Maquiavelo da la vuelta a un reloj de agua y coge un candelabro para acercarlo a donde cree dormita Juanito Grasica. Pero no dormita. Parece poseído por un ensueño.
– ¿Estás aquí, Juanito?
– Aquí estoy, señor Nicolás.
Cuando recuerdo todas esas historias me parecen tan lejanas. Todo lo ocupa ese cadáver de César.
Era como la línea del horizonte.
¡Si hubiera llegado antes a ayudarle!
– César ya salió muerto de Roma. Se equivocó al confiar en Della Rovere y en los Reyes Católicos. Creyó en la palabra del Gran Capitán, que sólo era un militar obediente de las órdenes de sus reyes. Recuerdo que fui a ver a César cuando estaba convaleciente y ya se había muerto el nuevo papa, el breve Piccolomini. Había que elegir a otro pontífice y se decía que César iba a entregar los votos de los cardenales borgianos a Della Rovere. En vano traté de disuadirle.
Evoca Maquiavelo el afán de César por ponerse en pie, tan pálido que ni se le ven las manchas del mal francés, discretamente el viejo cardenal Costa se mantiene en un segundo plano mientras el Valentino atiende los argumentos de Maquiavelo.
– ¿Por qué va a confiar en Della Rovere? Ha sido un enemigo tradicional de los Borja y cuando sea papa podrá incumplir todas las palabras que le ha dado. Usted aún conserva las fortalezas en la Romaña. Corella puede mantenerlas en pie hasta que usted mande directamente a las tropas.
César estudia la gravedad de Maquiavelo, cruza una mirada con Costa y consiente la instalación del silencio para que sus palabras sean más efectivas.
– Han cogido a Corella y lo tienen bajo tortura. Quieren que
les confiese las contraseñas para entrar en las ciudades que controlamos. De momento Miquel aguanta, pero ¿cuánto tiempo? Si pacto con Della Rovere me garantizará que seguiré siendo confalonero.
La fuerza militar seguirá bajo mi mando.
– Una vez obtenida la tiara pontificia, ¿por qué ha de ser fiel al pacto?
– Destruirme le complicaría demasiado la vida. Yo aún tengo aliados. Aún me une un pacto de sangre con el rey de Francia. El Gran Capitán me da seguridades de que respaldará desde Nápoles. Sólo necesito sobrevivir en Roma.
Reponerme. Ganar tiempo y poder salir hacia la Romaña.
– Con Della Rovere en el Vaticano, usted nunca volverá a la Romaña. Las lealtades se tambalean. Vengo como delegado florentino y me consta que allí toda la Signoria espera que se confirme la caída de César.
– Aún soy la esperanza de muchos ciudadanos, de los que tuvieron el sueño de la unificación frente a los nuevos bárbaros.
– Los bárbaros estaban y están dentro, César. La gente teme los riesgos excesivos, los cambios drásticos les parecen abismos. Su fuerza era su padre, su padre ha muerto y debe conservar a Della Rovere lejos del Vaticano.
– Puede provocar una guerra en la propia Roma, y no estoy seguro de ganarla. Si me derrotan en Roma, me habrán vencido para siempre.
Se encoge de hombros Maquiavelo y abarca con una mirada el contenido de la habitación, como si fuera el único reino que aún conserva César.
– Le veo muy solo. ¿Dónde están sus lugartenientes?
– Los unos muertos. Corella en prisión. A Grasica le he encargado que organice las tropas que protegen las propiedades de mi familia en Roma, Jofre está magnífico, se ha hecho un hombre y manda las patrullas que defienden a nuestros aliados y a mi madre. Ésa es la situación.
– ¿La guardia?
– Es una guardia de valencianos, catalanes y aragoneses. Confío en ella.
Quisiera Maquiavelo despedirse suficientemente de César, pero cuando se acerca a él para así hacerlo, tan indeciso queda el uno como el otro. La voz de César es suficiente.
– Adiós, Nicolás. Ya sé que te molestan los perdedores. Cuando vuelva a vencer te llamaré.
Saluda Maquiavelo a César, hace lo propio con Costa y los deja en sus enlutadas reflexiones, pero antes de cerrar la puerta tras él aún puede oír que Giorgio Costa le insta a César: Giuliano della Rovere espera tu decisión.
Recorre Maquiavelo la ruta que le acerca a Della Rovere, acaloradamente reunido con otros cardenales, empeñado en una discusión con el cardenal francés George d.Amboise y con el embajador español. Alza un libro sagrado y lo blande sobre las cabezas de los reunidos.
– ¡César aún no está vencido!
No estamos en condiciones de actuar sin tenerle en cuenta, ni podemos convocar un concilio que desborde la actual relación de fuerzas en el Sacro Colegio Cardenalicio. Saldrá el papa que César quiera.
– ¿Y por qué has de ser tú, Giuliano?
– ¿Y por qué tú, George?
– A mí me apoya el rey de Francia.
– Estás cojo de una pierna. Te falta la pierna española. Señor embajador de sus católicas majestades de España, ¿a quiénes apoyan ustedes?
– Al cardenal Carvajal.
Se irrita Della Rovere y arroja el libro sagrado contra el suelo.
– ¿Cómo pretenden ustedes que vaya a salir un cardenal español después del pontificado de otro español?
– Alejandro Vi no era español.
Era un marrano valenciano de Xátiva. Nacido en el Reino de Valencia antes de la unificación de los Reyes Católicos.
– ¡No me venga con sutilezas territoriales, señor embajador!
Las ciudades italianas no aceptarán que el próximo papa sea extranjero a ellas mismas. Mientras los papas salían de nuestras familias no hubo problemas.
La irritación de Giuliano della Rovere ha conseguido enrojecer de cólera al embajador.
– ¿De qué ciudades italianas está hablando? Éste es un país de familias, de hordas, de tribus. La soberanía de esas ciudades durará lo que queramos franceses y españoles.
Carraspea el cardenal D.Amboise e interviene:
– No sume tan rápidamente, embajador. No está claro que nuestros intereses sean coincidentes.
– Pero ¿usted ha visto cómo se gobierna esta gente? Son como tribus. Mucho poeta y mucho laúd, mucho humanismo y mucho Petrarca, pero no saben en qué mundo viven.
Della Rovere repara en este punto en que Maquiavelo ha llegado y hacia él va dejando a sus espaldas el enfrentamiento entre D.Amboise y el embajador español. Ya no es el hombre apasionado que defendía su candidatura, sino un sonriente y frío anfitrión que toma por los hombros a Maquiavelo.
– ¿Trae noticias de César?
– ¿Cómo sabe que vengo de allí?
– Las cosas han cambiado, señor Maquiavelo. Antes era César el que lo sabía todo de los demás, ahora es al revés. César se está quedando sin oídos y sin ojos. ¿Le sigue admirando usted tanto?
– He admirado sus sueños porque podían ser realidad. Detesto a los soñadores. Por eso tal vez siempre me ha parecido Dante un cretino.
– Esos sueños de César son válidos, no sólo válidos, sino necesarios.
Della Rovere le aleja aún más de la discusión y baja el tono de voz.
– El Vaticano necesita ser un Estado fuerte. En eso tenía razón Alejandro Vi y la tiene César.
Pero la futura fortaleza del Vaticano ha de ser militar y moral.
Hemos de conservar el sueño militar de César y hemos de construir una credibilidad moral que pasa por la condena de los Borja. Usted es de los míos, Nicolás. A rey muerto rey puesto. Cuando yo sea papa conservaré la fuerza militar del Vaticano, pero levantaré la bandera de la expiación de las culpas de los Borja.
– Entiendo la síntesis. Conservar la base de lo construido por los Borja, pero condenarlos como únicos responsables de la corrupción de la Iglesia, de su falta de espiritualidad. Hay que volver a predicar austeridades y el fin del libertinaje. ¿El discurso de Savonarola?
– No hasta ese extremo. El discurso de Savonarola era destructivo del sistema, del orden.
El sistema hay que perpetuarlo mediante el orden. Le necesito a mi lado, Maquiavelo.
– Me vuelvo a Florencia.
– ¿Qué piensa comunicar a la Signoria?
– Que vivo o muerto, ya no hay que contar con César.
– Cuando digo que le necesito a mi lado no quiere decir que no deba volver a Florencia. Necesito que usted entienda mis propósitos.
– Entenderé sus resultados.
Se han alzado las voces de los reunidos hasta llegar a los decibelios de la pelea verbal, y el revuelo lo ha causado la llegada del viejo cardenal Costa, que resiste inmutable y mudo el acoso de los allí reunidos.
– ¿Traes noticias frescas?
– ¿Cuál es la oferta de César?
Pero Costa no responde y sus semicerrados ojos no descansan hasta que descubren al retirado dúo compuesto por Della Rovere y Maquiavelo. Va hacia ellos y se lleva a Giuliano para una discusión sin testigos que boquiabre y paraliza a los reunidos. Cuando Costa ha terminado de hablar, Della Rovere no puede contener un gesto de alegría y se vuelve hacia los presentes bañado por la luz de los elegidos, en el rostro la sonrisa total del triunfador que abre los brazos para apoderarse del espacio que ocupa. Hay cabezas gachas y repentinos abrazos, cuerpos lanzados hacia Della Rovere como para zambullirse en su presentida victoria.
– ¡Felicidades, Giuliano!
– ¡No podía ser de otra manera!
– Eminencia reverendísima, ¡un día de gloria para la cristiandad!
El embajador español se queda a solas con D.Amboise.
– Ése ya tiene los votos atados. Tiene tanto de cristiano como Alejandro Vi y ha sido tan concupiscente como cualquier Borja. Se le cuentan más de cuatro hijos naturales. Vamos de Herodes a Pilatos.
Maquiavelo no evita aguantarles la mirada, y cuando, ya en retirada, se cruza con ellos, les ratifica:
– "Habemus papam!"
Se despierta Miquel de Corella y palpa la oscuridad como si le dañara las heridas que cubren su rostro, sus brazos desnudos, el tórax ensangrentado. Apenas si puede abrir un ojo tumefacto y cuando se levanta del catre para sentarse en un canto descubre que está desnudo. Aguanta su cabeza con las manos, colgados los ojos hacia la desnudez del sexo, y se echa a temblar, como si precisamente esa desnudez le ratificara su fragilidad. Pero se recompone cuando la puerta metálica aúlla en sus goznes y golpea con dolor contra la piedra de la celda. Se le acercan dos inmensos hombres armados y los aguarda el comentario del cautivo.
– Ni descansáis ni dejáis descansar.
Son mudos los carceleros que obligan al prisionero a ponerse en pie y a caminar a pesar de la trabazón de los grilletes que unen sus tobillos mediante una cadena.
– ¿Por qué no me cubrís el sexo? ¿Y si hay damas a donde me lleváis? ¿Y mi sentido del pudor?