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7 La vida privada de Lucrecia

Llora Lucrecia, abandonada a la piedad de su lecho, y doña Sancha ya ha llorado todo lo necesario, rígidamente sentada en un canto de la cama, los ojos vagando por un ensueño secreto, de vez en cuando viajan hacia Lucrecia y ni siquiera emite un juicio la mirada.

Le parece natural que Lucrecia llore, tan natural como que a ella se le hayan secado las lágrimas.

Por la rendija de la puerta asoma el ojo de Alejandro Vi y cuando lo retira hay preocupación en el rostro que interroga a Adriana del Milá, situada a su lado.

– ¿Es normal que llore tanto una viuda?

– Depende del marido muerto.

– Apenas se habían tratado.

– Lucrecia se ha enamorado de todos los maridos posibles, presuntos y reales. Lucrecia ahora llora a todos sus maridos muertos. Ella es también todos sus maridos muertos.

– Es una Borja y se debe a la razón de la familia. ¡La familia está por encima de todo y de todos!

¡Incluso por encima de mí mismo!

Me aturden esos lloros. Me desconciertan. Bien está la higiene de las lágrimas un día, dos, tres.

Pero durante semanas las lágrimas ya son debilidad. Vuelve a velar por ella, Adriana. Hay que separarla de Sancha y ofrecerle nuevos estímulos.

– Lucrecia ha pedido permiso para retirarse a sus posesiones de Nepi. Creo que deberías dejarla marchar.

– Que se vaya. Allí podrá llorar a gusto. Pero sobre todo que doña Sancha vuelva a Nápoles cuanto antes. De momento la metéis en el castillo de Sant.Angelo y que no vea a Lucrecia. Es una compañía perniciosa.

Hay cierta dureza en el permiso papal, dureza que se eclipsa cuando avanza hacia un puñado de cardena les que le esperan. Bendice a los respetuosos curiales.

– Quiero expresaros mi gozo por el dinero que habéis prestado para que César ponga en pie el más formidable ejército de Roma desde los tiempos del Imperio romano. Sin vuestra contribución económica hubiera sido imposible. Los nobles vencidos por el ejército de César se están reuniendo en Mantua, en la corte de Francesco de Gonzaga e Isabel de Este, para lamerse las heridas o para conspirar.

– Son malos enemigos -ha opinado un cardenal.

– ¿A qué podemos temer con el respaldo del rey de Francia y la interesada inhibición de los reyes de España? A ver si sus eminencias reverendísimas me dan prueba alguna vez de imaginación histórica.

Les imparte la bendición y se retira, pero nada más haya salido de la habitación, su santidad se esconde detrás de la puerta y escucha con satisfacción y regocijo lo que comenta el coro de cardenales a sus espaldas.

– ¡Es indignante que se disponga de nuestro dinero con tan poca seriedad!

– ¡Sólo para pagarle las batallitas al hijo! ¿A ese nepotismo le llama imaginación histórica?

– César se hace llamar rey de Italia.

Se frota las manos Alejandro y en esta actitud satisfecha le sorprende Burcardo. Alejandro le insta a que escuche a escondidas lo que siguen comentando los cardenales.

– Se han gastado los dineros dejados por los peregrinos del jubileo en pagar las tropas de César. Y ahora está preparando la boda de su hija Lucrecia. A ver quién de nosotros la paga.

– Todos.

– Todos, pero siempre escoge a un desgraciado al que pueda amenazar. O sueltas el dinero o te confisco las propiedades o te excomulgo. La tropa del Vaticano ha expoliado la fortuna de Ascanio Sforza, bienes guardados en un monasterio, lo que no ha sido obstáculo para el asalto.

– Si me llegan a decir que ser cardenal implicaba tanta inseguridad.

– Lo más inseguro para un cardenal es el ámbito que encierran estos muros, dentro del Vaticano todos los ladrones son gente respetable.

La satisfacción de Alejandro se trueca en gravedad, la misma con la que vuelve a la reunión de cardenales, donde de pronto los ceños se convierten en sonrisas y las indignaciones en sumisiones.

– Hemos estado debatiendo las propuestas de su santidad y haremos cuanto esté en nuestra mano. Ese sueño de César coronado como rey de Italia al servicio de la cristiandad debe de ser fruto de una revelación divina.

– Es el sueño necesario de todos los italianos. Nosotros somos

de origen valenciano y se nos ha llamado catalanes. Pero nos consideramos de aquí, romanos, queremos ser italianos. Os sorprende mi firmeza, y me la dicta la seguridad.

– ¿Una revelación divina? Su santidad es el único de todos nosotros que puede comunicar directamente con Dios.

– ¿De qué caminos se vale la Providencia para comunicarse con los humanos? Una gitana. Una gitana me dijo: alguien relacionado contigo será rey de Italia.

Hay consternación general disfrazada de admirativa sorpresa.

– ¿Una gitana?

– Nada más instalarme yo en Roma. Salía de una audiencia concedida por mi tío, el papa Calixto Iii, y la gitana me dio la buenaventura. Dios puede expresarse a través de la más imprevista criatura. Incluso de algo tan hiriente a la vista y tan estéril como una

zarza en llamas. Remulins se pondrá en contacto con vosotros para decidir las aportaciones que espero.

Es una invitación a la marcha que los cardenales realizan desde un total sometimiento. El papa reclama a uno de ellos, el más anciano, que se quede.

– Giorgio, quédate. Debo hablar contigo.

