Levanta un sucio lienzo que reposaba sobre el jergón uno de los carceleros y lo anuda en torno a la cintura de Miquel, para empujarle a continuación y convertir los empujones que lo sacan de la celda y lo conducen por los corredores en el único código que aplican a su presa. Nada dicen cuando lo introducen en la cámara presidida por el potro de tortura y los hieráticos disciplinadores que contemplan su obra en el cuerpo de Miquel con frialdad. El más afilado de mirada y perfil insta a que lo sitúen en el centro de la habitación y se sume en la consulta de los legajos de donde va a emanar la lógica de la situación. Los ojos cansados que abandonan las letras reparan en Corella como en un accidente cuando preguntan:
– ¿Ha cambiado usted de intenciones?
– Depende de las intenciones a las que se refiera.
– Usted es conocedor de las contraseñas que abren las puertas de las ciudades fortificadas obedientes a César Borja. La permanencia en la deslealtad al sumo pontífice, cuando no a los soberanos naturales de esas ciudades, es un grave delito, en el que usted persiste despreciando cuantas ofertas de conciliación le hemos hecho.
No contesta Corella pero no deja de mirar a su interrogador.
– ¿No quiere contestar?
– Señor, el lugar que usted ocupa lo he ocupado yo docenas de veces y creo haber sabido distinguir al interrogado dispuesto a hablar y al que no estaba dispuesto.
Espera que continúe el discurso el interrogador y Corella no parece demasiado interesado.
– ¿Y bien?
– ¿Y bien?
– ¿A qué consecuencias espera llegar?
– No estoy dispuesto a hablar.
– ¿Por lealtad a César?
– Por deslealtad a lo que usted representa y por un cálculo personal. En cuanto hable careceré de valor.
Hace una señal el interrogador y los carceleros obligan a Corella a tenderse sobre el potro. Aprieta los dientes el torturado a la espera de la tensión de la máquina y, cuando se produce, de sus labios diríase que fundidos el uno con el otro apenas sale un hilo de quejido, mientras los ojos palpitan bajo los párpados cerrados y las quijadas se dibujan en la piel como tratando de romperla. Los ojos del interrogador examinan los efectos de la tortura y parecen contar las arremetidas de la máquina hasta que las considera suficientes. Emite entonces una señal y se levanta para ver de cerca los efectos.
– Se ha desmayado -sanciona un carcelero, y el inquisidor asiente.
Sale de la cámara de tortura y le sustituye un fraile dominico de pasos y gestualidades devotos, de untuosa dedicación a los sufrimientos del yaciente.
– Despertad a este buen hombre.
Un cubo de agua fría rompe la cara de Corella y vuelve en sí y del naufragio dispuesto a delimitar el origen de la nueva amenaza. Todos son los que eran menos el dominico y hacia él dirige Corella su mirada.
– Hermano, ¿sufres? ¿Acaso no es tu orgullo el origen de tu sufrimiento? ¿Eres un buen católico?
– "Católic soc, mes la fe no m.escalfa…"
El dominico pide explicaciones a los carceleros.
– ¿Qué ha dicho? ¿En qué lengua habla?
– Yo qué sé. Se pasa todas las noches recitando versos en esa extraña lengua.
– "… que la fredor lenta dels senys apague, car jo eleix amp;o que mos sentiments senten, e paradís crec per fe i rao jutge".
– Hermano, ¿en qué lenguas recitas versos profanos?
– Nada profanos son, frate.
Forman parte del canto espiritual de Ausiás March, poeta que sólo ha cantado el amor y la muerte.
– ¿Por qué hablar de muerte?
¡Hablemos de amor, hermano! Es: mo, indicándose, para una localización más ágil, el número de página correspondiente.
por amor a tu jefe por lo que callas, pero a veces el amor sin sentido provoca su contrario. En nombre del Santo Padre estoy en condiciones de garantizarte la libertad y acuerdos sobre tus propiedades si colaboras. ¿No pecas de orgullo, hermano?
– "Per qué em dius germá, fill de puta?
– Sigo sin entenderte, hermano.
Además defiendes una causa inútil.
César Borja navega hacia Nápoles como cautivo del Gran Capitán y ha hecho renuncia expresa a sus fortalezas en Romaña.
– Que venga el papa a decírmelo. Eso es un embuste.
– ¿Si te lo dijera alguien de tu confianza le creerías?
– Si tuviera alguien en quien confiara le creería. Mi problema es previo. En nadie confío.
Se resigna el dominico a lo inevitable.
– Te devuelvo a manos de tus verdugos.
Ya se retiraba el fraile cuando a sus espaldas suena la propuesta de Miquel.
– Me fiaría de la información de una persona.
– ¿Del Santo Padre?
– De ése menos que de ninguno.
Pido que venga a informarme el señor Nicolás Maquiavelo.
Se encoge de hombros el dominico y queda yaciente Corella a la espera de nuevas agresiones. Dormita. Se agita. Sueña. En su sueño, Lucrecia lleva un canastillo de flores y se sorprende al encontrarle magullado en un prado.
Se inclina sobre el desnudo, herido Corella y con una punta del pañuelo de batista trata de secarle las lágrimas.
– "O quan será que regare les galtes d.aigua de plor ab les llágrimes dolces?"
Se despierta Corella y se incorpora. Todo sigue igual e igual resuena el ruido del portón abierto y repicante contra la piedra. Pero esta vez no entran los verdugos sino Maquiavelo solo y caminando de puntillas. Examina a Corella con los ojos alarmados.
