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Había poca luz en la habitación. La del cuarto de baño, amortiguada, iluminaba en diagonal parte de la cama donde seguía la chica. Miró sus pies descalzos, las piernas enfundadas en tejanos, la camiseta con gotas de sangre seca. Después se detuvo en el largo cuello moreno, desnudo. La boca entreabierta mostrando el extremo de los incisivos blancos en la penumbra. Los ojos que seguían pendientes de él. Tocó la llave de su habitación en el bolsillo del gabán mientras tragaba saliva. Tenía que irse de allí.

– ¿Estás mejor?

Ella asintió sin responder. Corso consultó el reloj, aunque poco le importaba la hora. No recordaba haber encendido la radio al entrar, pero había música en alguna parte. Una canción melancólica, en francés. La muchacha de un bar, en un puerto, enamorada de un marinero desconocido.

– Bueno. Tengo que irme.

La voz de mujer seguía desgranando su canción en la radio. El marinero -como se estaba viendo venir- se había largado para siempre, y la muchacha del bar contemplaba la silla vacía y el círculo húmedo de su vaso en la mesa. Corso se acercó a la mesilla de noche para recuperar el pañuelo, y utilizó la parte más limpia para desempañar el único cristal intacto de las gafas. En ese momento pudo ver que la nariz de la chica sangraba de nuevo.

– Otra vez -dijo.

El hilo de sangre volvía a correrle por el labio superior y el extremo de la boca. Ella se llevó una mano a la cara, y sonrió estoica, mirándose los dedos manchados de rojo.

– No importa.

– Debería verte un médico.

Entornó un poco los párpados mientras negaba con la cabeza, dulcemente. Parecía muy desvalida así, en la penumbra del cuarto, sobre la almohada donde goteaban gruesos puntos oscuros. Aún con las gafas en la mano, se sentó en el borde de la cama mientras le acercaba el pañuelo a la cara. Y al moverse hacia ella, su sombra, recortada en la pared por la claridad diagonal del cuarto de baño, pareció dudar entre la luz y la oscuridad antes de esfumarse en un rincón.

Entonces la chica tuvo un gesto inesperado, extraño. Haciendo caso omiso del pañuelo que le ofrecía, extendió hasta Corso la mano manchada de sangre y le tocó la cara, trazándole con los dedos cuatro líneas rojas de la frente al mentón. No retiró la mano tras la singular caricia sino que la mantuvo allí, tibia y húmeda, mientras él sentía las gotas de sangre deslizarse por la cuádruple huella dejada en su piel. Los iris claros reflejaban la luz que llegaba de la puerta entreabierta, y Corso se estremeció al encontrar en ellos el doble reflejo de su sombra perdida.

Sonaba otra canción en la radio, pero ambos dejaron de escuchar. La chica olía a calor y a fiebre, con un pálpito suave bajo la piel de su cuello desnudo. La habitación viraba de luces y sombras a claroscuros donde los objetos perdían su contorno. Ella murmuró algo ininteligible en voz muy baja, y hubo pequeños destellos en su mirada cuando la mano se deslizó hacia la nuca de Corso, extendiéndole en torno al cuello la mancha de sangre tibia. Con el sabor de una de esas gotas en la lengua se inclinó hacia ella, hasta la ternura de sus labios entreabiertos de donde ahora brotaba un suave gemido que parecía venir de muy atrás, lento y monótono, viejo de siglos. Por un breve instante, en el latido de aquella carne se volvieron vida todas las anteriores muertes de Lucas Corso, como si la corriente de un río oscuro y tranquilo, de aguas espesas igual que barniz, las trajese a la deriva. Y lamentó que ella careciese de un nombre que tatuar con ese instante en su conciencia.

Sólo fue un segundo. Después, recobrando la mueca lúcida, el cazador de libros se vio a sí mismo sentado en el borde de la cama, con el gabán puesto y aún fascinado como un perfecto imbécil, mientras ella se retiraba un poco y, arqueados los riñones como un hermoso animal joven, se desabrochaba el botón de los tejanos. La observó con una especie de benevolente guiño interior; con esa indulgencia entre escéptica y fatigada que se concedía a veces. Con más curiosidad que deseo. Al deslizar hacia abajo la cremallera, la chica descubrió un triángulo de piel oscura en contraste con el algodón blanco de sus braguitas, arrastradas por los tejanos cuando se desembarazó de ellos; y sus piernas largas, bronceadas, extendidas sobre la cama, dejaron a Corso -a los dos Corsos- sin aliento igual que habían dejado a Rochefort sin dientes. Ella levantó después los brazos para quitarse la camiseta; lo hizo con absoluta naturalidad, sin coquetería ni indiferencia, manteniendo en él sus ojos tranquilos y dulces hasta que la camiseta le cubrió la cara. Entonces el contraste fue mayor: más algodón blanco, esta vez deslizándose hacia arriba sobre la piel atezada, la carne tensa, cálida, la cintura esbelta; las tetas pesadas y perfectas, perfiladas por el contraluz en la penumbra, el nacimiento del cuello, la boca entreabierta y otra vez los ojos, con toda la luz arrebatada al cielo. Con la sombra de Corso allí adentro, cautiva como un alma encerrada en el fondo de una doble bola de cristal o una esmeralda.

