– La señora duquesa estará extrañada. ¡Tardaré tanto tiempo!
– Un cañón así no se acaba todos los días. Tu señora está siempre muy entretenida.
– Se queja de la marcha del señor Pietro Bembo.
– Pero le queda el cojo Strozzi y mi cuñado, Francesco de Gonzaga. ¿Sabe mi mujer que yo conozco su correspondencia y sus contactos con Francesco utilizando a Strozzi como alcahueta?
– La señora duquesa no me comenta estas cosas.
– ¿Qué te comenta la señora duquesa?
– Que añora Roma, que en Roma había más luz y la gente era, era, como más directa. Dice, cuando cree que no la escucho, que los ferrarenses somos hipócritas. ¿Somos hipócritas los ferrarenses?
Alfonso, desnudo, activa el fuego en la fragua y piensa. Ya está la muchacha vestida, le hace una pequeña reverencia y corre hacia el patio, al encuentro de la lluvia y de la senda que la devuelva al palacio. Entra acalorada en el salón de recepción de Lucrecia y se sorprende ante la cohabitación de Strozzi, Lucrecia y Francesco de Gonzaga en torno a un pliego que la señora abre para extraer una carta, que sostiene con una mano, la otra llega a los labios mediante un dedo que pide silencio.
– Tú no has visto nada.
– No he visto nada.
– Tú no has visto al señor de Gonzaga aquí. El señor de Gonzaga sigue en Mantua.
– Sigue en Mantua, sí, señora.
– Vete.
Se va la muchacha y Francesco se queja.
– Ha sido una imprudencia. Esta mujer hablará.
No es de la misma opinión Strozzi.
– Callará.
Asiente Lucrecia, lenta de movimientos, ahora en evidente estado de gravidez.
– Callará. Es una de las amantes de mi marido y confidente de tu mujer, pero sabe que puedo expulsarla de la corte el día que se tercie. No es de familia demasiado rica y no pueden dotar a una amante de duque para casarla con un buen partido. Callará.
Los ojos de Gonzaga recorren la silueta de la mujer.
– Otra vez en estado, Lucrecia. No sé cómo lo consientes. Ya sabes que los médicos te han dicho que tu naturaleza soportará los partos cada vez peor.
– Es el precio que debo pagar por mi libertad. Sólo veo a Alfonso en la cama. A mi marido sólo le interesa que todo el mundo comente ¡qué potente es el duque de Este! ¡Monta tantas veces a esa Borja que no le da tiempo para que la monten los demás!
– Calla, por Dios, Lucrecia.
– Sé lo que se dice, sé lo que piensan. Pero ahora soy dueña de mis actos y te necesito, Francesco. Ercole, explica de qué se trata.
Recomienda Strozzi que se aposenten Lucrecia y Francesco.
– No te hemos hecho venir por capricho, Francesco. Sabes que Lucrecia lucha por la libertad de su hermano, y las circunstancias han cambiado. El gran enemigo de César era Isabel de Castilla, muy de acuerdo con María Enríquez, convencida del carácter demoníaco de los Borja. Isabel de Castilla ha muerto y deja en libertad de movimientos a su marido.
El cardenal Cisneros sigue desconfiando de César, pero respeta al rey Fernando. Es un formidable estratega, y no le haría ascos a considerar a César una alternativa al Gran Capitán.
– Pero si lo tiene en un castillo. Como un preso de lujo. En Chinchilla.
– Ya no está en Chinchilla.
César tuvo una pelea cuerpo a cuerpo con el señor del castillo de Chinchilla y estuvo a punto de escapar. Ahora está en Medina del Campo, en el castillo de la Mota, el mismo castillo donde guardan a la hija de los reyes, la princesa Juana, a la que llaman Juana la Loca. En torno a César se mueven varias intrigas. Fernando podría utilizarlo como nuevo capitán de los ejércitos de Italia, y a algunos nobles castellanos, el conde de Benavente al frente, podría serles útil como un jefe militar al servicio de sus intereses frente a los de la casa de Austria, representada por la descendencia de Felipe y doña Juana. A su vez, Felipe ha llegado a pensar que debe retener a César para sumarlo a su bando por si su suegro levanta bandera contra él. Todos guardan a César y todos parecen necesitarle. Es la hora de César y quisiéramos que tú hicieras algo por él. Cada vez eres más influyente entre la nobleza italiana y se habla de ti como jefe de la tropa aliada. Has de hacer algo por César.
– Por César no movería un dedo. Por ti, Lucrecia, lo que me pidas.
– Te pido para que intercedas ante el papa para que no presione contra la libertad de mi hermano.
– ¿Julio Ii va a permitir que tu hermano vuelva a Italia? Ni soñarlo. Él está haciendo la misma política de los Borja y se limita a dar menos escándalos, pero el equilibrio político es frágil y César es un mito, un peligroso mito. Y tú misma, Lucrecia, ¿no eres más libre con César en España y tú aquí en Ferrara?
– Es mi familia. ¿Acaso te da miedo de que tu mujer se enfade porque ayudes a César?
No tiene palabras Francesco de Gonzaga para responder a la agresión de Lucrecia y en su impotencia verbal se limita a tomar las manos de la mujer entre las suyas, pero en una de las manos está la carta que aún no ha leído.
– ¿De quién es la carta?
Lucrecia coteja su mirada con la de Strozzi mientras dice:
– De César.
Se la tiende a Gonzaga para que la lea y lo hace con avidez, de vez en cuando interrumpiéndose mediante exclamaciones, sorprendido ante las audacias de César.
