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– Lo leí una vez.

En alguna parte de la casa sonaba un teléfono, y en el pasillo se oyeron pasos de la secretaria. Después el ruido cesó.

– En cuanto a Las Nueve Puertas -proseguía la baronesa- su rastro desaparece aquí en París, en los días del Terror revolucionario. Hay un par de referencias posteriores, pero muy imprecisas: Gérard de Nerval lo menciona de paso en uno de sus artículos, asegurando haberlo visto en casa de un amigo…

Corso parpadeó imperceptiblemente tras los cristales de sus gafas.

– Dumas fue amigo suyo -dijo, alerta.

– Sí. Pero Nerval no precisa en casa de quién. Lo cierto es que ya nadie vuelve a ver el libro hasta la venta del petainista, cuando vino a mis manos…

Corso dejó de prestar atención. Según la leyenda, Gérard de Nerval había muerto ahorcado con el cordón de un corpiño: el de madame de Montespan. ¿O era el de la Maintenon?… Fuera el que fuese, imposible no establecer inquietantes asociaciones con el cordón del batín de Enrique Taillefer.

La secretaria interrumpió su reflexión al aparecer en la puerta. Alguien llamaba a Corso por teléfono. Se excusó éste y cruzó ante las mesas de lectores para salir al pasillo, entre más libros y macetas. Sobre una rinconera de nogal había un modelo de aparato muy antiguo, de metal, con el auricular descolgado.

– Diga.

– «¿Corso?… Soy Irene Adler.»

– Ya veo -miró el pasillo desierto a su espalda; la secretaria se había ido-. Me extrañaba que no siguieras de centinela… ¿De dónde llamas?

– «Del bar-tabac de la esquina. Hay un hombre que vigila la casa. Por eso vine aquí.»

Por un instante, Corso respiró despacio. Después buscó con los dientes una piel junto a la uña del pulgar y tiró de ella. Tenía que ocurrir tarde o temprano, se dijo con retorcida resignación: formaba parte del paisaje, o del decorado. Después pronunció una palabra que sabía innecesaria:

– Descríbelo.

– «Moreno, con bigote y una cicatriz grande en la cara -la voz de la chica sonaba tranquila; sin rastro de emoción ni conciencia de peligro-. Está dentro de un BMW gris aparcado al otro lado de la calle.»

– ¿Te ha visto?

– «No sé; pero yo lo veo a él. Lleva una hora dentro del coche y ha bajado dos veces: una para mirar los nombres de los timbres del portal, y otra para comprar diarios.»

Escupió Corso la minúscula piel de la boca y se chupó el pulgar. Le escocía.

– Oye. No sé qué pretende ese individuo. Ni siquiera si los dos formáis parte del mismo montaje. Pero no me gusta que esté cerca de ti. No me gusta nada. Así que vete al hotel.

– «No seas imbécil, Corso. Yo iré donde deba ir.»

Todavía añadió «saludos a Treville» antes de colgar el teléfono, y Corso hizo un gesto a medio camino entre la exasperación y el sarcasmo, porque pensaba en lo mismo y no agradecía la coincidencia. Por eso permaneció un momento mirando el auricular antes de devolverlo a la horquilla. Naturalmente, ella estaba leyendo Los tres mosqueteros ; incluso tenía el libro abierto cuando la vio por la ventana. En el capítulo tercero, recién llegado a París y en plena audiencia con el señor de Treville, jefe de los mosqueteros del rey, d'Artagnan ve por la ventana a Rochefort y, precipitándose escaleras abajo, en su busca, tropieza con el hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramis. Saludos a Treville. Como broma resultaba ingeniosa, si es que era espontánea. Pero a Corso no le hacía ninguna gracia.

Después de colgar el teléfono permaneció quieto en la penumbra del pasillo, reflexionando. Tal vez esperaban de él precisamente eso, una carrera escaleras abajo, espada en mano, tras el señuelo de Rochefort. Hasta la llamada de la chica podía formar parte del plan; o tal vez, puestos a rizar el rizo, una advertencia contra ese mismo plan, si es que había tal. Y si es que ella -Corso tenía demasiada experiencia para poner la mano en el fuego por nadie- jugaba limpio.

Malos tiempos, se dijo de nuevo. Tiempos absurdos. Después de tantos libros, cine y televisión, después de tantos niveles de lectura posibles, resultaba difícil saber si uno se enfrentaba al original o a la copia; cuándo el juego de espejos devolvía la imagen real, la invertida o la suma de éstas, y cuáles eran las intenciones del autor. Resultaba tan fácil quedarse corto como pasarse de listo. Había en ello un motivo más para envidiar al tatarabuelo Corso, sus mostachos de granadero y el olor a pólvora sobre el barro de Flandes. Entonces una bandera todavía era una bandera, el Emperador era el Emperador, una rosa era una rosa. De cualquier modo, ahora, en París y para Corso, algo seguía claro: incluso como lector de segundo nivel estaba dispuesto a asumir el juego sólo hasta ciertos límites. Y no tenía edad, ni inocencia, ni ganas de correr a batirse en terreno elegido por los adversarios, tres duelos concertados en diez minutos, en los Carmelitas Descalzos o donde diablos fuera. Cuando hubiera que decirse hola muy buenas, ya procuraría él acercarse a Rochefort con todas las garantías a su favor, a ser posible por detrás y con una barra de hierro en la mano. Se lo debía desde aquella calleja estrecha, en Toledo, sin olvidar los intereses acumulados en Sintra. Corso era de los que siempre saldan sus deudas en frío. Sin prisas.

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