Replinger hizo otra pausa para tomar aire. Se iba acalorando a medida que hablaba, y de nuevo la sangre le afluía al rostro. Las últimas citas las hizo precipitadamente, algo atropelladas las palabras. Temía aburrir a su interlocutor, pero, al mismo tiempo, deseaba complacerlo con toda la información posible.
– Sobre El caballero de Casa Roja -continuó después de respirar un poco- hay una anécdota divertida… Al anunciarse el folletín con el título original, El caballero de Rougeville , Dumas recibió una carta de protesta firmada por un marqués del mismo nombre. Eso le hizo cambiar el título; pero al poco recibió una nueva carta. «Muy señor mío» , decía el aristócrata: «dé a su novela el título que guste. Soy el último de la familia y dentro de una hora voy a pegarme un tiro» … Y en efecto, el marqués de Rougeville se suicidó por asunto de faldas.
Boqueó otra vez, falto de aire. Sonreía imponente y rubicundo, cual si pidiera excusas. Una de sus fuertes manos se apoyaba en la mesa junto a las hojas azules. Parecía un gigante agotado, se dijo Corso. Porthos en la gruta de Locmaría.
– Boris Balkan no le hizo justicia; usted es un experto en Dumas. No me extraña que sean amigos.
– Nos respetamos. Pero yo sólo hago mi trabajo -Replinger inclinaba la cabeza, un poco cohibido-. Soy un alsaciano concienzudo, que trabaja con documentos y libros anotados o con dedicatorias autógrafas. Siempre autores del xix francés… Sería incapaz de valorar lo que llega a mis manos si no conociese bien por quién fue escrito, o en qué circunstancias. No sé si me comprende.
– Perfectamente -repuso Corso-. Es la diferencia entre un profesional y un vulgar trapero.
Replinger le dirigió una mirada de agradecimiento.
– Usted es del oficio. Salta a la vista.
– Sí -torció la boca-. Del oficio más viejo del mundo.
Rió el librero, para terminar en otro estertor asmático. Corso aprovechó la pausa orientando la conversación hacia el asunto Maquet:
– Cuénteme cómo lo hacían -pidió.
– La técnica era complicada -Replinger movía las manos hacia la mesa y las sillas, como si la escena hubiera ocurrido allí-. Dumas trazaba el plan de cada obra y lo discutía con su colaborador, que buscaba documentación y escribía un esbozo de historia, o una primera redacción: las hojas blancas. Después Dumas reescribía en las hojas azules… Trabajaba en mangas de camisa, por la mañana o por la noche; casi nunca por la tarde. No bebía café ni licores; sólo agua de Seltz. Tampoco fumaba apenas. Llenaba páginas entre apremios de los editores reclamando más y más. Maquet remitía el material en bruto por correo, y él se impacientaba con los retrasos -extrajo una cuartilla de la carpeta y la puso en la mesa delante de Corso-. Aquí tiene la prueba: una de las notas cruzadas entre ellos durante la redacción de La reina Margarita . Como ve, Dumas se queja un poco: «Todo marcha perfectamente, a pesar de seis o siete páginas de política que nos tragaremos para que renazca el interés… Si no vamos más aprisa, querido amigo, es culpa vuestra: desde ayer a las nueve estoy mano sobre mano» … -hizo alto para llevar aire a sus pulmones e indicó El vino de Anjou -. Sin duda estas cuatro hojas blancas con letra de Maquet y anotaciones de Dumas fueron recibidas por él con muy poco tiempo, momentos antes de que Le Siécle cerrara la edición, y hubo de conformarse con reescribir algunas y hacer correcciones apresuradas de su puño y letra sobre otras, en el mismo original.
Volvía a meter los papeles en sus carpetas, para reintegrarlos al archivador de la letra D. Tuvo tiempo Corso de echar un último vistazo a la nota en que Dumas reclamaba páginas a su colaborador. Aparte de la letra, que se correspondía trazo a trazo, el papel era idéntico -azul y con fina cuadrícula- al utilizado en el manuscrito de El vino de Anjou . Un folio cortado en dos; la parte inferior aún se veía más irregular que las otras tres. Quizá todas aquellas hojas estuviesen juntas sobre la mesa del novelista, en la misma resma.
– ¿Quién escribió realmente Los tres mosqueteros ?
Replinger, ocupado en cerrar el archivador, tardó en responder:
– No puedo aclararle eso; la pregunta es demasiado tajante. Maquet era hombre de recursos, conocía la Historia, leyó mucho… Pero le faltaba el genio del maestro.
– Creo que terminaron mal.
– Sí. Una lástima. ¿Sabe que viajaron juntos a España cuando la boda de Isabel II?… Dumas publicó incluso un folletín, De Madrid a Cádiz , en forma de cartas… En cuanto a Maquet, con el tiempo exigió ante los tribunales que se le declarase autor de dieciocho de las novelas de Dumas, pero los jueces dictaminaron que su trabajo fue sólo preparatorio… Hoy se le considera un escritor mediocre, que aprovechó la fama del otro para ganar dinero. Aunque no falta quien lo ve como una víctima explotada: el negro del gigante…
– ¿Y usted?
Replinger miró, furtivo, el retrato de Dumas que había sobre la puerta.
– Ya le he dicho que no soy un especialista como mi amigo el señor Balkan… Sólo un comerciante; un librero -pareció meditar, calibrando el grado de compromiso entre su profesión y sus gustos personales-. Pero llamaré su atención sobre un hecho: entre 1870 Y 1894 se vendieron en Francia tres millones de volúmenes y ocho millones de folletines por entregas, todos con el nombre Alejandro Dumas en la portada. Novelas escritas antes, durante y después de Maquet. Imagino que eso significa algo.
