– ¿Y la baronesa Ungern? -preguntó Corso.
– También dentro -la vio hacer un gesto ambiguo; no exactamente de indiferencia sino resignado, fatalista. Como si aquello hubiera estado previsto en alguna parte-. El cadáver apareció carbonizado en su despacho. El fuego empezó allí. Incendio fortuito, dicen los vecinos; una colilla mal apagada.
– La baronesa no fumaba-dijo Corso.
– Anoche fumó.
El cazador de libros echó un vistazo por encima de las cabezas que se agolpaban ante la valla policial. Apenas pudo ver nada: el extremo superior de una escala de socorro apoyada en el edificio, los destellos intermitentes de una ambulancia en la puerta. Había quepis de guardias y cascos de bomberos, y el aire olía a madera y plástico quemados. Entre los curiosos, un par de turistas norteamericanos se fotografiaba el uno al otro, posando junto al gendarme que vigilaba la barrera. Una sirena se puso en marcha en alguna parte y después se interrumpió bruscamente. Alguien entre los curiosos dijo que estaban sacando el cadáver, pero era imposible ver nada. Tampoco, se dijo Corso, habría mucho que ver.
Encontró los ojos de la chica fijos en él, sin rastro de la noche pasada. Era la de ahora una mirada atenta, práctica; un soldado moviéndose cerca del campo de batalla.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó ella.
– Esperaba que tú me lo dijeras.
– No hablo de esto -por primera vez pareció fijarse en La Ponte -. ¿Quién es?
Corso se lo dijo. Después dudó un segundo, preguntándose si el otro captaría el matiz:
– La chica de que te hablé. Se llama Irene Adler.
La Ponte no captaba nada. Se limitó a mirarlos un poco desconcertado, primero a la joven y luego a su amigo, y alargó por fin, a modo de saludo, una mano que ella no vio, o hizo gesto de no ver. Estaba pendiente de Corso.
– No llevas tu bolsa -le dijo.
– No. Rochefort la consiguió por fin. Se fue con Liana Taillefer.
– ¿Quién es Liana Taillefer?
Corso la miró con dureza, pero sólo encontró serenidad en los ojos de la chica.
– ¿No conoces a la desconsolada viuda?
– No.
Sostenía el gesto sin inquietud ni sorpresa, imperturbable. Muy a su pesar, Corso estuvo a punto de creerla.
– Da igual -dijo por fin-. El caso es que se han largado.
– ¿Adónde?
– No tengo la menor idea -descubrió el colmillo en una mueca desesperada, suspicaz-. Creí que tú sabrías algo.
– No sé nada de Rochefort. Ni de esa mujer -lo dijo con indiferencia; dando a entender que en realidad aquél no era asunto suyo. Corso se sintió más confuso. Esperaba alguna emoción por su parte; entre otras cosas, ella misma se había erigido en paladín de sus intereses. O al menos que formulara un reproche, algo del tipo te está bien empleado por pasarte de listo. Pero la joven no hizo reproches. Miraba a su alrededor cual si buscara algún rostro conocido entre la gente, y él fue incapaz de adivinar si meditaba sobre lo ocurrido o tenía la cabeza en otro sitio, lejos del drama.
– ¿Qué podemos hacer? -preguntó sin dirigirse a nadie en particular, realmente desorientado. Agresiones aparte, había visto esfumarse uno tras otro los tres ejemplares de Las Nueve Puertas y el manuscrito Dumas. Llevaba tres cadáveres a rastras, si sumaba el suicidio de Enrique Taillefer, y había gastado una enorme cantidad de dinero que no era suyo, sino de Varo Borja… Varus, Varus: devuélveme mis legiones. Maldita fuera su propia estampa. En ese momento hubiera querido tener treinta y cinco años menos para desahogarse a lágrima viva, sentado en la acera.
– Podríamos -sugirió La Ponte – tomar un café.
Lo dijo frívolo, con una sonrisa del tipo ánimo chicos, no será para tanto, y Corso comprendió que el pobre tipo no se daba cuenta del lío enorme en que todos estaban metidos. Pero, básicamente, la idea no le pareció tan mala. Tal y como estaban las cosas no se le ocurría nada mejor.
– A ver si lo he entendido -a La Ponte le goteó un poco de café con leche por la barba mientras mojaba un trozo de croissant en su taza-. En 1666 Aristide Torchia escondió un ejemplar especial. Una especie de copia de seguridad repartida en tres libros… ¿No es eso? Con diferencias en ocho de sus nueve grabados. Y hay que reunir los originales para que el conjuro funcione… -engulló el trozo de croissant húmedo y se limpió con una servilleta de papel-. ¿Voy bien?
Estaban los tres sentados en una terraza frente a Saint-Germain-des-Prés. La Ponte se desquitaba del desayuno interrumpido en el Crillon, y la chica, que no había abandonado su actitud de mantenerse al margen, bebía una naranjada a través de una pajita mientras escuchaba en silencio. Tenía Los tres mosqueteros abierto sobre la mesa, y a veces pasaba una página, leyendo distraída, antes de levantar la cabeza para escuchar de nuevo. En cuanto a Corso, los acontecimientos le habían hecho un nudo en el estómago; imposible tragar nada.
– Vas bien -le dijo a La Ponte. Se echaba hacia atrás en la silla, las manos en los bolsillos del gabán y mirando sin ver el campanario de la iglesia-. Aunque existe la posibilidad de que la edición completa, la que fue quemada por el Santo Oficio, constara también de tres series de libros con láminas alteradas, de modo que sólo los verdaderos estudiosos del tema, los iniciados, lograsen combinar tres ejemplares correctos… -enarcó las cejas arrugando la frente con pesadumbre-. Eso ya no podremos saberlo nunca.
