– No. No os quiero por separado. Tú, Cimino dell.Aquila, quiero que compongas un poema con música sobre… el tema ya me lo pensaré.
– Lo haré con toda premura.
– Lo harás ahora. ¿No te llaman el divino Aquilano?
– Póngame su augusta persona un tema fácil.
– No estaría a tu altura.
Quiero proponerte un tema que me obsesiona: la hidra. ¿Sabes tú qué es una hidra?
– Una serpiente monstruosa.
– Una serpiente de siete o nueve cabezas que se reproducen. Con la espada cortas cabezas y vuelven a rebrotar. Las hidras están fuera y dentro de uno, Aquilano, pero las peores son las interiores, son los símbolos de la ambición, de la vanidad. Te confieso que me siento dominado por mi hidra interior.
– Pintoresco tema. Heracles mata a la hidra y baña sus flechas en la sangre de la bestia, porque esa sangre es veneno. El gran César nos está diciendo: ¡no domino mi hidra interior! ¡Mi sangre es veneno! -apostilló teatralmente Corella mientras bebía para acentuar su distancia etílica, sin que César, aparentemente, tuviera en cuenta sus palabras y siguiera presionando al poeta.
– ¿Te ves capaz, Aquilano?
Asiente el vate, se concentra, empuña el laúd, lo rasguea y con los ojos perdidos en la fuente de su inspiración recita, acompañado por la música:
– "Siete dones maravillosos subyugan a un amante: la mirada, la sonrisa, los pies, las manos, la frente, la boca y el pecho de su amada.
Pero son flagelos cabezas de la hidra que muerden y desgarran y devoran al amante.
El fuego de la pasión, en lugar de destruirlos, infunde vida a esos encantos, como otros tantos males, Bajo su ataque fatal, el amante encuentra la muerte."
Todos miran a César por si le ha gustado la canción y finalmente el Valentino golpea con su vaso de vino la mesa, iniciando el refrendo de todos los presentes. Orgulloso, Aquilano subraya los vítores y las palmadas con el rasgueo sincopado de su guitarra hasta que César le ordena que se detenga.
– Aplaudo tu rapidez y habilidad, pero no me fío de tus intenciones. ¿Qué has querido decir convirtiendo el amor en sospechoso de ser una hidra oculta?
Irrumpe Corella en el centro de la atención general y acerca su rostro a la muchacha que yace con César.
– Fiammetta, ¿eres una hidra, una venenosa hidra disfrazada de virgen mal alimentada?
Grita teatral e histéricamente la muchacha, pero ya es Corella el dueño de la situación.
– César, el divino Aquilano ha querido aliviarte de tu sentido de la culpabilidad. No te sientas pesaroso por el ácido de la ambición, ni siquiera trates de cortarle la cabeza, porque no controlas las fuentes de sus acciones y la hidra peor es la que desde fuera gana nuestros sentidos. ¿No es así, Aquilano?
– Así es, Michelotto.
– El segundo trabajo de Hércules fue matar a la hidra, César.
Eso ya lo has dejado atrás. ¿Por qué sigues empeñado en matar a la hidra? ¿No estás más a gusto con el tercer trabajo, la cierva Cerinitis, entre tus brazos? ¿Eres la cierva Cerinitis, Fiammetta?
Grita falsamente histérica la muchacha y a César le divierte el espíritu provocador de Corella.
No así a los demás caballeros, que no saben disimular su tedio o su fastidio, hasta que uno de ellos se adelanta.
– César, nos espera una dura campaña mañana y el cuerpo pide descanso.
– Haz lo que quieras, Vitellozzo. ¿Son del mismo parecer tus compañeros?
– Eso creo.
Se retiran los caballeros, algunos acompañados de sus damas y queda César rodeado de sus incondicionales.
– No entiendo por qué Vitellozzo se retira a descansar.
No duerme. No tiene más obsesión que conquistemos algún día Florencia para vengarse de los que asesinaron a su hermano. Es tan buen soldado como pésimo cortesano. Cuando se acaben las guerras no sé qué va a ser de ellos.
– Miquel, nunca se acabarán las guerras.
– ¿No? Ya hemos conquistado Rímini, Pesaro, la Romaña entera. Aquí, en Pesaro, estamos en el palacio que iba a ser para Lucrecia, y el pobre duque Giovanni Sforza se ha ido a refugiar en Mantua, a llorar en el regazo de los Gonzaga, y tengo que contarte algo muy reconfortante.
– Cuéntalo.
– A solas.
Ordena César que se vayan las mujeres, los poetas, los músicos, también sus ayudantes, y queda a solas con Corella.
– Esta tarde Ramiro de Llorca y yo hemos recibido a Colenuccio, un enviado de Ercole de Este.
Venía a rendirte pleitesía, porque Pesaro está muy cerca de Ferrara y no quieren que traspases esa frontera. Los has impresionado, César, y me parece un buen momento para tirar adelante lo de la boda de Lucrecia con Alfonso de Este.
– Me cuentan que Lucrecia está triste, que no se puede hablar con ella.
– Aceptará finalmente. Lucrecia quiere huir de Roma, César.
– ¿Huir? Demuestras un raro conocimiento de mi hermana. ¿Por qué te preocupas tanto por ella?
– La hemos acorralado demasiado. Pobre muchacha, se encariñaba con maridos insuficientes y nosotros los poníamos en fuga, a veces en fuga eterna.
– Un marido es una caja cerrada. Hasta que no se abre no sabes lo que hay dentro. Igual ocurrirá con Alfonso de Este si Lucrecia llega a casarse con él.
– En cambio una mujer no.
Una mujer dentro sólo tiene hijos.
