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6 El príncipe

César contempla su propia espada.

Recorre los grabados con la yema de un dedo y los recita para información de Corella, Llorca, Juanito, Montcada.

– Aquí pone César Borja, cardenal de Valencia, junto al buey insignia de la familia. Aquí podéis ver un sacrificio votivo.

Aquí motivos paganos, canéforas y sacerdotisas de cuerpos desnudos y el lema "Cum Nomine Caesaris Omen", para que nadie dude de que me guía el mismo empeño que al gran Julio César. Un cupido de ojos vendados pero armado y finalmente el paso del Rubicón y la leyenda "Iacta alea est".

– "Alea iacta est." La suerte está echada. Tus sueños se han cumplido.

– Todavía no, Miquel.

Se ha abierto la puerta y Burcardo invita a César a que le siga. César entrega la espada a Corella.

– Toma, Miquel. Guárdamela, no vayan a pensar sus eminencias reverendísimas que les voy a rebanar el cuello. Pronto me servirá de algo más que de adorno.

Atraviesa la puerta abierta que le ofrece Burcardo y se apodera, en largos pasos, del espacio que le deja un consistorio al que apenas asiste media docena de cardenales desganados presididos por Alejandro Vi. Al lado del papa, Ascanio Sforza estudia, calculador, cómo se instala César y todos esperan que el papa tome la palabra.

– La urgencia dictada por la situación, la voluntad decidida del cardenal de Valencia y las circunstancias derivadas de hechos que están en la mente de todos me aconsejan aceptar la propuesta del cardenal de abandonar su rango religioso para volver a la vida seglar y empuñar la espada en defensa de nuestro Estado, en defensa de la Iglesia. Recabo la opinión de sus eminencias reverendísimas para respaldar su decisión de abandonar la púrpura. Votos a favor y votos en contra.

Ni se molesta Alejandro en contar los votos, ni los cardenales en alzar los brazos y ya avanza Ascanio para acoger en un abrazo silencioso a César, abrazo que repite la rala concurrencia para retirarse a continuación en seguimiento de Ascanio. No bien salidos los cardenales del salón tratan de obtener información de Ascanio, que finge distanciarles corriendo más que andando.

– ¿Y no nos dirás qué se trama, Ascanio? ¿Qué habéis pactado el papa y tú?

– Todo ha obedecido al principio heracliano.

– ¿Qué pinta Heracles en esta historia?

– Heráclito, que no Heracles, cardenal. Todo fluye, nada es y los Borja necesitan un soldado, un príncipe, no un cardenal. Su santidad me ha asegurado que el nuevo estado de César no significará expolio para ninguna de nuestras familias.

– Sólo faltaría.

– Pero ha de darle una buena dote al nuevo capitán del Vaticano, porque si no lo hace así no habrá princesa que quiera casarse con él, y su santidad pica alto: Carlota de Aragón, hija del rey de Nápoles. Por ser cardenal de Valencia, ya estaba bien dotado económicamente.

– Carlota de Aragón, la hija del rey Federico de Nápoles, lo rechazó porque dijo no querer ser una "cardenala".

– Quién sabe si ahora el cardenal será Jofre y César se meterá definitivamente en la cama de doña Sancha como marido y copropietario de sus posesiones napolitanas.

Quién lo sabe. Lo cierto es que el caballero es temible y el Tíber acaba de arrojar nuevos cadáveres.

A César le basta con mirar despreciativamente a quien le estorba y Miquel de Corella hace el resto. En aquellos territorios que usurpan, Ramiro de Llorca es el administrador de sus bienes y sus vasallos y tan despótico que las gentes añoran a Corella o al mismísimo César.

Bajan las voces y se acercan las cabezas para oír en labios de Sforza lo que a pocos metros Alejandro pregona a voz en grito, en la soledad del salón que puebla a solas con César. Desde la aparición de los cuerpos de Pere Caldes y Pantalisea, el Tíber no tiene bastante agua para los cadáveres de nuestros enemigos políticos. Me parece un exceso. Ya me pareció un exceso lo de Perotto y Pantalisea. El guardador de tu hermana y su doncella, asesinados, atados de pies y manos, arrojados al río.

– Muy mal guardó a mi hermana Perotto y aún peor su doncella, porque consintió como alcahueta.

Yo no ordeno matar a nadie. Sólo ordeno a mis hombres que no se dejen matar.

– César, cuando llegados mi hermano y yo a Roma había que defenderse porque cada familia tenía sus sicarios y o aceptabas la misma lógica o eras candidato a acabar en el Tíber. Ahora estamos en otra situación. ¿Qué hay que hacer?

¿Responder a las puñaladas o anticiparse?

– Anticiparse. Ahora estamos en el centro de un polvorín del que no controlamos la mecha, pero si la controlamos el polvorín es nuestro.

Por el sur nos llega la amenaza de España y por el norte la de Francia cuando no la de Austria. Ni nada ni nadie pueden oponerse a la lógica de los acontecimientos.

¿Qué es más cruel, dejar que estalle la crueldad insaciable de los otros contra nosotros o ser fuertes y desde esa fortaleza imponer un nuevo orden? Tú casa a tu hija discretamente con el príncipe napolitano y tranquilizamos a España.

Yo me voy a la corte de Francia donde reside Carlota de Aragón como dama de Ana de Bretaña, tranquilizamos a Francia y consigo mujer. Tú prepárame el camino. Nombra cardenal al consejero del rey de Francia, George d.Amboise y concédele al rey el divorcio para que pueda casarse con su cuñada Ana de Bretaña.

