Parpadeó interesado, en su intento por enfocar mejor, y movió un poco la cabeza a fin de mantener la escena en cuadro. Pudo ver así por el rabillo del ojo que Rochefort, invertido en la imagen, daba un respingo mientras la chica franqueaba los últimos peldaños de un salto para caer sobre él con un grito breve, seco, más duro y cortante que la arista de un cristal roto. Se escuchó un ruido espeso -paf , o tal vez tump - y Rochefort desapareció del campo de visión de Corso igual que si lo hubieran sacado de allí con un resorte. Ahora sólo podía ver la escalera torcida y desierta, por lo que giró con esfuerzo la cabeza en dirección al río, apoyando la mejilla izquierda en los adoquines. La imagen seguía torcida: el suelo a un lado, el cielo oscuro al otro, el puente abajo y el río arriba; pero al menos Rochefort y la chica estaban allí. Por una décima de segundo Corso pudo verla todavía inmóvil, recortada en el resplandor de las luces brumosas del puente, separadas las piernas y las manos ante sí, como exigiendo un momento de calma para escuchar una melodía lejana cuyas notas le interesaran de modo especial. Frente a ella, con una rodilla y una mano en el suelo, parecido a esos boxeadores que no se deciden a ponerse en pie mientras el árbitro cuenta ocho, nueve, diez, estaba Rochefort. La luz que venía del puente le iluminaba la cicatriz, y Corso tuvo tiempo de ver su gesto de estupor antes de que la chica emitiese de nuevo aquel grito seco, cortante como un cuchillo, oscilara sobre una de las piernas, y alzando la otra, con un movimiento semicircular que no pareció costarle el menor esfuerzo, le pegase a Rochefort una patada increíble en mitad de la cara.