– Pero ¿habéis leído? ¿Cómo se atreve a insinuar que no va a permanecer mucho tiempo prisionero?
Mientras Gonzaga sigue leyendo, paseándose, nervioso pero fascinado por la lectura, más allá de la ventana llueve y desde la fragua de los Este, más allá de la lluvia, Alfonso contempla las lejanas luces de su palacio. Va algo más vestido y está acompañado por su hermano el cardenal Hipólito.
– ¿Te consta que Francesco está en palacio?
– Me lo han dicho mis confidentes. Cada vez es mayor la audacia de ese perro cojo de Strozzi. Los Strozzi siempre han sido muy orgullosos. Piensan que son tanto o más que nosotros. A ese Strozzi habría que facilitarle alguna vez la carrera a la pata coja hacia el Infierno. ¿Sabes a qué ha venido mi cuñado? ¿Tendrá el mal gusto de follarse a mi mujer preñada? Me he hecho construir un pasadizo que va de mis aposentos a los de Lucrecia. Cuando menos se lo espera aparece su cariñoso marido y tiene que abrirse de piernas. Nunca he podido sorprenderla. ¿A qué habrá venido Francesco secretamente?
– Más bien ha sido requerido por asuntos relacionados con César Borja.
– ¿No está olvidado ese imbécil?
– No está olvidado. Circula el rumor de su reaparición en Italia apadrinado por Fernando el Católico.
– ¿Y el papa, lo tolera?
– No. No lo tolera y mueve sus peones en Castilla para que Fernando no libere al Borja. La muerte de la Reina Católica ha aligerado el ambiente contra los Borja. Pero en esta encrucijada no se conspira a cuatro esquinas, sino a cinco.
Encogidos los hombros, Alfonso de Este vuelve a beber e invita a su hermano a secundarle.
– ¿Quiere mi querido hermano y su eminencia reverendísima beber conmigo?
– ¿No te interesa el asunto de César Borja?
– No. Con un Borja tengo suficiente. La verdad es que me he encariñado con Lucrecia. Reconozco que tiene temple. Si quiere jugar a redentora de cautivos, que juegue. En cuanto a lo de mi cuñado, hay que desembarazarse de ese Strozzi. Los Este apreciábamos mucho a su padre, Tito Vespasiano, el juez de los sabios, un hombre prudente, como lo era Ercole hasta que Lucrecia apareció. Él lo ha urdido todo para humillarnos a los Este, a Isabel y a mí. Es una muy mala compañía para Lucrecia.
– ¿Pero no ves que el enemigo no es Strozzi? ¿No ves que el problema no es Gonzaga? El enemigo y el problema es César Borja, otra vez César Borja.
– Cuando haya que cortarle la cabeza se la cortaré. Me voy a dormir. Ha sido un día duro.
¿Qué te parece el cañón que hemos fundido?
– ¿Qué dispara?
– No lo sé. Hay que estudiarlo. De momento me interesaba conseguir esta aleación y este diseño tan ligeros. Mi mujer suscita poemas y sostiene amoríos platónicos.
Tú haces política. Yo fabrico cañones.
Hipólito saca de su pecho un papel y se lo enseña a Alfonso.
Algún interés suscita porque su hermano interrumpe los últimos retoques de su tocado.
– ¿Qué es?
– Una carta.
– ¿De quién?
– De César Borja.
Esta vez Alfonso termina de vestirse, aparentemente desentendido pero rumiante de la información recibida.
– ¿Qué dice?
– Pide nuestro apoyo.
Lee un fragmento en voz alta el cardenal:
– "… Podemos compartir nuevos días de gloria en nuestra amada Italia…"
César, a caballo, juega con el toro, unas veces perseguido, otras perseguidor, dentro del encerrado ámbito del patio de un castillo con todas las salidas selladas. Finalmente desciende del potro y burla las arremetidas del toro sólo con los regates de su cuerpo. Está cansado y hace una señal. Entran los toros mansos conducidos por un lugareño y se llevan al bravo, pero antes de consumarse la salida vigilada por los soldados, el lugareño cruza unas palabras con el Valentino.
– Esta noche, según lo convenido.
– Esta noche, Juanito.
De una de las ventanas del patio se filtran los alaridos de una mujer, alaridos rotos, de pronto sollozos, otra vez alaridos. La sorpresa en el rostro de Juanito Grasica la diluye César.
– Es la reina Juana. Desde que ha muerto su marido, ha empeorado. Siempre me espía a través de la celosía.
Al otro lado de la celosía, Juana se ha abierto la pechera en busca de sus propios senos y aúlla, con los ojos desorbitados, pendientes de la cadencia del caminar de César en busca de la escalera que le llevará a la torre del homenaje.
La mirada de la mujer de hermosura demacrada sigue el recorrido sin dejar de gritar, y se detiene César. Afina los ojos para distinguir más allá del celaje las facciones de la reina e interroga:
– ¿Doña Juana?
Un rugido le responde y el grito:
– ¡Centauro! ¡Un centauro de tres cuerpos!
Le extraña a César la lógica, pero decide proseguir su marcha.
Sube la escalera y ya en sus aposentos se cambia de ropa, se viste de oscuro como la noche, contempla las lejanías castellanas y escucha los gritos de la loca, y así hasta que anochece, y por el campo avanzan luces que César atiende acompañado de un criado. Las luces se concretan en la caballería que espera al pie de la torre del homenaje, y el criado lanza una larga cuerda resultante de varias cuerdas unidas. No se percibe bien el alcance del final, pero las luces se mueven en acuciante demanda de que actúen.