– ¿No temes a Dios? ¿No piensas que puede castigarte tan duramente como me castigó a mí quitándome a Joan?

– No creo en la fortuna, ni siquiera en la suerte, aunque utilice a un astrólogo de prestigio como Lorenz Beheim. No hay otro móvil que la energía creadora de la virtud, es decir, de la razón y la evidencia de lo que es necesario.

No me meto en los asuntos de Dios y espero que me devuelva la misma moneda. Le dejo la libertad de salvarme o condenarme.

Al salir de la audiencia, la espada que le guardaba Corella vuelve a sus manos y César la eleva como si esperara de ella el desvelamiento de sus propios enigmas.

Pero la espada permanece silenciosa y sobre el rostro de César pasa la nube de la inquietud. Paso fugaz.

– Hemos de llegar a Francia disfrazados de príncipes de las mil y una noches. Hay que demostrarles que somos los más altos, los más ricos y los más guapos.

Corella le señala la tonsura.

– ¿Cómo disimular tu viejo disfraz de cardenal?

César y su séquito se apoderan de las tiendas de telas, movilizan a joyeros, orfebres, sastres y diseñadores que sobre pupitres estudian el dibujo no sólo de sus trajes, sino también de las guarniciones de los caballos. Los artesanos se mueven bajo la presión implacable del ex cardenal, que ya ha abandonado todo signo de su condición eclesiástica. Guerreros y diplomáticos se prueban los trajes y asisten al paso de modelos para el vestuario de sus caballos. Ya todo casi ultimado, César estudiaba sus atuendos ante el espejo, pero de pronto su expresión se nubla, acerca el rostro al cristal y descubre que la erupción de la sífilis ha subrayado su sombra.

– Habrá que atrasar el viaje.

Juanito Grasica no entiende la gravedad del hecho en relación con la naturalidad con que lo ha anunciado César.

Corella llega para reforzar su sorpresa.

– Atrasar, ¿por qué?

César les muestra la mancha en el rostro.

– Hay que esperar a que baje la erupción. No sería cortesía viajar a Francia con el mal francés en la cara. Llama a Gaspar Torrella, es el único médico del que me fío.

Luego se pasa los dedos por la coronilla.

– Cuánto tarda en crecer el cabello. No será del agrado de Carlota que cuando me incline ante ella me vea la tonsura.

Pero a su lado se ha situado Corella y le tiende una peluca.

– ¿Tan rico es el papado que los caballos del Vaticano llevan guarniciones de plata? Los Borja han prosperado. Ahora también disfrazan a sus caballos. Setenta mulas cargadas de regalos y cubiertas de satén rojo y dorado, treinta y seis caballos de raza vestidos de oro y terciopelo conducidos por pajes ataviados del mismo color, músicos disfrazados de músicos.

Los caballeros con espuelas de plata.

Della Rovere contempla el cortejo de César y no responde de momento a la pregunta de su acompañante, el cardenal D.Amboise. De pronto emite una carcajada que deja de ser enigma cuando la explica:

– Sobre las espuelas de plata sólo he de decir que es atributo de César sorprender por su vestuario, y lo que me hace reír es esa peluca con la que se tapa la tonsura. No ha dejado tiempo a que su pelo creciera para taparle el estigma del cardelanato. También es notable la capa de maquillaje que trata de ocultar las manchas del mal francés.

Desciende velozmente Della Rovere los escalones y llega a tiempo de recibir a César en el zaguán, sin darle respiro para componer el gesto ni la sorpresa, porque el cardenal se le abraza posesivamente, para luego distanciarle, como si se tratara de reconocer al mejor amigo de su vida y de su muerte.

– ¡Cuánto tiempo, querido amigo! ¡Cuánto tiempo!

Aunque no exterioriza César su sorpresa, sí Corella su inquietud y da vueltas en torno de la enlazada pareja por si se tratara de abrazo de serpiente. Pero se separa Giuliano y proclama ante los dos cortejos la razón de su entusiasmo.

– No os oculto que en el pasado graves fueron las diferencias entre el joven César y yo, diferencias que me llevaron al exilio, lejos de mi querida Roma, de mi querida Italia. Pero la Historia nos ha dado la razón a los dos y ahora nos encontramos en el mismo bando, bajo la bandera y la hospitalidad del rey de Francia. ¡Viva el papa!

¡Viva el rey!

Sirve de introductor Della Rovere a César hasta la presencia del rey de Francia. Suficientes las inclinaciones de César, pero no consiguen borrar la impresión de sorpresa de cortesanos y cortesanas que rodean a Luis Xii, desbordados por el esplendor del atuendo del hijo del papa, y de sus acompañantes. Repasa César a los presentes y se detiene en Carlota de Aragón, que esquiva la mirada como si le dañara sólo el recibirla, pero cuando César, forzado por Della Rovere, ha de concentrar su atención en el rey, Carlota examina al recién llegado con curiosidad irónica pero valorativa.

– Con doble gratitud recibo al enviado del papa. Porque al concederme la bula de dispensa matrimo nial, me permite casarme con la más bella dama de la cristiandad y por el nombramiento de cardenal concedido al santo obispo de Ruán, George d.Amboise.

Ha señalado el rey a Ana de Bretaña como la dama más bella de la cristiandad y ella le corresponde con una sonrisa receptora mientras César replica:

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