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con los dedos levemente en el triple estómago situado sobre una doble barriga, pero el príncipe compone el gesto de un luchador y los dos hombres se traban los cuerpos con los brazos y caen al suelo entre jadeos y risas sofocadas. El más congestionado es Djem, que pide tregua, recupera estatura y respiración en la ventana, como si no hubiera suficiente aire en Roma para su asfixia. Hasta allí le llega la voz de Joan.

– Estás demasiado gordo, Djem.

– Los rehenes comemos demasiado. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

– Si mi padre es papa, todo cambiará. Ya no tiene sentido que te conserven para molestar a tu hermano, el sultán Bayaceto.

– ¿Si no tiene sentido conservarme como rehén, qué sentido tiene conservarme? ¿Me mataréis?

– No digas tonterías, Djem.

Tu hermano paga para que te tengamos en Roma. Eres un buen negocio.

Irrumpe Lucrecia en la conversación y Adriana del Milá interrumpe el peinado.

– Eres el preso más divertido que hemos tenido.

– Gracias, Lucrecia. No soy exactamente un preso. Soy una razón de Estado. Mis compatriotas los turcos ya están a las puertas de Belgrado.

Una estúpida razón de Estado, piensa Djem, y su discurso mudo increpa a los que contempla. Se pretende que mi hermano se asuste porque vosotros podéis convertirme en su antagonista, en el aspirante al trono de los turcos, imbéciles.

Mi hermano cada vez se asusta menos. Yo no asusto a mi hermano, pero a vosotros los cristianos os encanta creer que yo asusto a mi hermano. Constantinopla es nuestra. Hemos llegado hasta Belgrado. Tenéis el Islam a las puertas, pero me parece de perlas que vosotros creáis que yo asusto a mi hermano, porque el día que dejéis de creerlo… Se rebana Djem el cuello con un dedo. A Joan de Gandía le produce desgana la situación y prefiere pasar un brazo sobre los hombros del turco, ahora asomado a la ventana.

– ¿Qué nos importa que los turcos lleguen a Belgrado? ¿Alguien ha estado en Belgrado? ¿Existe Belgrado? Nos hemos vestido de turcos para vivir turcamente esta noche.

– Mira, César se marcha.

Joan y Djem contemplan el paso de César a caballo por el patio en dirección a la puerta.

– Y va sin Michelotto Corella. Milagroso. ¿De qué va vestido?

– De César Borja. Mi hermano siempre va vestido contra los demás. Nunca se disfraza como tú o como yo. Mi padre se empeña en hacerle cardenal y él odia esa decisión. Es un hombre de armas.

– Tu padre es un cazador y puede ser papa.

– Dios, qué mal sueño. Cuántas obligaciones caerán sobre mí: me sobran las que tengo y sólo me falta que mi padre me aprisione más en la tela de araña de su ambición política. Me ha propuesto un matrimonio con una mujer horrible, María Enríquez, prima del rey de España. Heredo a la novia de mi malogradísimo hermanastro Pere Lluís. Tendré que viajar a España y gobernar sobre mis súbditos en Gandía, un lugar lleno de naranjos y de moriscos.

Ha entrado Burcardo en la estancia y pide explicaciones sobre la marcha de César. Encuentra indiferencia en todos menos en Lucrecia, a la que Burcardo se dirige sin mirarla a los ojos.

– Yo he visto cómo se marchaba su hermano, señora. Una cosa es que no se deje ver mientras dura el cónclave y otra que se marche de Roma. Suena a desafección.

– Burcardo, siempre pendiente de las apariencias. ¿Por qué no me miras nunca cuando me hablas? ¿Lo ordena el protocolo?

– El hombre sólo debe mirar lo que puede ver.

Adriana del Milá contempla al jefe de protocolo con curiosidad.

– Curioso acertijo. ¿Qué quiere decir? ¿Que no puede ver a Lucrecia? ¿Acaso es ciego, señor Burcardo, o le perturba la belleza de Lucrecia? Me han dicho que usted considera a las mujeres causa de la perdición de los hombres.

– Es un hecho objetivo desde el Paraíso Terrenal, pero reconozco que ha pasado mucho tiempo desde entonces.

Adriana del Milá ríe y ofrece a Burcardo como ejemplo de error humano insuficientemente encarnado.

– Supongo que le repugnará la lectura de "La ciudad de las damas" o de "El libro de las tres virtudes", de la veneciana Cristina de Pizan, en defensa de la entidad propia de las mujeres. O que el señor Burcardo permanecerá sordo a las argumentaciones de ilustres mujeres humanistas como Nogarola o Scala en defensa de la inocencia de Eva en el turbio asunto de la tentación de la manzana en el Paraíso Terrenal.

– Es lógico que las hijas de Eva defiendan a Eva. No desconozco esa literatura, como no desconozco que un escritor tan excelente como licencioso, Boccaccio, ha elogiado a las mujeres en "De claris mulieribus" por encima de las posibilidades de la sustancia femenina y sin tener en cuenta sus accidentes, tan tornadizos. En cualquier caso es otra mi preocupación. He visto cómo César marchaba y no es bueno que así haga. Sería preciso que alguien le convenciera de que volviera.

Es indiferencia lo que se desprende de la inmovilidad de los allí reunidos, y Burcardo saluda antes de abandonar la sala y avanzar mediante aladas, veloces pisadas hacia la escalera que conduce a los zaguanes inferiores. Corre tras él Djem forzando el peso y el paso hasta que entre dos resoplidos se le entiende:

– Burcardo, no corra.

