– ¿Y yo? -preguntó La Ponte.
A pesar de lo apurado de la situación, Corso estuvo cerca de echarse a reír en la cara de su amigo. Pero se limitó a dirigirle una mirada burlona.
– Puedes hacer lo que quieras. Aunque mucho me temo, Flavio, que acabas de pasar a la clandestinidad.
Echó a andar cruzando la plaza entre el tráfico, en dirección a la cabina telefónica, sin preocuparse de si el otro lo seguía o no. Cuando cerró la puerta acristalada e introdujo la tarjeta en la ranura lo vio a un par de metros, con aire de desamparo, mirando angustiado a su alrededor.
Marcó el número del hotel, pidiendo que lo pusieran con recepción:
– ¿Qué ocurre, Grüber?
– “Vinieron dos policías, señor Corso -la voz del antiguo SS había bajado un poco el tono pero se mantenía tranquila, controlando la situación-. Siguen arriba, en su cuarto.”
– ¿Hubo alguna explicación?
– “Ninguna. Preguntaron su fecha de entrada y si conocíamos sus movimientos hacia las dos de la madrugada. Dije que lo ignoraba y los remití a mi compañero de ese turno. También pidieron la descripción, porque no conocen su aspecto. Quedamos en que les avisaría si usted llegaba. Justo en este momento me dispongo a hacerlo.”
– ¿Qué va a decirles?
– “La verdad, naturalmente. Que usted apareció un momento en el vestíbulo y salió en el acto, en compañía de un caballero barbudo y desconocido. En cuanto a la señorita, no se interesaron por ella; así que no veo razón para mencionar su presencia.”
– Gracias, Grüber -hizo una pausa y añadió, sonriéndole al auricular-. Soy inocente.
– “Por supuesto, señor Corso. Todos los clientes de nuestro establecimiento lo son -se oyó el sonido de papel rasgándose-. Ah. En este momento me entregan su sobre.”
– Nos veremos, Grüber. Consérveme la habitación un par de días; espero volver por mis cosas. Si hubiese algún problema, utilice el número de mi tarjeta de crédito. Cárguelo ahí. Y otra vez gracias.
– “A su servicio.”
Corso colgó el teléfono. La chica ya estaba de regreso junto a La Ponte. Salió de la cabina, reuniéndose con ellos.
– La policía tiene mi nombre. Y si lo tiene, es que alguien se lo dio.
– A mí no me mires -dijo La Ponte -. Hace rato que toda esta historia me viene grande.
Corso hizo una reflexión amarga para sus adentros: también le venía grande a él. Todo se había ido fuera de control, timón de barco sin gobierno, dando bandazos.
– ¿Se te ocurre algo? -le preguntó a la chica. Era el único cabo del enigma que le quedaba en las manos; su última esperanza.
Ella miró sobre el hombro de Corso, hacia el tráfico y las verjas cercanas del Palais Royal. Se había quitado la mochila de los hombros y la tenía en el suelo, entre las piernas. Reflexionaba en su habitual silencio, absorta y grave, con una pequeña arruga entre las cejas. Con aquel semblante obstinado de muchacho que se resiste a hacer lo que esperan de él. Sonrió Corso como un lobo lleno de fatiga.
– No sé qué hacer-dijo.
Vio que la chica asentía despacio, tal vez a modo de conclusión tras un secreto razonamiento. O quizá sólo se mostraba de acuerdo con que, en efecto, él no sabía qué hacer.
– Tu peor enemigo eres tú mismo -dijo al fin, distante. También ella parecía ahora fatigada, igual que la noche anterior cuando llegaron al hotel-. Tu imaginación-se tocó la frente con el índice-. Los árboles no te dejan ver el bosque.
La Ponte soltó un gruñido.
– Dejad la botánica para luego, si no tenéis inconveniente -estaba cada vez más inquieto, lanzando ojeadas alrededor con miedo de que los gendarmes les cayeran encima de un momento a otro-. Deberíamos largarnos de aquí. Puedo alquilar un coche con mi documentación. Si nos damos prisa pasaremos la frontera mañana. Que por cierto es uno de abril.
– Cierra el pico, Flavio -Corso miraba los ojos de la chica, buscando en ellos una respuesta. Sólo vio reflejos: la luz de la plaza, el tráfico que discurría en torno a ellos, su propia imagen deformada, grotesca. El lansquenete vencido. Ya no quedaban derrotas heroicas. Hacía mucho tiempo que no.
La expresión de la chica había cambiado. Ahora miraba a La Ponte como si, por primera vez, algo en él valiera la pena.
– Repítelo -dijo.
El librero titubeó, sorprendido.
– ¿Lo de alquilar el coche? -los contemplaba con la boca abierta-. Es elemental. En un avión hay listas de pasajeros. En el tren pueden mirar el pasaporte…
– No me refería a eso. Dinos qué fecha es mañana.
– Uno de abril. Lunes – La Ponte se tocó la corbata, turbado-. Mi cumpleaños.
Pero la chica ya no le prestaba atención. Se había inclinado sobre la mochila, buscando algo dentro. Al incorporarse tenía en la mano el tomo de Los tres mosqueteros .
– Descuidas tus lecturas -le dijo a Corso, ofreciéndoselo-. Capítulo primero, línea primera.
Corso, que no esperaba aquello, cogió el libro y le echó un vistazo. Los tres presentes del señor d'Artagnan padre , se titulaba el capítulo. Y en cuanto leyó la primera línea supo dónde tenían que buscar a Milady.