– Muy bien visto, César.
– Necesito galeras, soldados, artillería que acometeré en nombre de España.
– Jamás tuvimos honor semejante ni pudimos esperar mayor gloria.
– Me consta que están temblando los señores de Venecia, Florencia, Bolonia y esa serpiente bífida de Giuliano della Rovere.
– Llamar serpiente bífida al Santo Padre no me parece una buena manera de abordar el asunto. En cualquier caso, César, todo cuanto pides te llegará en su momento.
Se abrazan los dos capitanes y César retiene el apretón para poder enfrentar sus ojos a los de Gonzalo Fernández de Córdoba.
– Te has portado conmigo como un hermano.
– Nobleza obliga, César.
Se acentúa el abrazo y luego César se separa emocionado y antes de abandonar la estancia busca a doña Sancha, apartada y ensimismada.
– Mi hermano Jofre está conmigo y me ha dicho que no quieres verle.
– No hay nada que ver, César.
Mi historia con Jofre ha terminado.
– Jofre ya es un hombre.
– Ha sido un hombre tarde, muy tarde.
– Sancha, todo ha cambiado, pero pase lo que pase quiero que recuerdes…
– Sólo yo escojo mis recuerdos.
– ¿Figuraré en tus recuerdos?
Hay concentración, amargura, sarcasmo cuando Sancha le contesta:
– Eres inolvidable, César Borja.
Se deja besar la mano y parte el Valentino. Nada se dicen Sancha y el Gran Capitán hasta que ella corre para refugiarse entre sus brazos.
– ¡Protégeme, Gonzalo, protégeme!
– ¿De qué? ¿De quién?
No comprende el militar la angustia de Sancha, pero no tiene demasiado tiempo para seguir indagando porque su ayudante le avisa.
– El embajador de sus majestades los Reyes Católicos.
Insta Gonzalo Fernández de Córdoba primero con la mirada y luego con un suave empujón a que se marche Sancha y ella obedece dejándole en los ojos la miel de una mirada de animal vencido, y la blandura de la mujer se ve sustituida por la prepotencia del embajador mal encarado.
– A ti quería verte y ya hace días. ¿A qué santo tanta pólvora por el que fue César Borja y hoy no es otra cosa que un prisionero de nuestros Reyes?
– No fue ése mi trato.
– Tú mandas en el campo de batalla y lo haces muy bien, Gonzalo, pero deja la política a los Reyes y a sus emisarios. Como emisario de los Reyes Católicos te ordeno que cargues de cadenas a ese hijo de la gran ramera y lo mandes para Castilla. Le espera la querella de su cuñada, María Enríquez, convencida de que su marido, Joan de Gandía, murió a sus manos. Allí o le cortamos la cabeza o se muere de asco en el fondo de una mazmorra.
– Ni fue ése mi trato con César, ni fue ése mi acuerdo con el papa, ni tampoco fueron ésas las instrucciones que recibí de su majestad Fernando.
– Tozudo como un mulo eres, Gonzalo. Toma.
Los papeles que le tiende el embajador son leídos dos veces por
el Gran Capitán. Suspira y se limita a comentar:
– Dame tiempo.
– Tiempo, ¿para qué?
– Hasta las traiciones requieren tiempo.
No se siente traicionado César, afanado sobre sus mapas, sobre sus cifras, comentando con banqueros y soldados sus planes, dentro de una nube volandera que espera le devuelva a su ruta de conquistador.
Es alta noche, está excitado y cansado y comenta con los caballeros más próximos, Juanito entre ellos:
– Mañana es el gran día y creo justo ir a agradecerle al Gran Capitán cuánto ha hecho por mi causa. Acompáñame, Juanito.
Se adelanta servil un caballero.
– Con todos los respetos, señor, pero me complacería mucho ser su acompañante y despedirme a mi vez de don Gonzalo, a cuyas órdenes he servido.
– Sea, don Pedro. Nunca fue mejor acompañado César Borja que por el conde Pedro Navarro.
Y hay abrazo entregado otra vez entre el Gran Capitán y César cuando se encuentran, con las espaldas guardadas por Pedro Navarro y sus hombres.
– Todo está preparado. Mañana empieza una nueva era para los Borja, unidos a la Corona de España.
– Que así lo quiera Dios, Nuestro Señor.
– Me prometiste un salvoconducto personal para impedir cualquier obstáculo en las guarniciones de tu obediencia.
El papel está sobre la mesa y se lo tiende Fernández de Córdoba sin comentarios. Lo guarda César y al marcharse le queda en la retina el rostro del Gran Capitán, demasiado distante de sus propias emociones. Camina a su lado Pedro Navarro, receloso, mirando a derecha e izquierda, oteando hacia el fondo de los pasillos venideros, volviendo la cabeza a sus espaldas.
– Es curioso. He notado algo frío a don Gonzalo.
– Él es así, señor.
– Y usted está muy nervioso, señor conde.
– Es la excitación, señor.
– Yo en cambio me siento dueño de mi destino.
– No me atrevería a decir yo tanto. La fortuna o la Providencia gravita sobre los hombres y finalmente se hace lo que Dios quiere.
– Maquiavelo le corregiría.
Cree que la fortuna algo cuenta, pero fundamentalmente cuenta la voluntad de los hombres, su virtud, su audacia, su capacidad de análisis, su tenacidad.
– ¿Quién es Maquiavelo?
– Un sabio de Florencia.
– Todos los de Florencia se creen sabios.
Han llegado ante los aposentos de César y con una sonrisa despide a Pedro Navarro.
