De ahí que el folletín, incluso el serial televisivo más tópico, puedan ser objeto de culto tanto para un público ingenuo como para uno exigente. Hay quien busca la emoción en Sherlock Holmes arriesgando su vida, y otros que buscan la pipa, la lupa y ese elemental querido Watson que, fíjese, Conan Doyle nunca escribió. El truco de los esquemas, sus variaciones y repeticiones, es tan viejo que incluso Aristóteles se refiere a él en su Poética . Y en realidad, ¿qué es el serial televisivo sino una modalidad actualizada de la tragedia clásica, el gran drama romántico o la novela alejandrina…? De ahí que un lector inteligente pueda gozar mucho con todo eso, de modo excepcional. Y es que también hay excepciones hechas a base de reglas.
Creí que Corso me escuchaba interesado; mas lo vi mover la cabeza igual que un gladiador negándose a aceptar el terreno peligroso que ofrece un adversario.
– Déjese de magisterio literario y vuelva a su club Dumas -sugirió, impaciente-. A ese capítulo que andaba suelto por ahí… ¿Dónde está el resto?
– Allí dentro -respondí, mirando el salón-. Utilicé los sesenta y siete capítulos del manuscrito para organizar la sociedad: un máximo de sesenta y siete miembros, cada uno con un capítulo a modo de acción nominativa. La adjudicación se realiza según una estricta lista de candidatos, y los cambios en la titularidad requieren la aprobación del consejo directivo, que yo presido… El nombre de cada aspirante es rigurosamente discutido antes de aprobar su admisión.
– ¿Cómo se transmiten las acciones?
– No se transmiten bajo ningún concepto. Al fallecimiento de un miembro del club, o cuando alguien abandona la sociedad, el capítulo correspondiente debe regresar al seno de ésta. Es el consejo quien lo adjudica a un nuevo candidato. Un socio nunca puede disponer libremente.
– ¿Eso intentó Enrique Taillefer?
– En cierto modo. En principio era un candidato ideal. Y fue miembro ejemplar del Club Dumas hasta que infringió las normas.
Corso apuraba el resto de ginebra. Dejó el vaso en la balaustrada cubierta de musgo y estuvo un rato callado, los ojos fijos en las luces del salón. Al fin negó, incrédulo.
– No es motivo para asesinar a nadie -dijo en voz queda; parecía dirigirse a sí mismo-. Y no puedo creer que toda esa gente… -me miró, contumaz-. Son conocidos y respetables, en principio. Nunca se mezclarían en algo así.
Reprimí otro gesto de impaciencia.
– Creo que usted saca extraordinariamente las cosas de quicio… Enrique y yo éramos amigos desde hace tiempo. Nos unía la fascinación común por este tipo de relatos, aunque su gusto literario no estuviese a la altura del entusiasmo… El caso es que el éxito como editor de best-sellers gastronómicos le permitía invertir tiempo y dinero en ello. Y, en justicia, si alguien merecía formar parte de nuestra sociedad era él. Por eso recomendé su admisión. Ya le digo que compartíamos, si no el gusto, al menos la afición.
– Compartían más cosas, creo recordar.
Corso había recuperado la sonrisa sarcástica y eso me irritó.
– Podría decirle que no es asunto suyo -repuse, molesto-. Pero quiero explicárselo todo… Liana siempre ha sido una mujer especial, además de bellísima. También lectora precoz… ¿Sabe que a los dieciséis años se tatuó una flor de lis en la cadera?… No lo hizo en el hombro, como Milady de Winter, su ídolo, para que ni la familia ni las monjas del internado se enteraran… ¿Qué le parece?
– Conmovedor.
– No parece muy conmovido. Mas le aseguro que ella es una persona admirable… El caso es que, bueno… Intimamos. Antes mencioné la patria que, para todo ser humano, constituye el paraíso perdido de la infancia, ¿recuerda?… Pues la patria de Liana son Los tres mosqueteros . Apasionada por el mundo descubierto en esas páginas, decidió casarse con Enrique al conocerlo casualmente en una fiesta donde pasaron la noche intercambiando citas de la novela. Además, él ya era un editor riquísimo en esa época.
– O sea: un flechazo -apuntó Corso.
– No sé por qué lo dice en ese tono. Fue un matrimonio de lo más sincero. Lo que pasa es que, a la larga, incluso para alguien con la buena disposición de su mujer, Enrique podía convertirse en un pelmazo… Por otra parte éramos buenos amigos, y yo los visitaba con frecuencia. Liana… -dejé mi copa junto a su vaso vacío, sobre la balaustrada-. En fin. Ya se puede imaginar.
– Sí. Lo puedo imaginar.
– No me refería a eso. Se convirtió en una excelente colaboradora, hasta el punto de que apadriné su ingreso en la sociedad, hace ahora cuatro años. Posee el capítulo 37, titulado El secreto de Milady . Lo escogió personalmente.
– ¿Por qué la puso tras de mí?
– Vayamos por partes. En los últimos tiempos Enrique se había convertido en fuente de problemas. En vez de limitarse al rentable negocio de la edición gastronómica, se empeñaba en ser autor de un folletín. Pero es que además el texto era horroroso. Algo infame, créame. Había plagiado con el mayor descaro todos los tópicos del género. Se titulaba…
– La mano del muerto .
– Eso es. Ni siquiera el título era suyo. Y lo que es peor: tenía la pretensión inaudita de que Dumas amp; Co . se lo publicara. Me negué, por supuesto. Aquel engendro jamás habría obtenido la aprobación del consejo. Además, Enrique tenía dinero de sobra para editarse él mismo, y se lo dije.
– Supongo que lo encajó mal. Vi su biblioteca.
– ¿Mal?… Eso es un eufemismo. La discusión se produjo en su despacho. Aún lo veo erguido sobre las puntas de los pies, pequeño y rechoncho, casi a punto de sufrir una apoplejía y mirándome con ojos de loco. Todo muy desagradable. Que si había consagrado su vida a esto. Que quién era yo para juzgar su obra. Que eso correspondía a la posteridad. Que yo era un crítico parcial y un pedante insufrible. Y que además estaba liado con su mujer… Aquello último me dejó estupefacto: ignoraba que estuviera al corriente. Mas, según parece, Liana habla en sueños, y entre pardieces y maldiciones a d'Artagnan y a sus amigos, a los que por cierto odia como si realmente hubiera conocido, había estado radiándole el serial a su marido… ¿Imagina mi situación?