Lo primero que vio al empujar la puerta del pequeño saloncito del hotel fue a la chica. No había error posible: el pelo cortísimo, el aire de muchacho, la piel bronceada como si estuvieran en pleno mes de agosto. Leía sentada en un sillón junto al cono de luz de una lámpara, con las piernas estiradas y cruzadas sobre el asiento de enfrente, los pies descalzos, tejanos y camiseta blanca de algodón, el jersey de lana gris sobre los hombros. Y Corso se quedó inmóvil, la mano en el picaporte y una absurda sensación martilleándole el pensamiento. Coincidencia o hecho deliberado, aquello era excesivo.
Por fin, todavía incrédulo, se acercó a la muchacha. Casi estaba a su lado cuando levantó la vista del libro fijando en él los ojos verdes, claridad líquida y profunda que tan bien recordaba de cuando su encuentro en el tren. Se detuvo sin saber lo que iba a decir; con la extraña sensación de que podía caer dentro de esos ojos.
– No me contó que viniera a Sintra -dijo. Tampoco usted.
Acompañaba su respuesta con una sonrisa tranquila, sin incomodidad ni sorpresa. Parecía sinceramente contenta de encontrarse con él.
– ¿Qué hace aquí? -preguntó Corso.
Ella retiró los pies del sillón, ofreciéndoselo con un gesto; pero el cazador de libros permaneció de pie.
– Viajo -dijo la chica, y le mostró el libro; no era el mismo del tren: Melmoth el errabundo , de Charles Maturin-. Leo. Y tengo encuentros inesperados.
– Inesperados -repitió Corso como un eco.
Lo fuesen o no, eran demasiados encuentros para una sola noche. Y se vio anudando cabos entre su presencia en el hotel y la aparición de Rocherfort en la carretera. Tenía que haber un punto de vista desde el que las cosas encajasen unas con otras, aunque se encontraba muy lejos de eso. Ni siquiera sabía hacia dónde mirar.
– ¿No se sienta?
Lo hizo, vagamente inquieto. La joven había cerrado el libro y lo observaba con curiosidad.
– No parece un turista -dijo ella.
– No lo soy.
– ¿Trabaja?
– Sí.
– Cualquier trabajo en Sintra tiene que ser interesante.
Sólo faltaba eso, pensó Corso ajustándose las gafas con el índice. Sufrir un interrogatorio a tales alturas, aunque el inquisidor fuese una bella y jovencísima muchacha. Tal vez ése era el problema: demasiado joven para representar una amenaza. O quizás ahí radicase el peligro. Cogió el libro, que la chica había puesto sobre la mesa, y lo hojeó un poco. Era una edición inglesa, moderna, y algunos párrafos estaban subrayados a lápiz. Se detuvo en uno de ellos:
Sus ojos seguían fijos en la luz declinante y en la creciente oscuridad. Esa negrura preternatural que parece decir a la más luminosa y sublime obra de Dios: «Déjame el sitio; acaba ya de brillar».
– ¿Le gusta leer novela gótica?
– Me gusta leer -había inclinado un poco la cabeza y la luz dibujaba en escorzo su cuello desnudo-. Tocar los libros. Siempre viajo con varios en la mochila.
– ¿Viaja mucho?
– Mucho. Desde hace siglos.
Torció la boca Corso al oír la respuesta. Ella la había formulado muy seria, frunciendo un poco el ceño con aire de una chiquilla que se refiere a asuntos graves.
– Creí que era estudiante.
– A veces.
Corso dejó el Melmoth sobre la mesa.
– Es usted una joven misteriosa. ¿Qué edad tiene? ¿Dieciocho, diecinueve?… A veces cambia de expresión, como si tuviera mucha más edad.
– Quizá la tenga. Cada uno posee los gestos de lo que ha vivido y lo que ha leído. Fíjese si no en usted.
– ¿Qué pasa conmigo?
– ¿Nunca se ha visto sonreír? Parece un soldado viejo.
Se movió un poco en el asiento, incómodo.
– No sé cómo sonríe un soldado viejo.
– Pero yo sí lo sé -los ojos de la chica se volvieron opacos; vagaban adentro, en su propia memoria-. Una vez conocí a diez mil hombres que buscaban el mar. Corso alzó una ceja con exagerado interés.
– No me diga… ¿Eso pertenece a lo leído o a lo vivido?
– Adivínelo -se lo quedó mirando con fijeza antes de añadir-: Usted parece un tipo listo, señor Corso.
Ahora estaba en pie, recogía el libro de la mesa y las zapatillas blancas del suelo. Sus ojos parecieron cobrar vida, y el cazador de libros vio agitarse en ellos reflejos familiares. Había algo de conocido, de entrevisto ya en aquella mirada.
– Puede que nos veamos -dijo ella antes de irse-. Por ahí.
A Corso no le cupo la menor duda de que iba a ser así. Y no estaba muy seguro de si lo deseaba o no. De una u otra forma, su reflexión duró escasos segundos: al salir, la chica se cruzó en la puerta con Amílcar Pinto.
El recién llegado era bajo y grasiento. Tenía una piel oscura, reluciente como recién barnizada, amén de un bigote fuerte y espeso recortado a tijeretazos. Habría sido un policía honrado, incluso un buen policía, de no verse en la necesidad de alimentar a cinco hijos, una mujer y un padre jubilado que se le fumaba el tabaco a escondidas. A la mujer, una mulata que veinte años atrás fue muy bella, se la trajo de Mozambique con la independencia, cuando Maputo se llamaba Lourenlo Marques y él era un sargento de paracaidistas condecorado, menudo y valiente. Corso la había entrevisto en el curso de las combinaciones que de vez en cuando efectuaba con su marido: ojos cercados de fatiga, pechos grandes y fláccidos, zapatillas viejas y el pelo recogido en un pañuelo rojo, en el vestíbulo de la casa que olía a críos sucios y verdura hervida.