Pequeños Borja que han de perpetuar vuestra familia por encima de los siglos y las fronteras. ¿Quién es la mujer con más prestigio de la cristiandad? ¿Isabel la Católica?
¿De qué es dueña? ¿De su corte?
Ni siquiera es dueña de su cuerpo.
¿Quién es la mujer con más prestigio de Italia? ¿Catalina Sforza?
¿Isabel de Gonzaga? Igual te digo. Son abejas paridoras cuya vida pende de un hilo a cada parto.
Pero Lucrecia quiere tener su corte. Ser ella misma. Lucrecia quiere escapar.
– El poder de Lucrecia es el poder de la familia. Mi poder es el poder de la familia. He pensado muchas veces en lo que debería hacer si mi padre faltara. Se me abriría el suelo bajo los pies. He de conseguir que me nombre gobernador vitalicio de Roma, algún cargo que me permita conservar el poder cuando él falte y otra vez vuelva a echarse sobre nosotros toda esa chusma hoy día humillada y vencida.
César se refugia en una ensoñación que le molesta y rechaza con el brazo. Miquel le tiende una copa llena de vino.
– La primera copa apaga la sed, la segunda da alegría, la tercera placer, la cuarta da locura. El gran Apuleyo sabía lo que se decía: "No sientas la angustia hasta que sea necesaria."
– Tienes razón. No comprendo estas furias abstractas que de vez en cuando me vienen. Las mías son abstractas. Las tuyas concretas.
Miquel, olvida a Lucrecia. Se aproximan tiempos interesantes.
He citado en Roma a Leonardo da Vinci y a Maquiavelo. Quiero que el primero me dibuje máquinas de guerra y que el segundo me justifique las guerras. Pero antes quiero darle un toque a Lucrecia.
Se entristece Miquel de Corella.
– Trátala con afecto, César.
– Algún día podrías haberle dicho que la amas.
– ¿Antes o después de matarle maridos?
Se retira Corella silbando una melodía lúgubre y cuando consigue la soledad exhala también él aire angustiado. Recita:
– "No us negareu, senyora, donar-li la má a qui de vos s.en va, no us negareu, senyora. Una piadosa vista al dol pot resistir i aquesta ánima trista sempre de vos s.enyora. No us negareu, senyora." (1)
Giovanni Sforza va terminando su exposición.
– Las tropas de César descansan en Pesaro. Yo he perdido mi feudo, pero no se detendrán allí y [14] avanzarán hacia Bolonia, hacia Mantua o hacia Ferrara. ¿Por qué no Mantua o Ferrara?
Los ojos de Giovanni se dirigen preferentemente a la pareja formada por Isabel de Este y Francesco de Gonzaga, presidentes de la reunión.
– Ante todo, Isabel, querido Francesco, os agradezco la hospitalidad que habéis dado a esta reunión. Puedo considerarme ya un exilado, y os prevengo, César vendrá a por vosotros, aquí a Mantua, ese bastardo necesita la sangre de los Gonzaga para sentirse fuerte y luego irá a por tu casa, Isabel, irá al asalto de Ferrara, porque también su bastardía necesita la sangre noble de la casa de Este.
Hay fría preocupación en el rostro de madona perpetuamente enfurruñada de Isabel e ironía en Francesco de Gonzaga, ironía que no escapa a la percepción de Giovanni.
– Leo tus pensamientos, Francesco.
– Siempre has leído los pensamientos, Giovanni. Incluso cuando no había tales pensamientos.
– ¿A qué te refieres?
– No seas tan suspicaz. Cuando abandonaste a tu mujer Lucrecia Borja, dijiste que era a causa de males terribles que se avecinaban.
– Tú conoces la fuerza de las familias italianas: los Sforza, los Este, los Gonzaga… pero imagínate Roma, una sola ciudad, llena de familias que luchan por la hegemonía, cada cual desde su territorio, como bandidos sin escrúpulos, y en medio los Borja, que han aprendido a ser los más duros, los supervivientes. Yo quería a Lucrecia, pero no al precio de ser un cornudo y mucho menos un cornudo implicado en un incesto.
Sigue habiendo escepticismo en los ojos de Francesco y su mujer se irrita.
– ¿Lo dudas?
– No ignoro los excesos criminales de los Borja, tan comunes, por otra parte, en otras cortes de Italia, de España, Francia. Pero tampoco ignoro cómo se construyen leyendas.
– ¿Leyendas? ¿Hablas de leyendas cuando es evidente que esa gentuza de marranos y catalanes ha pervertido el Vaticano y conmovido la estabilidad de toda Italia?
Se desentiende Francesco de la indignación de su mujer y acude junto a Giovanni para abrazarle.
– Considérate un invitado muy especial de Mantua.
– Te lo agradezco, pero mi asilo no soluciona el problema. César es diabólico. Cuando tiene enemigos los suma a su ejército mediante el terror o el dinero. Ha conquistado Rímini con la ayuda de sus propios habitantes, que odiaban al tirano Pandolfo Malatesta.
– Curioso personaje. Un sanguinario, pero cuando marchaba al exilio se dio cuenta de que había olvidado a su perro y escribió a César pidiendo que se lo devolviera. Pero, Giovanni, me consta que César te ha quitado Pesaro sin apenas sacarse la espada del cinto.
– ¿Qué señor de Italia puede hoy confiar en que sus súbditos tratarán de salvarle el feudo? Los valores tradicionales se han hundido y el populacho acoge a cualquiera como a un liberador. ¿De qué los libera? Da lo mismo. Son tiempos de iconoclastas sin sentido. César ha empleado a Ramiro de Llorca como administrador de sus propiedades. ¿Resultado? Los vasallos odian a Ramiro de Llorca, no a César que es quien le da las órdenes.