– Aún estoy vivo, Nicolás, aún estoy vivo. ¿De parte de quién viene?
– De mí mismo.
– Eso es bueno. Ahora no recuerdo qué nos ocupa.
– Pidió que yo viniera a ratificarle que César ya no está en Roma sino en manos del Gran Capitán.
Medita Miquel y finalmente resuelve:
– ¿Es cierto? ¿No? De no ser cierto, usted no habría venido.
Asiente Maquiavelo y sonríe melancólico Corella.
– Así pues, todo fue inútil.
– César fue entregado a los españoles por el nuevo papa, su amigo Della Rovere.
– A Della Rovere debí haberle cortado el cuello hace tiempo.
O matas o mueres.
– Todavía están vivos, César y usted. César se equivocó confiando primero en Della Rovere y después en los reyes de España.
Quería salir de Roma vía Nápoles para luego volver a la Romaña y hacerse fuerte. Esa palabra le dio Gonzalo Fernández de Córdoba y ese ánimo tenía el Gran Capitán. Pero los reyes de España disponen otra cosa. La reina Isabel odia a los Borja y Fernando de Aragón aún teme a César.
De la ironía melancólica pasa Corella al abatimiento.
– ¿Qué va a ser de ti, pobre Miquel de Corella? ¿Qué trato van a dar al mejor sicario de César? ¿Cuántas espadas de los que maté saldrán de las sepulturas para ensartarme? ¿Si les doy las contraseñas de las fortalezas me salvaré?
– Las fortalezas están siendo entregadas una tras otra. Ahora se trata de que César pague las indemnizaciones que le piden y entregue el tesoro escondido de los Borja. La marcha de César ha sido la señal de la derrota.
– Entonces poco tiempo me queda.
– No lo veo yo así y he defendido una tesis que creo válida, así en Florencia como en Roma, ante su santidad. Usted es un sicario, Corella, es cierto. Pero un excelente sicario. El mejor que conozco.
– Muchas gracias, Nicolás. Me llena de orgullo que usted me considere el mejor asesino político que haya conocido.
– Un auténtico especialista, y especialistas como usted son necesarios, siempre, para el poder.
Le he recomendado a la Signoria de Florencia para que, tras un proceso simbólico y una condena igualmente simbólica, ocupe usted un papel importante en la seguridad de la Toscana.
– Pero me va a juzgar el papa.
– Dígale a Julio Ii lo que quiere oír, que toda la culpa es de César. Que usted obedecía órdenes. Los papas también necesitan asesinos inteligentes. Cuanto más inteligentes sean los asesinos más los necesita el poder.
– Mis maestros de lógica, en Pisa, o quizá nunca estuve en Pisa, ni nunca tuve maestros de lógica, pero alguien me enseñó, porque yo antes no lo sabía, que buena parte de las contradicciones son meras apariencias de contradicción.
Lo que me salva, Nicolás, es mi capacidad de crueldad. Lo que me salva de la muerte es mi capacidad de matar.
– Le salva lo experta y lo necesaria que es su crueldad. Más vale un matarife entrenado que un matarife sin entrenar.
Se ríe francamente Corella y se pone en pie, pero cae porque había olvidado la constancia de los grilletes en sus tobillos. Ya en la cama, el ataque de risa es incontenible para pasmo y escándalo de Maquiavelo.
– ¿De qué se ríe, señor Corella?
No le contesta, pero se calma la risa y mientras se frota los ojos para secarse las lágrimas, Miquel de Corella pregunta.
– Y a César, ¿qué puede salvarlo?
– Nada. Le contaré cómo cayó en la trampa.
Salvas de pólvora que el Gran Capitán escucha como si las numerara y cuando terminan alza la cabeza para contemplar los restos de humo en el cielo de Nápoles.
– Salvas para un asesino.
Se ha vuelto Gonzalo Fernández de Córdoba y doña Sancha se le echa a los brazos.
– ¿Por qué has dado cobijo a esa alimaña? César tiene ambiciones todavía. Está reunido con banqueros y militares para volver a caer sobre la Romaña. Su sueño de rey de Italia permanece intacto.
– Es sólo un sueño.
– Pero tú le ayudas.
– Sólo le ayudo a soñar. ¿Conviene que te vea aquí? Está a punto de llegar.
Vacila doña Sancha, pero antes de que decida, César ha aparecido en la puerta seguido de Juanito Grasica. Vuelve a vestir de negro y lila, con vocación de espectáculo, y su gesto es arrogante aunque amistoso hacia el Gran Capitán, al que abraza. Dispensa una inclinación graciosa a Sancha, que se la devuelve sin sonrisa y rehuyéndole la mirada.
– Tengo las mejores expectativas, Gonzalo. Me llegan noticias de toda Italia. Mis partidarios me esperan, y pongo todas mis conquistas al servicio de los reyes de España.
A una señal suya Juanito extiende sobre la mesa un plano y César va señalando con un dedo el recorrido de su cabalgada mental.
– Todo empieza en la toma de Piombino, llave de Pisa, y desde esa cabeza de puente, Florencia, la llave de la Toscana. Comprendo que eso va a provocar las iras de Luis Xii y tal vez una reacción, para cuando llegue ese momento confío en ti, en los reyes de España, en Maximiliano de Austria. Ése es el nuevo bloque histórico.