Lo amortaja trabajosamente Burcardo, con la nariz fruncida, como única concesión ante el comienzo de putrefacción del cadáver. Luego riega al muerto con una gran botella de perfume. A pesar de su delgadez. Burcardo suda cuando contempla su obra, se santigua, se arrodilla y reza. En esta posición le sorprende la entrada de Della Rovere en la sala mortuoria. Va acompañado de dos cardenales,
D.Amboise y Piccolomini, que dan vueltas alrededor del muerto, olisquean como animales primitivos, quieren oler la muerte por encima de las grasas esencias. Se ha levantado Burcardo y espera que sus eminencias se pronuncien, ya sólo olisquean el cardenal francés y el anciano futuro papa, mientras Della Rovere se ha acercado a Burcardo y lo contempla con curiosidad.
– ¿Le interesa continuar en el cargo?
– No.
– Por nosotros puede continuar.
– Ya es suficiente.
– Sería muy interesante que usted contara todo lo que sabe.
Ahora. Es un momento decisivo para cortarle la cabeza a la hidra Borja.
– Eminencia. No es la única hidra.
– Pero usted lo sabe todo.
Tiene la obligación moral de contar lo que sabe.
Hay silencio en los labios de Burcardo y neutralidad en su mirada. Della Rovere se encoge de hombros y ante su gesto los dos cardenales dejan de oler al papa y se ponen a su estela. Pero antes de abandonar la sala, Della Rovere ordena fríamente a Burcardo:
– Que lo metan cuanto antes en el ataúd. A pesar del perfume, hiede. Es el más feo, horrendo y monstruoso cuerpo de muerto que jamás se vio.
A solas Burcardo y el cadáver, el jefe de protocolo suspira impotente y se marcha para volver al rato seguido de soldados portadores de un poderoso ataúd. Los comentarios de los soldados no son muy estimulantes.
– ¡Cómo apesta!
– ¿Hay que meter a ese marrano aquí dentro?
– No hay ataúd en Roma en el que pueda caber.
En vano la mirada de Burcardo trata de imponer respeto. Finalmente, desalentado, da la última orden y se va.
– Metedlo dentro cuanto antes.
Una vez fuera Burcardo, cargan los soldados con el muerto, una mano tratando de manipular el cuerpo, la otra tapándose la boca y las narices. Lo encajan sobre el ataúd pero no acaba de introducirse no ya por la corpulencia natural, sino por la hinchazón de las fiebres mortales.
– Que aquí no cabe. Ya os lo he dicho.
– ¡Y cómo apesta, el muy cochino! ¿Qué habrá comido en vida?
– Por lo que cuentan, muchos chochitos.
– Pues no huele a eso, huele a mierda y a pus.
– ¡Tú, Giorgio! Pesas tus buenos kilos. Siéntate encima hasta que se meta dentro. Pero no te sientes en el vientre que puede reventar.
– ¿Y por qué yo?
– Porque estás tan gordo como él.
Se dispone Giorgio a ejecutar el trabajo cuando otro soldado le retiene. Lleva en una mano la tiara pontificia y se la pone.
– Puesto que vas a sentarte encima de un papa, hazlo con la tiara, no vaya su santidad a sentirse vejado.
Entre risotadas se cubre Giorgio con la tiara, se sienta sobre Alejandro Vi y presiona con todas sus fuerzas para que el cadáver encaje, jaleado por los gritos estimuladores de sus compañeros.
– Mira. ¡Hace fuerzas como si estuviera cagando!
Finalmente otros dos se sientan junto a Giorgio sobre el cuerpo y consiguen introducirlo. Algún soldado vomita, pero los más cargan con la tapadera del ataúd y la encajan para respirar satisfechos y dejar otra vez en soledad el cuerpo del papa muerto.
Suenan las campanas.
Burcardo sale de la puerta trasera del Vaticano rodeado de criados portadores de su equipaje. Antes de subir a la calesa, mira por última vez cuanto le rodea. De una de sus manos cuelga un portafolios y se predispone a subir al carruaje que le alejará del escenario de su trabajo. Ya en el carruaje medita y cuando sus ojos vuelven a asomarse a la Roma que abandona, en primera instancia ve el rostro sonriente de Della Rovere precediendo a un cardenal anciano, con los ojos vagantes por los horizontes de la muerte, tan inseguros sus pasos que Giuliano della Rovere lo sostiene por un sobaco mientras comunica:
– "Habemus papam!"