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Desde entonces había transcurrido mucho tiempo. Corso apagó la lámpara. La lluvia seguía cayendo en la noche. En el dormitorio, sentado al borde de la cama vacía, encendió un último cigarrillo inmóvil en la penumbra, acechando el eco de la respiración ausente, entre las sábanas. Después alargó una mano para rozar el cabello que ya no estaba allí, sobre la almohada. Nikon era su único remordimiento. Ahora la lluvia arreciaba fuera, y las gotas de agua, en la ventana, descomponían en pequeños reflejos la escasa luz exterior, cribando las sábanas de puntos móviles, regueros negros, sombras minúsculas que se desplomaban sin rumbo, como los jirones de una vida.

– Lucas.

Pronunció su propio nombre en voz alta igual que solía hacerlo ella, la única que siempre lo llamó así. Esas cinco letras eran un símbolo de la destrozada patria común que, en otro tiempo, ambos desearon compartir. Centró Corso su atención en la brasa del cigarrillo, roja en la oscuridad. Había creído amar mucho a Nikon, antes. Cuando la encontraba bella e inteligente, infalible como una encíclica pontificia, apasionada igual que sus fotografías en blanco y negro: niños de ojos grandes, ancianos, chuchos de mirada fiel. Cuando la veía defender la libertad de los pueblos y firmar manifiestos a favor de los intelectuales encarcelados, las etnias oprimidas y cosas así. También de las focas. Una vez había logrado que él firmase algo sobre las focas.

Se levantó despacio de la cama para no despertar al fantasma que dormía a su lado, acechando el ritmo de una respiración que a veces imaginaba escuchar de veras. Estás muerto como tus libros. Jamás quisiste a nadie, Corso. Ésa fue la primera y última vez que ella pronunció sólo su apellido; la primera y última vez que le negó su cuerpo, antes de marcharse para siempre. En busca de aquel hijo que él nunca quiso tener.

Abrió la ventana, sintiendo el frío húmedo de la noche mientras las gotas de agua le mojaban el rostro. Dio una última chupada al cigarrillo y después lo dejó caer, punto rojo extinguiéndose en la oscuridad, arco de trayectoria interrumpida, o invisible, hacia las sombras.

Llovería esa noche también sobre otros paisajes. Sobre las últimas huellas de Nikon. Sobre los campos de Waterloo, el tatarabuelo Corso y sus camaradas. Sobre la tumba roja y negra de Julián Sorel, guillotinado por creer que, desaparecido Bonaparte, agonizaban las estatuas de bronce en los viejos caminos olvidados. Estúpido error. Lucas Corso sabía, mejor que nadie, que aún era posible elegir campo de batalla y cobrar el estipendio como soldado perdido y lúcido, montando guardia entre fantasmas de papel y cuero, entre la resaca de millares de naufragios.

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