– Y el diablo hace acto de presencia.
– Teóricamente.
– ¿En qué lengua es el conjuro?… ¿Latín, hebreo o griego?
– No lo sé.
– ¿Y dónde está el fallo del que hablaba madame de Montespan?
– Ya le dije que tampoco lo sé. Sólo he podido establecer que el oficiante debe construir un territorio mágico donde situar las palabras obtenidas, tras ordenarlas en una secuencia cuyo orden desconozco, pero que podría establecerse con el texto de las páginas 158 y 159 de Las Nueve Puertas . Mire.
Le mostró el texto en latín abreviado. La página estaba marcada por una ficha de cartulina llena de notas a lápiz con la letra pequeña y picuda de la baronesa.
– ¿Consiguió descifrarlo? -preguntó Corso.
– Sí. O al menos eso creo -le ofreció la ficha con anotaciones-. Ahí lo tiene.
Corso leyó:
Es el animal ouróboro
el que circunda el laberinto
donde atravesarás ocho puertas
antes del dragón que acude
al enigma de la palabra.
Cada puerta tiene dos llaves:
la primera es aire y la segunda materia,
pero ambas son la misma cosa.
Situarás la materia en la piel de la serpiente
en el sentido de la luz de levante,
y en su vientre el sello de Saturno.
Abrirás el sello nueve veces,
y cuando el espejo refleje el camino o
btendrás la palabra perdida
que trae la luz de las tinieblas.
– ¿Qué le parece? -preguntó la baronesa.
– Inquietante, supongo. Pero no entiendo una palabra… ¿Y usted?
– Ya se lo he dicho; no demasiado -pasó las páginas del libro, preocupada-. Se trata de un método; una fórmula. Pero hay algo aquí que no está como debe estar. Y yo tendría que saberlo.
Corso encendió otro cigarrillo sin hacer comentarios. Él ya conocía la respuesta a esa pregunta: las llaves del ermitaño, el reloj de arena… La salida del laberinto, el tablero, la aureola… Y más cosas. Mientras Frida Ungern explicaba el sentido de las alegorías, él había descubierto nuevas variaciones que confirman su hipótesis: cada ejemplar era diferente de los otros. Proseguía el juego de los errores, y necesitaba ponerse a trabajar con urgencia, mas no así. No con la baronesa pegada a él.
– Me gustaría -dijo- echar con calma un vistazo a todo eso.
– Naturalmente. Dispongo de tiempo; me gustará ver cómo hace su trabajo.
Carraspeó Corso, incómodo. Llegaban a lo que había temido: la parte adversa del asunto.
– Trabajo mejor a solas.
Aquello sonó a error. Una nube oscurecía la frente de Frida Ungern.
– Me temo que no comprendo -miró la bolsa de lona de Corso con suspicaz interés-. ¿Está insinuándome que lo deje solo?
– Se lo ruego -Corso tragaba saliva, intentando sostener su mirada el mayor tiempo posible-. Lo que estoy haciendo es confidencial.
La baronesa parpadeó ligeramente. La nube descargaba tormenta, y el cazador de libros supo que todo podía irse por la borda de un momento a otro.
– Es usted muy dueño, por supuesto -el tono de Frida Ungern parecía capaz de helar las macetas de la habitación-. Pero éste es mi libro y ésta es mi casa.
Aquél era un punto en que cualquiera hubiese ofrecido disculpas antes de batirse en retirada, mas Corso no lo hizo. Se quedó sentado, fumando sin apartar los ojos de la baronesa. Al cabo sonrió con cautela: un conejo jugando al siete y medio a punto de pedir otra carta.
– Creo que me he explicado mal -se había definido del todo su sonrisa cuando sacó de la bolsa de lona un objeto muy bien envuelto-. Sólo necesito estar aquí un rato con el libro y mis notas -palmeó con suavidad la bolsa mientras la otra mano ofrecía el paquete-. Verá que traigo todo lo necesario.
La baronesa deshizo el envoltorio y contempló en silencio su contenido. Se trataba de una edición en lengua alemana -Berlín, septiembre de 1943-; un grueso folleto encuadernado bajo el título Iden , publicación mensual del grupo Idus, círculo de aficionados a la magia y la astrología muy próximo a los jerarcas de la Alemania nazi. Una tarjeta de Corso marcaba una página ilustrada. En ella, Frida Ungern, joven y muy bonita, sonreía al fotógrafo. Cada uno de sus brazos -aún conservaba los dos- estaba asido al de un hombre: el de su derecha vestía de paisano y el pie de foto lo identificaba como astrólogo particular del Führer . A ella la mencionaba como su ayudante, distinguida señorita Frida Wender. En cuanto al individuo de la izquierda, usaba lentes con montura de acero y su aspecto era tímido. Vestía el uniforme negro de las SS . Y no era preciso leer el pie de foto para reconocer al Reichsführer Heinrich Himmler.
Cuando Frida Ungern, de soltera Wender, levantó los ojos y su mirada se cruzó con la de Corso, ya no parecía una abuelita dulce. Pero sólo fue un momento. Después asintió despacio mientras arrancaba cuidadosamente la página ilustrada para romperla en trozos diminutos. Y Corso pensó que las brujas, y las baronesas, y las ancianitas que trabajan entre libros y macetas, también tienen su precio, como todo el mundo. Victa iacet Virtus . Y no se le ocurría por qué iba a ser de otro modo.