Llega el príncipe a la altura del perseguido, que le espera en actitud servil.

– Cómo se nota que no tiene vicios. No corre. Vuela. Varias veces he creído advertir en usted una actitud de sano distanciamiento hacia la conducta de los Borja.

– Es lo más lógico. Mi obligación consiste en orientar conductas, no en imponerlas.

– Pero es evidente que le molesta la familiaridad entre los Borja, el padre y la hija, el hermano y la hermana. Se pasan el día tocándose, lo ha observado, supongo. Debe de ser una antigua costumbre valenciana. Tampoco debe de gustarle el amorío de Rodrigo con la joven Giulia Farnesio, nada menos que con el celestinaje de Adriana del Milá, su suegra y la ceguera del marido, Orsino Orsini, que no es ciego pero sí tuerto.

A un buen cristiano como a usted estas cosas deben escandalizarle.

Es mudez lo que responde.

– Señor Burcardo. La elevación al solio pontificio de Rodrigo podría provocar una revuelta.

Y más mudez la que invita a hablar.

– Los rehenes lo pasamos muy mal en tiempos de mudanza. Circulan las más atroces noticias sobre la conducta de los Borja y hay extraños signos en el cielo. Hay quien ha visto los siete ángeles como anuncio de las siete plagas.

Creo que para ustedes los cristianos ese signo es muy importante…

Los finos labios de Burcardo se mueven para recitar:

– "… siete ángeles que tenían las siete plagas postreras… y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas y habló conmigo, diciéndome: ven acá y te mostraré la condenación de la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas. Con la cual han fornicado los reyes de la tierra y los que moran en la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación…"

Burcardo parece en trance y en su gesticular coge por un brazo al turco y acerca los labios a la cara de su oyente.

– Y en el Apocalipsis se añade: "… Y me llevó el espíritu al desierto y vi a una mujer sentada sobre una bestia bermeja llena de nombres de blasfemia y que tenía siete cabezas y siete cuerpos…" Ha quedado en silencio el recitador, pero invoca con el gesto a que Djem deduzca.

– Siete cabezas y siete cuerpos. Los siete hijos de Rodrigo.

Rodrigo merodea entre cardenales cansados y el camarlengo, avizor de la evolución de las intenciones, legajos y libros han desordenado el espacio, también en los rostros aparece el desajuste del cansancio y los cuerpos se abandonan a los sitiales como en busca de la imposible horizontalidad del sueño. De pronto Borja atraviesa el salón en dirección a Ascanio Sforza y le espeta:

– Nunca serás papa. Todos te señalan como representante de potencias extranjeras, y a Giuliano della Rovere también, pero de las contrarias. Soy el único candidato neutral. El Vaticano necesita ser independiente, como un poder espiritual al margen de la lucha por la hegemonía y capaz de enfrentarse al Gran Turco y al Islam. Con siete votos entraste y con siete saldrás. Únete a mí, Ascanio, serás mi canciller, tendrás el castillo de Nepi, el obispado de Erlau.

– ¿Cuánto rinde?

– Diez mil.

– Quiero un monasterio en Cataluña.

– Ripoll, en las raíces mismas de la historia de Cataluña.

– Y parte de tus pensiones.

– Hacia tu palacio avanzan tres cargamentos de plata.

– Cuatro.

– Cuatro. ¿Cuántos votos puedes decantarme?

Baja los ojos Sforza ofreciendo confianzas y Borja se va a por Orsini, al que se limita a decirle:

– Las ciudades de Monticelli y Soriano, el obispado de Cartagena, treinta mil.

Y junto a la oreja del cardenal Colonna susurra:

– La abadía de Subiaco.

Y al cardenal Pallavicini:

– El obispado de Pamplona.

– ¿Y una pensión?

– Y una pensión.

Della Rovere contempla a distancia la expedición persuasiva de Borja, que ahora ultima el pacto con el cardenal más joven, Giovanni Medicis. Unos labios Colonna musitan a la oreja de Giuliano della Rovere:

– Ya sólo depende del voto de Gherardo.

Y allí está el viejo nonagenario, autista, dormitando, sin darse cuenta de que Rodrigo Borja se le acerca con el abrazo ya puesto.

– Ese "marrano" hijo de puta "marrana" va a salirse con la suya.

Si no lo puedo impedir aquí lo impediré fuera.

Colonna insiste:

– Más te valdrá. Rodrigo va a ganar, pero la calle es nuestra si tú quieres. Me han dicho que la familia de Rodrigo está dividida, atemorizada, y hasta César ha abandonado Roma.

– Más tranquilo me quedaría si se hubiera ido Joan. No me gusta que César se haya marchado. Es imposible creerlo. Tiene alma de luchador. Mira. Mira cómo esa bestia ponzoñosa se cierne sobre el senil y baboso Gherardo. Hay que impedirlo.

Hacia allí va Della Rovere tratando de evitar la derrota, pero se le adelanta Rodrigo, y cuando llega Giuliano, advierte que el viejo se ha despertado y tiene los ojos como rombos ante los susurros que salen de los labios de Borja.

– … seis mil.

Cierra los puños Giuliano y los ojos y, cuando los abre, el horizonte del salón lo ocupa el rostro satisfecho de Rodrigo, que recibe felicitaciones y besamanos, mientras hay correrías de los encargados del protocolo y López de Carvajal anuncia:

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