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– Tú no eres arponero ni nada. Eres un sucio bastardo y traidor.

– Sí. Inglaterra me hizo así, que diría ese meapilas de Graham Greene. En el colegio me apodaban Yo-no-he-sido … ¿Nunca te he contado cómo aprobé Matemáticas?… -alzó otra vez las cejas, evocador, con ternura nostálgica-…Siempre fui un delator nato.

– Pues ten cuidado con Liana Taillefer.

– ¿Por qué? – La Ponte se miraba en el espejo del bar. Hizo una mueca lúbrica-. Desde que le llevaba los folletines al marido me gusta esa tía. Tiene mucha clase.

– Sí -concedió Corso-. Mucha clase media.

– Oye, no sé por qué te cae tan mal. Con lo aparente que es.

– Hay gato encerrado.

– Me encantan los gatos. Sobre todo si sus dueñas son rubias y guapas.

Corso le daba golpecitos con un dedo sobre el nudo de la corbata.

– Escucha, idiota. En las historias de misterio siempre muere el amigo. ¿Captas el silogismo?… Ésta es una historia de misterio y tú eres mi amigo -le dedicó un guiño cargado de lógica abrumadora-. Así que llevas todas las papeletas.

Obstinado en el recuerdo de la viuda, La Ponte no se dejaba intimidar.

– Venga ya. No he cantado un bingo en mi vida. Además, ya te dije dónde me pedía el tiro: en el hombro.

– Hablo en serio. Taillefer está muerto.

– Suicidado.

– A saber. Y puede morir más gente.

– Pues muérete tú. Aguafiestas. Cabrón.

El resto de la velada consistió en variaciones sobre el mismo tema. Se despidieron cinco o seis copas más tarde, quedando en telefonearse cuando Corso estuviera en Portugal. La Ponte se fue con paso inseguro y sin pagar, pero le regaló la colilla de Rochefort. Así, le dijo, tienes la parejita.

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