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– Yo bajaré primero, señor, y así podrá calcular la distancia.

Se pone en pie el criado sobre el alféizar y ayudado por César se hace con la cuerda con las dos manos y desciende con brazadas fuertes que le conducen hacia las luces. Pero la cuerda se termina y aún queda mucha distancia hasta el suelo. Grasica, caballero entre otros caballeros, le grita sin descender de la montura.

– ¡Salta! ¡No tenemos tiempo!

Vacila el criado, asustado por la distancia.

– ¡Salta! ¡Nos jugamos la vida de César!

Salta el criado y su cuerpo se rompe contra la tierra, donde queda convulso y sin posibilidad de levantarse. César no ha vacilado.

Está bajando y Grasica, arrodillado junto al criado lastimado, se pone en pie para disuadirle.

– ¡Vuelva atrás! ¡Hay demasiada distancia!

O no le oye o no le escucha César, que ya ha llegado hasta el extremo del cabo y calcula el salto que le espera hasta ganar el suelo.

Lo calcula pero no lo retiene.

Salta y cae mejor que el criado, pero también doloridamente, hasta el punto de que no puede levantarse. Entre Grasica y el caballero principal del comando lo suben a caballo, sangrante el rostro de César bajo la luz de la luna, inutilizado el brazo. Saluda a quien le ha ayudado.

– Conde de Benavente, ha cumplido su palabra.

– Corramos o dejaremos de tener palabra y vida.

Hay una última mirada para el criado yaciente, también el malherido los ve partir y ya son cabalgada lejana cuando hasta el criado llegan los centinelas, advertidos.

Uno de ellos va a degollarle.

– No lo hagas. Ése nos ha de contar muchas cosas.

César cabalga herido y obsesionado. Tan herido como obsesionado recorre las distancias y los tiempos que por tierra y mar le ponen en camino de Navarra. A su lado Grasica, preocupado guardián, que le muestra en el mapa el zigzag de la huida por el camino más largo: Medina del Campo, Santander, el barco que los llevará a la costa francesa en Bérnico, el largo camino hacia Navarra a través de las montañas, Pamplona, donde entra un César al borde del desmayo, que se consume sobre el lecho, al final de un pasillo de personas principales que apenas ve. No ha percibido casi el recibimiento huidizo de su cuñado, Juan de Albret, sus gestos de cortesía insuficiente, sus frases a medio terminar, no ha osado saludarle, abrazarle, merodeando en torno de la leyenda de César Borja el endemoniado, pero también fascinado, interrogando a Grasica.

– ¿Seguro que cuenta con dinero para levantar su causa?

– Le ha ayudado el conde de Benavente, le debe dinero su primo Luis Xii de Francia, ha de recuperar sus tierras en Italia. César puede ser la pieza clave en una lucha contra Fernando de Aragón y contra Castilla bajo la regencia de Cisneros.

Valorativo pero no convencido, Juan de Albret bate palmas por los pasillos para que se retiren las doncellas.

– ¡No os pongáis al alcance del Valentino, que preña con la mirada!

Y se revuelve severo hacia su mujer, que porta un ramo de plantas aromáticas y flores tempranas al enfermo.

– No te acerques a él. ¡Te lo prohíbo! Lleva el mal concupiscente en la cara. El mal francés.

César, recuperado, escribe cartas y en su imaginación ve cómo las leen anhelantes, solícitos Hipólito de Este, Lucrecia, Francesco de Gonzaga, Corella, Luis Xii, pero Grasica le va destruyendo las ilusiones.

– Luis Xii ha roto los pactos y no dejará que vengan a Pamplona su mujer y su hija. Lucrecia poco puede hacer. Cisneros, el regente de Castilla, ha puesto su cabeza a precio.

– ¿A buen precio?

– A buen precio.

– Y tú, cuñado, ¿qué me dices?

– Puedes quedarte el tiempo que quieras, pero Navarra no es tierra segura. Fernando de Aragón reclama el reino y Luis Xii también.

Tengo el territorio semiocupado por las tropas de Beaumont, al servicio de Fernando de Aragón.

– Te ayudaré a vencer esa batalla y tú me ayudarás a llegar a Italia. Si consigo llegar a Italia, todos se echarán a temblar, para empezar, el papa. Juanito, tráeme el traje verde. Es el color que simboliza la esperanza. ¿Te gustan los colores de mis trajes, cuñado? ¿Y el diseño?

– El diseño me sorprende y los colores me asombran.

– Los sastres me hacen trajes diferentes porque yo soy diferente, y en cuanto a los colores, ¿te has planteado alguna vez que hay siete cielos y siete colores?

– Casi siempre vistes de negro o de violeta. También a veces de amarillo.

– El amarillo es el color del sol. Visto de negro porque quiero avisaros de que yo soy el claroscuro, yo soy mi espíritu y vivo en perfecto claroscuro. Pero el negro no debe asustaros. Noé liberó un cuervo negro cuando iba en el Arca. Pero ahora, el verde. La esperanza.

Grasica contempla las ilusiones de César con pesimismo, pero tampoco el Valentino parece demasiado entusiasmado y pasea por el palacio y los jardines en diálogo consigo mismo, sólo interrumpido por las noticias de Grasica.

– Ha muerto Remulins, César, y el papa ha expropiado todas las propiedades de los Borja que tenía guardadas en su palacio.

No ha sido la noticia más grave, pero tal vez la última que esperaba recibir César. Para excesiva, crispada atención a lo sucedido.

– ¿De qué propiedades se trata?