El policía entró directamente en el saloncito, miró de soslayo a la chica al cruzarse con ella, y vino a dejarse caer en un sillón frente al cazador de libros. Resoplaba igual que si hubiera viajado a pie desde Lisboa.
– ¿Quién es ella?
– Nadie que importe -respondió Corso-. Una jovencita española. Turista.
Asintió Pinto, tranquilizado, secándose las palmas húmedas en las perneras del pantalón. Era un gesto que repetía con frecuencia. Sudaba mucho, y el cuello de sus camisas siempre tenía un delgado cerco oscuro allí donde estaba en contacto con la piel.
– Tengo un problema-dijo Corso.
La sonrisa del portugués se hizo más ancha. No hay problema insoluble, insinuaba aquel gesto. No mientras tú y yo sigamos llevándonos bien.
– Estoy seguro -respondió- de que podemos solucionarlo juntos.
Ahora le tocó sonreír a Corso. Hacía cuatro años que conocía a Amílcar Pinto, a causa de un feo asunto de libros robados que aparecieron en los tenderetes de la Feira da Ladra. Corso estuvo en Lisboa para identificarlos, Pinto realizó un par de detenciones, y en el camino de vuelta al propietario algunos ejemplares valiosos desaparecieron para siempre jamás. A fin de celebrar el inicio de aquella fructífera amistad, se habían emborrachado juntos en las tascas de fados del Barrio Alto mientras el ex sargento paracaidista rumiaba nostalgias coloniales, contándole a Corso el modo en que estuvieron a punto de volarle los huevos en la batalla de Gorongosa. Terminaron cantando Grándola vila morena a grito pelado en el mirador de Santa Luzía, con el barrio de Alfama iluminado por la luna, a sus pies, y el Tajo más allá, ancho y reluciente como una sábana de plata sobre la que se deslizaban, muy despacio, las siluetas oscuras de los barcos rumbo a la torre de Belem y el Atlántico.
El camarero le trajo a Pinto el café que había pedido. Corso esperó a que se alejase para continuar: -Hay un libro.
El policía se inclinaba sobre la mesita baja, poniendo azúcar en el café.
– Siempre hay un libro -asintió, circunspecto. -Éste es especial.
– ¿Cuál no lo es?
Sonrió de nuevo Corso. Una sonrisa metálica, afilada. -El dueño no quiere vender.
– Mala cosa -Pinto se llevó la taza a los labios, saboreando con placer el café-. El comercio es bueno. Los objetos van y vienen, se mueven. Generan riqueza, hacen ganar dinero a los intermediarios… -dejó la taza para secarse las manos en el pantalón-. Los productos deben circular. Son las leyes del mercado; las leyes de la vida. No vender tendría que estar prohibido: es casi un crimen.
– Estoy de acuerdo -precisó Corso-. Deberías hacer algo al respecto.
Pinto se echó atrás en el sillón y miró a su interlocutor, seguro y reposado, a la espera. Una vez, durante una emboscada en el mato mozambiqueño, había cargado a hombros con un teniente moribundo, huyendo toda la noche con él a través de diez kilómetros de selva. Al amanecer sintió morir al teniente, pero no quiso dejarlo en el suelo y continuó a cuestas con el cadáver hasta alcanzar la base. El teniente era muy joven, y Pinto pensó que a su madre le gustaría enterrarlo en Portugal. Le dieron una medalla por eso. Ahora los hijos de Pinto jugaban por la casa con sus viejas medallas oxidadas.
– Quizá conozcas al individuo: Victor Fargas.
El policía hizo un gesto afirmativo.
– La familia Fargas es muy ilustre -precisó-. Muy antigua. En otro tiempo tuvo influencia, pero ya no la tiene.
Corso le alargó un sobre cerrado.
– Aquí tienes todos los datos que necesitas: propietario, libro y lugar.
– Conozco la quinta -Pinto se pasaba la punta de la lengua por el labio superior, humedeciéndose el bigote-. Muy imprudente, guardar libros valiosos allí. Cualquier desaprensivo puede entrar -miró a Corso contrito, como si de verdad se sintiera apenado por la imprevisión de Victor Fargas-. Se me ocurre uno, por ejemplo: un ratero del Chiado que me debe favores.
Se sacudió Corso una invisible mota de polvo de la ropa. No era asunto suyo. No, al menos, en la fase operativa.
– Quiero estar lejos cuando ocurra.
– Descuida. Tendrás el libro, y al señor Fargas se le molestará lo imprescindible. Un cristal roto, como mucho: trabajo limpio. En cuanto a los honorarios…
Indicó Corso el sobre, que el otro tenía en las manos, sin abrir.
– Es un adelanto por la cuarta parte del total. El resto, a la entrega.
– Ningún problema. ¿Cuándo te vas?
– Mañana a primera hora. Estaré en contacto contigo desde París -Pinto empezaba a levantarse, pero Corso lo detuvo con un gesto-. Otra cosa. Quiero identificar a un fulano alto, metro ochenta más o menos, con bigote y una cicatriz en la cara. Pelo negro, ojos oscuros. Delgado. No es español ni portugués. Y esta noche ronda por aquí.
– ¿Peligroso?
– No lo sé. Me sigue desde Madrid.
El policía tomaba notas en el reverso del sobre.
– ¿Alguna relación con nuestro negocio?