– Bien. Conviene descansar.
Mañana será el gran día. Señor conde, vaya a dormir. Ya es hora.
Ha dado dos pasos atrás Pedro Navarro y sólo hay seriedad en su rostro, al tiempo que comprueba que se acerca la guardia y se sitúa cubriéndole las espaldas.
– Descanse su señoría, que yo no puedo.
– ¿Por qué no puede descansar, don Pedro?
– Porque debo vigilarle, señor.
Son órdenes del Gran Capitán.
Su señoría no puede abandonar sus aposentos.
– ¿Ni mañana?
– Mañana menos que hoy.
– Entonces, ¿soy su prisionero?
– Hay una denuncia contra su persona interpuesta por la duquesa de Gandía ante sus majestades los Reyes Católicos. Doña María Enríquez le acusa del asesinato de Joan de Borja, duque de Gandía.
– ¿Y a causa de eso se me encarcela? ¿Sin previo aviso?
¿Quién se ha inventado esa excusa?
El silencio se ha instalado en los labios del conde y el pasillo se ha llenado de guardias y de un bosque de lanzas que rodean la posible reacción del Valentino. Se saca del pecho un pergamino que tiende al conde.
– ¿Y este salvoconducto que me dio en persona el Gran Capitán?
Navarro toma el salvoconducto, lo lee, lo pliega y se lo guarda tras el peto, sin atender las reclamantes manos de César.
– Gracias, señoría. El Gran Capitán me advirtió de que se lo devolviera.
No protesta César. Impasible se mete en su habitación y queda Pedro Navarro dueño del pasillo, pero en cuanto ha desaparecido César se revuelve inquieto y pregunta:
– ¿Habéis apresado a Juanito Grasica?
– No le hemos podido encontrar.
– ¡Buscadle! ¡Es urgente!
Mientras él esté libre, César puede esperar la libertad.
César yace en el fondo de un camarote mal iluminado. Está encadenado pero conserva una actitud desdeñosa que no cambia cuando entra Juanito Grasica con una escudilla llena de comida.
– Coma, su señoría, que ya se ve la costa de España y no conviene que llegue demacrado. El barco se mueve sin parar desde que topamos con la corriente del estrecho.
– ¿A qué lugar me llevan?
– Desembarcaremos en Alicante, cerca de Valencia, la ciudad de la que usted es duque y fue cardenal.
También muy cerca de Xátiva, la cuna de su familia.
– Vamos a Xátiva.
– No. Irá a parar al castillo de Chinchilla. Pero no están tranquilos. Toda Italia se agita y pide explicaciones por lo ocurrido. Presionan sus parientes los reyes de Navarra, Juan Albret, su cuñado. La señora Lucrecia está moviendo los cielos y su esposa Carlota la tierra.
– Pobre Carlota. Apenas si nos vimos la noche de bodas.
– Debió de quedarle muy buen recuerdo.
– Ayúdame a acercarme a la lucerna. Quiero ver la costa. ¿A qué altura estaremos?
Se pone Grasica a su lado y escudriña el leve horizonte.
– Gandía. Pronto avistaremos las costas de Gandía.
– Esa arpía de María Enríquez estará gozando de su victoria. Pero aún queda mucha guerra.
Desde un altozano, María Enríquez contempla el mar y pretende ver la estela de un barco lejano.
A su lado un muchacho retenido por una de sus manos se protege los ojos del sol con una mano, la otra soporta la posesión de la de su madre, mano fuerte, progresivamente agarrotada.
– Me haces daño en la mano, madre. No soy un niño. No voy a caerme. Vayámonos. Yo no veo nada. ¿Qué esperas ver?
– El paso del diablo.
– ¿El diablo va por la mar?
– Hoy sí.
– ¿El diablo es mi tío César?
– No lo olvides nunca. El diablo es tu tío, César Borja. Pero el diablo siempre es vencido por el ángel. El diablo ha sido vencido por el ángel.
Se adelanta María Enríquez hasta el borde del acantilado y grita:
– ¡Yo os he vencido! ¡Malditos Borja! ¡Yo! ¡María Enríquez!
Alfonso de Este mima con las yemas de los dedos el cañón recién fundido. Lo examina con ojo de experto. Le palmea el trasero como si fuera un cuerpo vivo y se vuelve para contemplar a la muchacha desnuda, temblorosa y acurrucada que observa sus movimientos con más sorpresa que miedo.
– Es perfecto. Es el mejor cañón que jamás haya fundido. ¿Por qué tiemblas? ¿Te doy miedo?
– De frío, tiemblo de frío, señor.
Subraya la impresión de frío el trueno que precede a la fuerza de la lluvia más allá de la fragua de los Este. Bebe Alfonso de un copón de vino y levanta a la muchacha para que beba a su vez. Luego le acaricia los culos, se los palmea y la obliga a tumbarse sobre el cañón, con los lomos al aire y las piernas separadas ofreciendo el sexo como una ranura tierna. Se quita el breve calzón el duque y arremete la verga contra la ranura de la muchacha, a la que posee como si fuera el cañón la mujer o mujer el cañón. En vano la muchacha gime:
– ¡El metal me hace daño!
¡Tengo frío!
Culmina el duque su orgasmo y queda derrengado sobre los confusos cuerpos de la mujer y del artefacto, hasta que la muchacha se desliza hasta el suelo y corre al rincón a recuperar sus ropas. También se ha alzado Alfonso, que observa cómo el vestuario va conformando la entidad de una dama de la corte que se viste con premura y una cierta vergüenza.