Cuando se quedó solo, extrajo el dossier de la bolsa y se puso al trabajo. Había una mesa junto a la ventana y fue a instalarse en ella, con Las Nueve Puertas abierto por la página del frontispicio. Antes de empezar levantó un poco los visillos para echar un vistazo. Al otro lado de la calle había un BMW gris estacionado; el tenaz Rochefort montaba guardia. Corso miró también hacia el bar-tabac de la esquina, pero no vio a la chica.
Se dedicó al libro: tipo de papel, presión de los grabados, imperfecciones y erratas. Ahora sabía que los tres ejemplares eran sólo formalmente idénticos: encuadernación en piel negra sin inscripción exterior, cinco nervios, pentáculo en la tapa, número de páginas, la misma disposición de láminas… Con suma paciencia, hoja por hoja, fue completando los cuadros comparativos iniciados con el número Uno. En la página 81, junto al verso en blanco del quinto grabado, descubrió otra ficha de la baronesa. Era la traducción de un párrafo de esa misma página, descifrado:
Aceptarás el pacto de alianza que te ofrezco, entregándome a ti. Y me prometerás el amor de las mujeres y la flor de las doncellas, el honor de las monjas, las dignidades, los placeres y riquezas de los poderosos, príncipes y eclesiásticos. Fornicaré cada tres días y la embriaguez me será gustosa. Una vez cada año te ofreceré homenaje de confirmación de este contrato firmado con mi sangre. Hollaré con los pies los sacramentos de la iglesia y te dirigiré oraciones. No temeré la cuerda, ni el hierro, ni el veneno. Pasaré entre apestados y leprosos sin mancillar mi carne. Pero sobre todo poseeré el Conocimiento, por el que mis primeros padres renunciaron al paraíso. En virtud de este pacto me borrarás del libro de la vida para apuntarme en el libro negro de la muerte. Y desde ahora viviré veinte años feliz en la tierra de los hombres. Y luego iré contigo, a tu Reino, a maldecir a Dios.
Había una segunda anotación en el reverso de la misma ficha, correspondiente a un párrafo descifrado de otra página:
Reconoceré a tus siervos, mis hermanos, por la señal impresa en alguna parte de su cuerpo, aquí o allá, cicatriz o marca tuya…
Corso blasfemó en voz baja y a conciencia, igual que si estuviese murmurando una oración. Después miró a su alrededor los libros en las paredes, sus lomos oscuros y usados, y le pareció que un extraño, lejano rumor, llegaba hasta él desde el interior de éstos. Cada uno de aquellos volúmenes cerrados era una puerta tras la que se agitaban sombras, voces, sonidos, abriéndose paso hasta él desde un lugar profundo y oscuro.
Entonces se le erizó la piel. Como a un vulgar aficionado.
Era de noche cuando salió a la calle. En el umbral se detuvo un momento para echar una ojeada a derecha e izquierda, y no vio nada que lo inquietara; el BMW gris había desaparecido. Del Sena subía una niebla baja que desbordaba el parapeto de piedra, deslizándose por los adoquines húmedos de la calzada. Las luces amarillentas de las farolas que iluminaban a trechos los muelles del río se reflejaban en el suelo, alumbrando el banco vacío donde la chica estuvo sentada.
Fue hasta el bar-tabac sin dar con ella; buscó inútilmente su rostro entre las personas acodadas en la barra o las estrechas mesas del fondo. Presentía en todo el rompecabezas una pieza mal dispuesta; algo que, desde la llamada de alerta sobre la nueva aparición de Rochefort, emitía en su cerebro intermitentes señales de alarma. Corso, cuyo instinto se afinaba mucho con los últimos acontecimientos, venteó el peligro en la calle desierta, en el vapor húmedo que subía del río arrastrándose hasta la puerta del local donde se hallaba. Sacudió los hombros en un intento por librarse de tan incómoda sensación, compró un paquete de Gauloises y se metió en el cuerpo dos ginebras sin pestañear, una tras otra, hasta que las fosas nasales se le dilataron y todo ocupó despacio, como el ajuste de una lente en busca de foco, su lugar exacto en el universo. La señal de alarma se convirtió en un lejano sonido apenas audible, y los ecos del mundo exterior llegaban ahora filtrados de modo conveniente. Con una tercera ginebra en la mano fue a sentarse a una mesa libre, junto al cristal un poco empañado de la ventana, para mirar la calle, la orilla del río y la neblina que rebasaba el parapeto antes de reptar sobre los adoquines, agitándose en remolinos cuando la hendían las ruedas de algún automóvil. Permaneció así un cuarto de hora al acecho de cualquier indicio extraño, con la bolsa de lona en el suelo, entre los pies. Contenía buena parte de las respuestas al misterio de Varo Borja; el bibliófilo no gastaba en balde su dinero.
Para empezar, Corso había resuelto el problema de las diferencias entre ocho de los nueve grabados. El ejemplar número Tres ocultaba alteraciones respecto a los otros dos en las láminas I, III y VI. En la primera, la ciudad amurallada hacia la que iba el caballero tenía tres torres en lugar de cuatro. En cuanto al tercer grabado, incluía una flecha en el carcaj del arquero, mientras que en los ejemplares de Toledo y Sintra el carcaj estaba vacío. Y en la sexta lámina, el ahorcado pendía del pie derecho, pero sus gemelos de los ejemplares Uno y Dos colgaban del pie izquierdo. De ese modo, el cuadro comparativo iniciado en Sintra podía completarse así: