Corso hizo ademán de darse una palmada en la frente, como si acabara de caer en ello.
– Elemental -dijo. Y tuvo la certeza de que se encontrarían de nuevo.
Corso estuvo en Lisboa menos de cincuenta minutos; el tiempo justo para ir de la estación de Santa Apolonia a la del Rossío. Hora y media más tarde pisaba el andén de Sintra bajo un cielo de nubes bajas que difuminaban, monte arriba, las melancólicas torres grises del castillo Da Pena. No había taxis a la vista, y subió andando hasta el pequeño hotel situado frente a las dos grandes chimeneas del Palacio Nacional. Eran las diez de la mañana de un miércoles y la explanada estaba libre de turistas y autocares; no hubo problemas en conseguir una habitación con vistas al paisaje quebrado, espeso y verde, donde despuntaban tejados y torres de las viejas quintas, entre jardines centenarios cubiertos de hiedra.
Después de la ducha y un café preguntó por la Quinta da Soledade, y la encargada del hotel le indicó el camino, carretera arriba. Tampoco había taxis en la explanada, aunque sí un par de coches de caballos; Corso ajustó el precio y minutos después pasaba bajo los encajes de piedra neomanuelinos de la Torre da Regaleira. Los cascos del caballo resonaron en las oquedades de los muros umbríos, en los canalillos y fuentes por donde corría el agua; entre la hiedra espesa cubriendo paredes, rejas, troncos de árbol, escaleras de piedra tapizadas de musgo y antiguos azulejos de las quintas abandonadas.
La Quinta da Soledade era un edificio rectangular del siglo xviii, con cuatro chimeneas y una fachada cuyo revoque ocre estaba descolorido en regueros y manchas. Corso bajó del coche y estuvo un momento observando el lugar antes de abrir la verja de hierro. A uno y otro lado, rematando el muro sobre columnas de granito, había dos estatuas de piedra verdegris, enmohecida. Una representaba un busto de mujer; la otra parecía idéntica, pero de facciones ocultas bajo la hiedra que trepaba hasta ella, inquietante parásito que se hubiera adueñado del rostro, fundiéndose con los rasgos modelados debajo.
Al caminar hacia la casa escuchó el sonido de sus pasos sobre las hojas muertas. Era un sendero flanqueado por estatuas de mármol, casi todas caídas y rotas junto a los pedestales vacíos. El jardín estaba en completo abandono, invadido por la vegetación que subía por los bancos y miradores, cuyos forjados oxidaban la piedra cubierta de musgo. A la izquierda, junto a un estanque lleno de plantas acuáticas, una fuente de azulejos rotos cobijaba a un angelote mofletudo, de ojos vacíos y manos mutiladas que dormía con la cabeza sobre un libro y de cuya boca entreabierta manaba un hilillo de agua. Todo llevaba impresa una infinita tristeza, a la que Corso no pudo sustraerse. Quinta de la Soledad, repitió. El nombre era adecuado.
Ascendió por una escalera de piedra hasta la puerta, levantando la vista. Entre su cabeza y el cielo gris, un antiguo reloj de sol no marcaba hora alguna en sus cifras romanas. Lo presidía una leyenda: Ommes vulnerant, postuma necat .
Todas hieren -leyó-. La última mata.
– Llega usted a tiempo -dijo Fargas-. Para la ceremonia.
Corso estrechó su mano, un poco desconcertado. Victor Fargas era alto y flaco como un gentilhombre de El Greco; tanto que parecía moverse, dentro del holgado jersey de lana gruesa, igual que una tortuga en su concha. Lucía un bigote recortado con pulcritud geométrica, los pantalones se le abolsaban en las rodillas, y los zapatos eran relucientes, de un modelo antiguo gastado por el uso. Eso fue cuanto Corso abarcó al primer vistazo, antes de que su atención se desplazase a la enorme casa vacía, las paredes desnudas, las pinturas de los techos desmenuzadas en lagunas mohosas, roídas por el yeso y la humedad.
Fargas miró al recién llegado de arriba abajo.
– Supongo que aceptará un coñac, -dijo por fin, a modo de conclusión tras íntimo razonamiento, y echó a andar por el pasillo cojeando ligeramente, sin preocuparse en comprobar si Corso lo seguía o no. Pasaron junto a otras habitaciones también vacías, o con restos de muebles inservibles tirados en un rincón. De los techos, al extremo de cables eléctricos, colgaban casquillos desnudos o bombillas polvorientas.
Las únicas estancias con aspecto de estar en uso eran dos salones comunicados por una puerta corredera, con escudos de armas esmerilados en el vidrio, cuyas hojas abiertas mostraban un panorama de paredes vacías y huellas de objetos que antaño las adornaron impresas en su viejo empapelado: marcas rectangulares de cuadros desaparecidos, contornos de muebles, clavos oxidados, puntos de luz para lámparas inexistentes. Sobre aquel triste paisaje gravitaba un techo pintado imitando bóveda de nubes con la figuración, en el centro, del sacrificio de Abraham: un viejo patriarca de cuarteados colores cuya mano, armada de puñal y a punto de abatirse sobre un rubio jovencito, era detenida por un ángel con alas enormes. Bajo la falsa bóveda se abría una puerta-ventana, sucia y con algunos vidrios sustituidos por recortes de cartón, que daba a la terraza y a la parte trasera del jardín.
– Dulce hogar-dijo Fargas.
Era una ironía formulada sin excesiva convicción. Parecía que el dueño de la casa la hubiese utilizado demasiadas veces y ni él mismo confiara ya en su efecto. Hablaba castellano con denso y distinguido acento portugués, y se movía siempre muy despacio, tal vez a causa de su pierna inválida, a la manera de esa gente que posee una eternidad ante sí.