– ¿Y quién dice que sólo eran tres? A lo mejor imprimió cuatro, o nueve series distintas.
– En tal caso, todo esto no habrá servido para nada. Sólo hay tres libros conocidos.
– Sea como sea, alguien quiere reconstruir el libro original. Y se apodera de las láminas auténticas… – La Ponte hablaba con la boca llena; seguía engullendo el desayuno con apetito-. Pero el valor bibliófilo le trae sin cuidado. Cuando tiene los grabados correctos destruye lo demás. Y asesina a sus propietarios. Victor Fargas, en Sintra. La baronesa Ungern aquí, en París. Y Varo Borja, en Toledo… -se interrumpió con un bocado a medio masticar y miró a Corso, un poco decepcionado-. Oye, este planteamiento falla. Varo Borja sigue vivo.
– Su libro lo tengo yo. Y a mí sí han intentado jugármela, anoche y esta mañana.
La Ponte no parecía muy convencido.
– Tú lo has dicho: jugártela… ¿Por qué no te mató Rochefort?
– No lo sé -añadió un gesto de ignorancia; él mismo se había formulado ya esa pregunta-. Tuvo dos veces la ocasión, pero no lo hizo… En cuanto a que Varo Borja siga vivo, tampoco sabría qué decir. No contesta a mis llamadas telefónicas.
– Eso lo convierte en candidato a estar muerto. O en sospechoso.
– Varo Borja es sospechoso por definición, y dispone de medios para haberlo organizado todo -señaló a la chica que seguía leyendo, ajena en apariencia a la conversación-. Seguro que ella podría aclarárnoslo, si quisiera.
– ¿Y no quiere? -No.
– Pues denúnciala. Si asesinan gente, eso tiene un nombre: cómplice.
– ¿Denunciarla?… Estoy metido hasta el cuello en esto, Flavio. Igual que tú.
La chica había interrumpido su lectura, sosteniendo la mirada de ambos, imperturbable, sin abrir la boca más que para sorber un poco de naranjada. Sus ojos iban del uno al otro, reflejándolos sucesivamente. Por fin se detuvieron en Corso.
– ¿De verdad te fías de ella? -inquirió La Ponte. -Depende de para qué. Anoche peleó por mí, y lo hizo muy bien.
El librero compuso una mueca, perplejo, observando a la chica. Sin duda intentaba imaginarla ejerciendo de guardaespaldas. También debía de preguntarse hasta dónde habrían intimado ella y Corso, porque éste lo vio evaluar con mirada experta lo que la trenca dejaba a la vista, mientras se acariciaba la barba. Lo que sí parecía claro era hasta dónde estaba dispuesto a llegar el propio La Ponte si la chica le daba una oportunidad, a pesar de las muchas sospechas que le infundía. Incluso en momentos como aquél, el ex secretario general de la Hermandad de Arponeros de Nantucket era de los que siempre anhelan regresar al útero. A cualquier útero.
– Es demasiado guapa – La Ponte movía la cabeza a modo de conclusión-. Y demasiado joven. Demasiado para ti.
Sonrió Corso al oír aquello.
– Te sorprendería saber lo vieja que parece a veces.
El librero chasqueó la lengua, escéptico.
– Regalos así no caen del cielo.
La chica había asistido al diálogo, silenciosa. Y ahora, por primera vez en el día, la vieron sonreír, como si acabase de oír un chiste divertido.
– Hablas demasiado, Flavio Comotellames -le dijo a La Ponte, que parpadeó con desasosiego. La sonrisa de ella se hizo más aguda, semejante a la de un chico malvado-. De cualquier modo, lo que haya entre Corso y yo no es asunto tuyo.
Era la primera vez que le dirigía la palabra al librero. Tras un breve desconcierto, éste se volvió hacia su amigo, azarado, en inútil busca de apoyo; pero el cazador de libros se limitó a sonreír de nuevo.
– Creo que estoy de más aquí – La Ponte hizo ademán de levantarse, indeciso, sin llegar a consumar el gesto. Siguió así hasta que Corso le dio un golpe en el brazo con el revés de la mano. Un golpe seco y amistoso.
– No seas idiota. Ella está de nuestra parte.
La Ponte se relajó un poco, pero seguía sin mostrarse convencido.
– Pues que lo demuestre. Contándote lo que sabe.
Corso se volvió hacia la chica para mirar su boca entreabierta, el cuello tibio, confortable. Se preguntó si aún olería a calor y a fiebre, abstrayéndose por un momento en el recuerdo. Los dos reflejos verdes, con toda la luz de la mañana, sostenían su mirada como de costumbre, indolentes y tranquilos. Y la sonrisa, cargada un momento atrás de desdén para La Ponte, se tornaba distinta. Era otra vez un aliento apenas perceptible; una palabra silenciosa, solidaria y cómplice.
– Hablábamos de Varo Borja -dijo Corso-. ¿Lo conoces?
Se borró el gesto de los labios; otra vez volvía el soldado cansado, indiferente. Pero antes, por un segundo, el cazador de libros creyó percibir un destello de desdén en su mirada. Corso apoyaba una mano en el mármol de la mesa:
– Podría haber estado utilizándome -añadió-. Y haberte puesto a ti tras mi pista… -de pronto esa posibilidad le parecía absurda. No imaginaba al bibliófilo millonario recurriendo a esa muchacha para tenderle una trampa-… O tal vez sus agentes son Rochefort y Milady.
Ella no respondió, volviendo a enfrascarse en la lectura de Los tres mosqueteros . Pero el nombre de Milady había removido la herida en el orgullo de La Ponte, que apuró el café de su taza mientras levantaba un dedo de la otra mano en el aire.