– De las que no pudo llevarse Corella cuando vació el Vaticano siguiendo sus órdenes. Aquí consta el inventario: joyas, alfombras de Oriente, tapicerías de Flandes, muebles, estatuas. Hasta doce grandes cajones y veinticuatro fardos. El notario ha sido minucioso.

– Doce grandes cajones. Veinticuatro fardos. Ha muerto Remulins. El fiel, taimado, inaccesible Remulins. De todo mi paisaje humano, ¿quién queda? Lucrecia.

Vannozza. Pero ni la una ni la otra son ya Borja. Me ayudan a distancia. ¿Me ayudarían de tenerme a su lado?

– ¿Por qué estas dudas?

– ¿Y si me marchara de viaje?

A África. A las Indias. Donde empezar de nuevo.

– Tu familia se ha convertido en un árbol que se extiende por todo el mundo conocido.

– Ya no siento como mía aquella finalidad que nos marcamos con mi padre. Estoy solo, Juanito. Solo para vivir y solo para morir.

Juan de Albret no camina, corre y llega a zancadas para darle un aviso, orden, súplica.

– Ahí viene el rey de Navarra, mi cuñado. Nunca sé si me pide algo, si me lo ordena, si me lo suplica.

– César, César, he decidido nombrarte capitán general de mis ejércitos. ¿Qué te parece?

– Un honor. Pero ¿dónde están tus ejércitos?

Se desalienta Juan de Albret.

– Perdona, César, no sé cómo lo propongo a un caudillo como tú que ha mandado a miles de hombres, que has conquistado ciudades.

– ¿De qué efectivos dispones?

– Mil soldados de caballería, doscientos arcabuceros, cinco mil infantes.

– ¿Qué hay que hacer?

– Beaumont se ha refugiado en el castillo de Viana. Habría que desalojarlo. Él en Viana y yo en Pamplona. Nadie me tomará en serio hasta que no lo desaloje.

El castillo de Viana ocupa el horizonte de César. Va vestido de combate, de negro básico entre el brillo de los herrajes, en vela alerta, nerviosa mientras a su alrededor el Estado Mayor duerme.

Avanza bajo el primer amanecer contemplando la fortaleza lejana.

– ¿Eres mi principio o eres mi fin?

Se desalienta. Expulsa el aire amargo que lleva en el pecho y observa el avance de una descuidada patrulla enemiga, lentamente, con lejanía suficiente como para ocultarse o pedir ayuda a sus soldados.

Cuenta con los labios uno a uno a los componentes del cuerpo de ejército. Veinte. Pero va hacia el caballo, sube a él, contempla a los dormidos.

– "Adeu, pare meu. Adeu, memória. Adeu, desigs"

"Aut Caesar aut nihil!" Tiende la espada hacia adelante y se lanza al galope hacia la patrulla de los Beaumont, que contempla sorprendida la extraña carga del caballero solitario.

– ¿Quién es ese loco?

No les da tiempo a responderse.

Ya tienen encima al atacante, su espada, su grito.

– "Aut Caesar aut nihil!" Una espada contra siete y trece lanzas, dentelladas en los cuerpos, y de pronto una lanzada atraviesa a César de costado a costado. Cae al suelo rodeado de caballos, espadas y piernas y aún le quedan ojos para esperar la muerte cara al cielo.

– ¿Quién será?

– Parece un caballero principal.

– Quítale la espada y la armadura y llevémoslo al jefe. Hay que demostrarle que hemos tenido buena caza.

Desnudan a César completamente y dejan el cuerpo junto a un peñasco. Aún se le mueven los párpados y los labios cuando se alejan los soldados, pero ya está muerto cuando llega Juanito Grasica con sus ayudantes. Hay lágrimas totales en el rostro del lugarteniente.

– César, ¿por qué no has querido que te ayudáramos? ¿Por qué has querido morir solo?

El rey de Navarra también ha llegado junto al cadáver. Sus ojos recorren todas las heridas.

– Veintitrés, veintitrés agujeros han sido necesarios para que huyera tanta vida.

Se quita la capa, la lanza al vuelo y cubre el cuerpo desnudo.

Lucrecia se pasa las manos por el vientre hinchado y se deja peinar por su doncella.

– Todo el mundo comenta lo feliz que está el señor duque por el próximo nacimiento de un heredero.

Nada contesta Lucrecia y contempla los cielos más allá de los cristales velados.

– Después de tantos nacimientos desgraciados, hora es que Dios Nuestro Señor se apiade de la casa de Este y le conceda el espe rado heredero. ¿Sabe ya la señora qué nombre va a ponerle?

– Todos los niños que se me han muerto iban a llamarse Ercole, como su abuelo. Si es una niña…

mejor que no sea una niña.

– Bien dicho, señora, que es mucho padecer ser mujer, por muy principal que sea.

– Se acerca Strozzi.

– ¿Cómo lo sabe?

Para el oído Lucrecia, ahora sonriente, y se percibe el repicar de la muleta de Ercole Strozzi acercándose a la puerta de la cámara. Sigue siendo sonrisa lo que Lucrecia opone a la confirmación de Strozzi en el dintel, pero la sonrisa se disuelve ante la comprobación de la palidez de Ercole, las facciones rígidas y los ojos aviesos de confidencias rugentes y secretas.

– Vete. Ya terminaremos luego.

– Pero el cabello ahora está húmedo.

– Vete.

Se marcha la doncella y Ercole Strozzi se acerca a Lucrecia sin contestar las interrogaciones de su mirada. Pasa una de sus manos por los cabellos a medio peinar.

– Hay malas noticias, Lucrecia.

– ¿Qué pasa?

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