– ¡Asesino!
Lucrecia ha pasado del desgarro al orgullo agredido.
– ¡Contéstame a mí, Miquel!
¡Te lo pregunto desde mi rango y has de contestarme! ¿Qué le ha pasado a mi marido?
– Un accidente. Cuando se han marchado ha tratado de incorporarse, con tan mala suerte que se ha caído de la cama, y con peor fortuna aún porque ha caído del costado donde tenía las peores heridas.
Aunque he corrido a atenderle, la sangre se escapaba por la terrible herida y nada ha podido hacerse para contenerla.
– ¿Quién? ¿Qué galeno ha intervenido?
– Torrella, el de siempre, supongo.
– ¿Sólo lo supones?
– Yo he salido para avisar y luego me ha retenido la noticia del rápido desenlace.
– Déjanos pasar. Queremos verlo.
– Lo han trasladado.
– ¿Adónde?
– Lo ignoro.
Las dos mujeres contemplan a Corella como si fuera una pared infranqueable, situada delante de otra pared aún más inaccesible. La frialdad de Miquel la conservaría horas después cuando expone ante el papa, César, Remulins, Burcardo, miembros del séquito pontificio, su explicación de lo ocurrido. Tiene los ojos su santidad semicerrados y cuando acaba su exposición Corella no los abre. Esperan inútilmente los demás que diga algo, pero al no decir nada, César toma la iniciativa de pedirles que se vayan para quedar a solas con su padre. Se resiste uno de los presentes. Reúne toda la capacidad de indignación que le queda y se enfrenta a Alejandro y a César.
– Como embajador de Nápoles, pregunto: ¿qué explicación hay a este asesinato? ¿Qué están haciendo ustedes para descubrir a los asesinos?
Sigue Alejandro con los ojos semicerrados, pero César responde.
– Con gran dolor le informo, señor embajador, que don Alfonso murió sobre todo a causa de sus torpezas. No supo caerse bien de la cama.
Es tan dura la mirada de César que el embajador retrocede en la cola de los que se marchan entre la estupefacción y las ganas de alejarse del morboso ámbito. Una vez conseguida la diáspora, Alejandro abre los ojos, mira a diestro y siniestro por si alguien queda en la estancia.
– Gracias por sacarme del apuro. ¿Qué podía decirles?
– Nada. Exactamente lo que has hecho.
– ¿Ha sido para bien, César?
– Ya no hay obstáculos y lo agradecerán tanto franceses como españoles. El Gran Capitán va a derrocar al rey Federico y la independencia del reino de Nápoles pasará a la Historia, como un sueño tonto, inútil. El rey Federico lamentará toda la vida no haberme concedido la mano de su hija. En el futuro, Nápoles será tierra de negociación y conquista a nuestro alcance. Pero hay que pasar a la acción en la Romaña. Ahora hay que acabar de machacar lo que queda de "familias" que se corresponden con la vieja época.
Hay melancolía pero también admiración valorativa en los ojos de Alejandro.
– ¿Y Lucrecia? Habrá que casarla otra vez y ya tengo en la cabeza al pretendiente. Alfonso de Este, futuro heredero del ducado de Ferrara, ¿qué te parece?
– Un muchacho sano, según lo que se considera sano: no lee, no piensa, caza, fornica veinte veces al día con cualquier mujer o animal poco peludo que se mueva a su alrededor, y lo que le hubiera gustado es ser fundidor. Se pasará más tiempo en las camas ajenas y en las fraguas que en la corte. Buen partido. Lo pensé cuando nombraste cardenal a su hermano Hipólito.
– ¿Lo pensaste de verdad?
– Lo comenté con Corella.
Hay valoración real en la mirada que el papa dedica a su hijo.
– Me siento viejo, César, pero veo en ti un príncipe. Qué digo un príncipe: un césar.