– Antes dime qué tienes que ver con Fargas. Con todo esto.
Movió de nuevo la cabeza, en silencio. Corso expulsaba el humo del cigarrillo. Había en el aire tanta humedad que se quedó flotando ante él, condensado, antes de irse desvaneciendo poco a poco. Miró a la chica.
– ¿Conoces a Rochefort?
– ¿Rochefort?
– O como se llame. Un tipo moreno, con una cicatriz. Estuvo anoche rondando por aquí -a medida que hablaba, Corso tenía conciencia de lo estúpido que era todo aquello. Terminó con una mueca incrédula, dudando de sus propios recuerdos-. Incluso hablé con él.
La joven volvió a negar con la cabeza, sin apartar los ojos del estanque.
– No lo conozco.
– ¿Qué haces aquí, entonces?
– Cuido de usted.
Corso miró las puntas de sus zapatos, frotándose las manos entumecidas. El canturreo del agua en el estanque empezaba a irritarlo. Se llevó los dedos a la boca para dar una última chupada al cigarrillo, cuya brasa estaba a punto de quemarle los labios. El sabor era amargo.
– Tú estás loca, chiquilla.
Arrojó el resto del cigarrillo, mirando el humo que se disipaba ante sus ojos.
– Como una cabra -añadió.
Ella seguía en silencio. Al cabo de un momento, Corso extrajo del bolsillo la petaca de ginebra y bebió un trago, sin ofrecerle. Después la miró de nuevo.
– ¿Dónde está Fargas?
Tardó un poco en responder; su mirada seguía absorta, perdida. Por fin hizo un gesto con el mentón.
– Ahí.
Corso siguió la dirección de su mirada. En el estanque, bajo el hilo de agua que salía por la boca del angelote mutilado de ojos vacíos, la silueta imprecisa de un cuerpo humano flotaba boca abajo entre las plantas acuáticas y las hojas muertas.