A partir de ese momento supo él, con absoluta certeza, que no iba a poder. Fue una de esas intuiciones lúgubres que preceden a algunos acontecimientos y los marcan, antes incluso de que se produzcan, con signos premonitorios del desastre inevitable. Dicho de modo más prosaico: mientras enviaba el resto de su ropa a reunirse con el gabán arrojado a los pies de la cama, Corso comprobó que la inicial erección provocada por las circunstancias se hallaba en franco retroceso. Verdes las iban a segar. O como habría dicho el tatarabuelo bonapartista, la Garde recule . Del todo. Aquello le produjo una súbita angustia, aunque confió en que, de pie como estaba en el contraluz de la puerta, su estado de inoportuna flaccidez pasara desapercibido. Con infinitas precauciones se tumbó boca abajo junto al cuerpo tibio y moreno que aguardaba en la penumbra, para utilizar lo que, sobre el barro de Flandes, el Emperador habría llamado aproximación táctica indirecta: tanteo del terreno desde la media distancia y ausencia de contacto en la zona crítica. Desde aquella prudente posición intentó concederse un poco de tiempo por si llegaba Grouchy con los refuerzos, acariciando a la chica y besándola sin prisas en la boca y el cuello. Pero nada de nada. Grouchy no aparecía por ninguna parte; aquel soplador de vidrio andaba a la caza de prusianos, lejos del campo de batalla. Y la angustia de Corso se trocó en pánico cuando la chica se estrechó contra él, introdujo un muslo firme, perfecto y cálido entre los suyos, y pudo percatarse de la magnitud del desastre. La vio sonreír un poco, algo desconcertada. Una sonrisa de aliento del tipo bravo campeón, sé que puedes hacerlo. Después lo besó con extraordinaria dulzura mientras alargaba una mano voluntariosa, dispuesta a mejorar el asunto. Y justo cuando sintió el contacto de la mano en el epicentro mismo del drama, Corso se vino abajo del todo. Como el Titanic . A pique, sin medias tintas. Con la orquesta tocando en cubierta, y las mujeres y los niños primero. Los veinte minutos siguientes fueron de agonía; de esos en los que uno purga cuanto de malo ha hecho en su vida. Ataques heroicos que se estrellaban contra la imperturbabilidad de los cuadros de fusileros escoceses. La infantería de línea al asalto apenas se vislumbraba una leve posibilidad de victoria. Incursiones improvisadas de cazadores e infantería ligera, en inútil deseo de sorprender al enemigo. Escaramuzas de húsares y pesadas cargas de coraceros. Pero todos los intentos conocieron idéntica suerte: Wellington se choteaba en aquel pueblecito belga inalcanzable, mientras su gaitero mayor tocaba la marcha de los Escoceses Grises en las narices de Corso, y la Vieja Guardia, o lo que quedaba de ella, lanzaba desorbitadas miradas de soslayo, apretados los dientes y sofocado el aliento contra las sábanas, al reloj que para su desgracia conservaba en la muñeca. A Corso le caían desde la raíz del pelo, por la nuca, gotas de sudor como puños. Y miraba con ojos extraviados a su alrededor, por encima del hombro de la chica, buscando desesperadamente una pistola para pegarse un tiro.

Ella dormía. Con infinitas precauciones para no despertarla alargó una mano hasta el gabán en busca de un cigarrillo. Después de encenderlo, incorporado sobre un codo, se quedó mirándola. Estaba boca arriba, desnuda, la cabeza hacia atrás sobre la almohada manchada de sangre ya seca, respirando con suavidad por la boca entreabierta. Seguía oliendo a fiebre y a carne tibia. A la luz indirecta del cuarto de baño que la perfilaba en luces y sombras, Corso admiró su cuerpo inmóvil, perfecto. Aquello, se dijo, era una obra maestra de la ingeniería genética; y se preguntó qué mezcla de sangres, o de enigmas, saliva, piel, carne, semen y azar, se había concitado en el tiempo para unir los eslabones de la cadena que culminaba en ella. Todas las mujeres, todas las hembras creadas por el género humano estaban allí, resumidas en aquel cuerpo de dieciocho o veinte años. Acechó el pulso de la sangre en el cuello, el latido casi imperceptible del corazón, la línea curva y suave que iba de sus músculos dorsales a la cintura y se ensanchaba en las caderas. Acercó una mano para acariciar con la punta de los dedos el pequeño triángulo rizado allí donde la piel era un poco más clara, entre los muslos donde él fue incapaz de vivaquear de un modo canónico. La chica había encajado la situación con talante impecable, sin darle mayor importancia y dejando que el asunto derivase hacia un juego ligero y cómplice cuando por fin comprendió que, por parte de Corso y en aquel asalto, no iba a haber más cera que la que ardía. Eso tuvo la virtud de relajar el ambiente; o al menos impidió que él, a falta de un arma de fuego -¿acaso no se remataba a los caballos?-, se arrojara contra el pico de la mesa de noche, dando cabezazos hasta romperse la crisma; alternativa que llegó a considerar en su ofuscación y sólo pudo descartar, a medias, atizándole un disimulado puñetazo a la pared que a punto estuvo de fracturarle los nudillos; eso hizo que ella, sorprendida por el brusco movimiento y la repentina tensión de su cuerpo, lo mirase sobresaltada. Lo cierto es que el dolor y los esfuerzos por no soltar un aullido calmaron un poco a Corso, que reunió además la presencia de ánimo suficiente para esbozar media sonrisa crispada y decirle a la chica que aquello solía ocurrirle sólo las treinta primeras veces. Se había echado a reír abrazada a él, besándole los ojos y la boca, divertida y tierna. Eres un idiota, Corso; no me importa nada. No me importa en absoluto. Aun así, él hizo lo único que a aquellas alturas podía hacerse: una faena de aliño minuciosa, con dedos hábiles en el lugar idóneo y resultados, si no gloriosos, al menos razonables. Después, al recobrar el aliento, la chica lo miró largo rato en silencio antes de besarlo despaciosa y concienzudamente, hasta que la presión de sus labios fue cediendo y se quedó dormida.

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