Sólo Burcardo asiste a la conversación entre el papa y el lento, parsimonioso cardenal Giorgio Costa.

– Giorgio, creo que no os gusta demasiado contribuir con vuestro dinero a la gloria del Estado vaticano.

– Ya sabe su santidad cómo somos los cardenales.

– ¿Cómo sois los cardenales?

– Tan poco apegados a los bienes de la Tierra que nos duele gastarlos.

– ¿No hay contradicción en lo que dices?

– ¿En qué no hay contradicción, santidad? Y lo que no es contradicción es ironía.

Ríe a carcajadas el papa y palmea protectoramente sobre la frágil espalda del anciano.

– ¡El Giorgio Costa de siempre! Así me gusta. Mira, Giorgio. Tengo algunos problemas con Lucrecia, la pobre, apesadumbrada por las desgracias que le han reportado sus diversos matrimonios.

Voy a darle un tiempo para que se serene, pero vuelvo a urdir planes de boda y cuando la vea más serena le voy a delegar funciones de poder. Quién sabe si la nombro gobernadora de Roma aprovechando algunos de mis viajes y en ese caso confío en que tú le echarás una mano.

Burcardo se ha puesto al acecho y a Costa no se le escapa la tensión que exterioriza el jefe de protocolo.

– ¿Se encuentra usted mal, Burcardo?

– En absoluto, eminencia reverendísima.

Al papa le divierte el malestar de Burcardo e insiste maliciosamente:

– Lucrecia ya es una mujer y quiero hacer de ella un personaje político, no sólo por matrimonio, sino por su real saber. Yo hago viajes. César está en campaña.

¿Quién mejor que Lucrecia para gobernar Roma?

Burcardo no puede contenerse.

– ¿También asuntos eclesiásticos?

– ¿Por qué no asuntos eclesiásticos de tipo administrativo? Costa. Todo llegará, pero cuando llegue ese momento, cuento contigo.

– En mi larga vida sólo me faltaba ser ama de cría de una señora gobernadora.

Las carcajadas de Alejandro y la crispación de Burcardo respaldan la retirada del viejo cardenal, su parsimonioso andar le permite ir observando el ritual de las guardias, los dioramas de las ventanas asomadas al jardín y percibir el ruido de las armas en las presentaciones de los soldados a los oficiales, los voceríos lejanos, a veces las voces rotas que suben desde los mercados callejeros hasta las ventanas. Pero entre todos los ruidos, percibe el viejo Costa sollozos de mujer y se acerca a la estancia de donde provienen.

Se abre la puerta y enmarca a una Adriana del Milá preocupada que no repara en el anciano y deja la puerta abierta al marcharse. No vacila el cardenal. Empuja la puerta y presencia el abandono de Lucrecia sobre un sofá, desparramada e inconsolable.

– Señora Lucrecia, ¿puedo serle de utilidad?

Levanta el rostro Lucrecia alarmada, se incorpora, se seca las lágrimas precipitadamente.

– Puede seguir llorando. A mi edad ya no se llora y me gusta recordar la emoción del llanto.

– No me encuentro demasiado bien.

– Muy mal ha de encontrarse para tanto desconsuelo. ¿Ha ido acaso la señora Del Milá en busca del médico?

– No creo.

– Me parece que no perdería el tiempo si me escuchara.

Se encoge de hombros Lucrecia y Giorgio Costa cierra la puerta tras de sí. Se sienta e invita a Lucrecia a que lo haga cerca de él.

– ¿A qué santo tantas lágrimas?

– Me lloro a mí misma. Nunca seré feliz ni realizaré mis sueños.

Todos los hombres que se me acercan mueren. No quiero ni oír hablar de un nuevo pretendiente. Sería un hombre muerto.

– Rodrigo, perdón, su santidad no puede soportar las lágrimas.

César tampoco. Los Borja no tienen tiempo de llorar, ni lugar donde hacerlo. Por eso me parece importante que usted se vaya de Roma una temporada.

– ¿Para qué?

– Para llorar. Para llorar a gusto.

Lucrecia está desconcertada, tal vez algo irritada.

– ¿Y después?

Está alborozado el viejo cardenal y no puede reprimir dar una palmada sobre la rodilla de la muchacha.

– ¡Ésa es la pregunta que esperaba!

Levanta Miquel de Corella la espada de César y proclama.

– ¡Bajo el signo de Julio César, César Borja! ¡Dos mil caballeros y cuatro mil infantes!

¿Cuándo tuvo el Vaticano ejército semejante?

Junto a los lugartenientes de César otros caballeros atienden la oratoria ligeramente etílica de Miquel, tolerada por César, en el trance de acariciar los cabellos de una muchacha semivestida más que semidesnuda, entre otras muchachas más semidesnudas que semivestidas.

Las caricias del Valentino son suaves, su talante relajado sigue soportando los cantos de Corella.

– ¿Cuándo Roma ha contado con capitanes como éstos? Vitellozzo Vitelli, Paolo Orsini, Giampaolo Baglione… y yo mismo, Miquel Corella, aunque me esté mal el decirlo, y Montcada y Juanito, Juanito, ¡ven aquí, Juanito, que se te quiere, Juanito!

Pero no está dispuesto Juanito Grasica a cambiar a la muchacha que le atiende por los brazos de Corella e interviene César para proponer.

– ¿Nada tienen que decir los poetas y los músicos?

Los músicos se apoderan apresuradamente de los laúdes y dos poetas componen el trance de la recitación.

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