– Coñac -repitió, ensimismado, cual si no recordase bien qué los había llevado hasta allí.
Corso hizo un vago gesto afirmativo que Fargas no vio. El vasto salón se cerraba al otro lado en una enorme chimenea con una pequeña pila de troncos sin encender. Había un par de sillones desparejos, una mesa y un aparador, un quinqué de petróleo, dos candelabros con velas, un violín en su estuche y poco más. Pero en el suelo, sobre antiguas alfombras deshilachadas o tapices deslucidos por el tiempo, lo más lejos posible de las ventanas y de la luz plomiza que éstas dejaban entrar, se alineaban en orden perfecto muchos libros; quinientos o más, calculó Corso. Tal vez casi un millar. Entre ellos, numerosos códices e incunables. Buenos y viejos libros en piel o pergamino, antiguos volúmenes con clavos en las tapas, infolios, elzevires, encuadernaciones con gofrados, bullones, florones, cierres, lomos y cantos con letras doradas o caligrafiados en los scriptorios de monasterios medievales. Observó también por los rincones una docena de ratoneras oxidadas. La mayor parte, sin queso.
Fargas, que hurgaba en el aparador, se volvió con una copa y una botella de Remy Martin, observándola al trasluz para comprobar su contenido.
– Dorada sangre de Dios -dijo, triunfal-. O del diablo. Sonreía sólo con la boca, torcido el bigote a la manera de los viejos galanes de cine; mas sus ojos continuaban fijos e inexpresivos, cercados de bolsas como por un insomnio que empezase a durar demasiado. Corso observó sus manos finas, de buena crianza, al tomar de ellas la copa de coñac, cuyo cristal ligero vibraba suavemente al llevárselo a los labios.
– Bonita copa -elogió, por decir algo.
El bibliófilo estaba de acuerdo, e hizo un gesto a medio camino entre la resignación y la burla de sí mismo, sugiriendo una segunda lectura de todo aquello: la copa, los tres dedos de coñac de la botella, la casa despojada. Su misma presencia allí: elegante, pálido y ajado fantasma.
– Sólo me queda otra igual -respondió con tranquila objetividad, a modo de confidencia-. Por eso las conservo.
Corso se hizo cargo con un movimiento de cabeza. Su mirada recorrió un momento las paredes vacías para volver a centrarse en los libros.
– Tuvo que ser una hermosa quinta -dijo.
El otro encogió los hombros bajo el jersey.
– Sí; lo fue. Pero con las viejas familias pasa lo que con las civilizaciones: un día se agostan y mueren -miró alrededor sin ver; parecía que sus ojos reflejaran los objetos ausentes-. Al principio uno recurre a los bárbaros para que vigilen el limes del Danubio, después los enriquece y termina convirtiéndolos en acreedores… Hasta que un día se sublevan y lo invaden a uno, y lo saquean -observó a su interlocutor con repentina suspicacia-. Espero que sepa de qué estoy hablando.
Asintió Corso. A estas alturas ya dejaba flotar entre ambos su mejor sonrisa de conejo cómplice.
– Lo sé perfectamente -confirmó-: Botas herradas pisando porcelana de Sajonia. ¿Se refiere a eso?… Fregonas con traje de noche. Menestrales advenedizos que se limpian el culo con manuscritos miniados.
Fargas hizo un movimiento de aprobación. Sonreía, satisfecho. Luego cojeó hasta el aparador en busca de la otra copa.
– Creo -dijo- que también tomaré un coñac.
Brindaron en silencio mirándose a los ojos, semejantes a dos miembros de una cofradía secreta tras establecer los signos de reconocimiento. Al cabo, el bibliófilo señaló los libros e hizo un gesto con la mano que sostenía la copa, como si superada la prueba de iniciación invitara a Corso a franquear una barrera invisible, acercándose a ellos.
– Ahí los tiene. Ochocientos treinta y cuatro volúmenes, de los que ya menos de la mitad merece la pena -bebió un poco antes de pasarse el índice por el bigote húmedo, mirando alrededor-. Es una lástima que no los haya conocido en tiempos mejores, alineados en sus estanterías de madera de cedro… Llegué a reunir cinco mil. Éstos son los supervivientes.
Corso, que había dejado la bolsa de lona en el suelo, se acercó a los libros. Sentía cosquillearle la punta de los dedos por puro reflejo. El panorama era magnífico. Se ajustó las gafas para detectar, al primer vistazo, un Vasari en cuarto de 1588, primera edición, y un Tractatus de Berengario de Carpi, con encuadernación en pergamino, del xvi.
– Nunca hubiera imaginado que la colección Fargas, que figura en todas las bibliografías, estuviese así. Libros apilados en el suelo, sin muebles, contra la pared, en una casa vacía…
– Es la vida, amigo mío. Pero debo precisar, en mi descargo, que todos se encuentran en impecable estado… Yo mismo los limpio y reviso, procuro airearlos y que estén a salvo de insectos y roedores, la luz, el calor y la humedad. De hecho no hago otra cosa durante el día.
– ¿Qué fue del resto?
El bibliófilo miró hacia la ventana, haciéndose también la misma pregunta. Arrugaba el ceño.
– Imagínese -repuso, y se diría un hombre muy infeliz cuando sus ojos volvieron a encontrarse con Corso-. Salvo la quinta, algunos muebles y la biblioteca de mi padre, no heredé más que deudas. Cada vez que obtuve dinero lo invertí en libros, y cuando mi renta tocó fondo liquidé cuanto quedaba: cuadros, muebles y vajilla. Usted sabe, creo, lo que significa ser un bibliófilo apasionado; pero yo soy bibliópata. El sufrimiento era atroz con sólo imaginar dispersa mi biblioteca.