– Al menos, la fama en vida-sugirió Corso.
– Sin discusión. Durante medio siglo Europa no juró sino por su boca. Las dos Américas enviaban barcos con el exclusivo fin de transportar sus novelas, que se leían lo mismo en El Cairo, Moscú, Estambul y Chandernagor… Dumas apuró la existencia, el placer y la popularidad, hasta el límite. Vivió y disfrutó, estuvo en las barricadas, se batió en duelos, tuvo procesos, fletó navíos, repartió pensiones de su bolsillo, amó, comió, bailó, ganó diez millones y derrochó veinte, y murió dulcemente, como un niño dormido… -Replinger señalaba las correcciones a las hojas blancas de Maquet-. A todo eso se le puede llamar de muchas formas: talento, genio… Pero, sea lo que sea, no se improvisa, ni se roba a otros -golpeó su pecho al modo de Porthos-. Se tiene aquí. Ningún otro escritor vivo conoció tanta gloria. De la nada, Dumas lo obtuvo todo; como si hubiera pactado con Dios.
– Sí -dijo Corso-. O con el diablo.
Cruzó la calle hasta la librería de enfrente. En la puerta, protegidos por un toldo, montones de volúmenes se apilaban sobre tablas apoyadas en caballetes. La chica seguía allí, curioseando entre los libros y los mazos de estampas y tarjetas postales antiguas. Estaba a contraluz con el sol sobre los hombros, dorándole el cabello en la nuca y las sienes. No interrumpió su tarea al llegar él.
– ¿Cuál escogerías tú? -preguntó. Dudaba entre una postal sepia en la que se abrazaban Tristán e Isolda, y otra con El buscador de estampas de Daumier: las sostenía ante sí con aire indeciso.
– Llévate las dos -sugirió Corso, viendo por el rabillo del ojo que otro cliente se detenía ante el tenderete y alargaba la mano hacia un grueso fajo de postales sujetas con una goma. Disparó el brazo con reflejo de cazador para arrebatarle el paquete casi entre los dedos. Se puso a revisar el botín mientras oía la voz del otro alejarse mascullando, y encontró varias estampas de tema napoleónico; María Luisa emperatriz, la familia Bonaparte, la muerte del Emperador y la última victoria: un lancero polaco y dos húsares a caballo ante la catedral de Reims, durante la campaña de Francia de 1814, agitando banderas arrebatadas al enemigo. Tras dudar un instante añadió al mariscal Ney en gran uniforme y un Wellington anciano, posando para la Historia. Afortunado y viejo cabrón.
La chica eligió algunas postales más. Sus manos largas y morenas se movían con seguridad entre las cartulinas y el ajado papel impreso: retratos de Robespierre y Saint-Just, y una elegante efigie de Richelieu en hábito de cardenal, llevando al cuello el cordón con la Orden del Espíritu Santo.
– Muy oportuno -apuntó Corso, ácido.
Ella no respondió. Se movía hacia una pila de libros y el sol resbalaba sobre sus hombros, envolviendo a Corso en niebla dorada. Entornó los ojos, deslumbrado, y cuando; los abrió de nuevo la chica le mostraba un grueso volumen en cuarto que había puesto aparte.
– ¿Qué te parece?
Echó un vistazo: Los tres mosqueteros con las ilustraciones originales de Leloir, encuadernado en tela y piel, buen estado. Cuando la miró otra vez comprobó que sonreía con un extremo de la boca, fijos en él los ojos, a la espera.
– Bonita edición -se limitó a decir-. ¿Tienes el propósito de leer eso?
– Claro que sí. Procura no contarme el final.
Se rió Corso bajito, sin ganas.
– Eso quisiera yo -dijo mientras reordenaba los mazos de postales-. Poder contarte el final.
– Tengo un regalo para ti -dijo la chica.
Caminaban por la orilla izquierda junto a los tenderetes de los buquinistas, entre grabados colgando en sus fundas de plástico y celofán, y los libros de segunda mano alineados sobre el pretil del río. Un bateau-mouche navegaba despacio corriente arriba, a punto de hundirse bajo el peso de unos cinco mil japoneses, calculó Corso, y otras tantas videocámaras Sony. Al otro lado de la calle, tras el cristal de sus exclusivos escaparates con pegatinas Visa y American Express, engolados anticuarios oteaban con disimulo el horizonte a la espera de un kuwaití, un estraperlista ruso o un ministro ecuatoguineano a quien colocar el bidet -porcelana decorada, Sévres- de Eugenia Grandet. Pronunciando, por supuesto, todas las oes con riguroso acento circunflejo.
– No me gustan los regalos -murmuró Corso, hosco-. Una vez unos tipos aceptaron cierto caballo de madera. Artesanía aquea, ponía en la etiqueta. Los muy cretinos.
– ¿No hubo disidentes?
– Uno, con sus niños. Pero salieron varios bichos del mar, haciendo con ellos un estupendo grupo escultórico. Helenístico, creo recordar. Escuela de Rodas. En aquel tiempo los dioses eran demasiado parciales.
– Siempre lo fueron -la chica miraba el agua turbia del río como si arrastrase recuerdos. Corso la vio sonreír, reflexiva y ausente-. jamás conocí un dios imparcial. Ni un diablo -se volvió hacia él de forma inesperada; sus anteriores pensamientos parecían haberse ido corriente abajo-. ¿Crees en el diablo, Corso?