Se generaliza la conversación entre los caballeros sobre la evidencia de la pérdida de los valores del respeto a la autoridad, en relación con la pérdida del temor de Dios, pero Isabel reclama que su marido vaya tras de ella. Mientras la mujer avanza, Francesco de Gonzaga estudia su expresión, como tratando de adivinar lo que le espera, por eso cuando alcanzan la soledad de sus aposentos, el hombre trata de adelantarse.
– Ignoro qué te habrán contado esta vez.
– ¿Contado? ¿Me cuentan alguna cosa alguna vez?
– No empecemos, Isabel. Dispones del mejor servicio de espionaje de Mantua, Ferrara e incluso Roma. Si te han contado que yo…
– Chist. Esta vez no hay faldas de por medio. Me han contado algo más humillante e intolerable.
– ¿Me afecta a mí?
– ¡A mí y a los míos! Resulta que el papa está negociando con mi hermano el cardenal Hipólito y con mi padre el matrimonio de Lucrecia Borja con mi hermano Alfonso, el futuro duque de Este y señor de Ferrara. ¡Esos bastardos! ¡Esa puta bastarda duquesa de Ferrara!
¿Qué te parece?
No le parece nada a Francesco a juzgar por su silencio y por la melancolía irónica con la que contempla a su mujer.
– ¡Me pone nerviosa esa mirada!
¿Qué es lo que te importa a ti?
¿Qué criterios morales tienes?
– Isabel.
– ¿O acaso te gusta esa ramera?
Ya me pareció que te había impresionado cuando la viste en… ¿en Roma?
– No recuerdo cuándo la vi.
– Te impresionó.
– Era una niña.
– ¿Qué es ser una niña?
– Tú sabrás.
– No voy a consentir que esa viscosa bastarda se siente en el trono de Ferrara, el trono de mi madre. Recuerda el día en que lo he dicho.
– Admiro tu orgullo, el orgullo de ser una Este. Yo tengo el de ser un Gonzaga, pero ¿podemos legítimamente suponer que los Borja son unos bastardos y nosotros no tenemos también un origen bastardo o de condotieros que se ganaron la legitimidad por la fuerza?
– Los Este somos la dinastía más transparente. Además, la fuerza y el valor son fuentes de legitimidad. Pero no el degüello y el veneno sistemáticamente, las armas de los Borja.
– Buena parte de las viejas familias armadas y poderosas se han convertido en cortesanas. No tienen otros duelos que los poéticos.
Pero casi todas ellas se auparon gracias a la daga y al veneno.
– Todo eso está muriéndose, es cierto. Pero estamos creando los nuevos príncipes y sólo los que sepan quedar a salvo de las contaminaciones tendrán legitimidad para serlo.
– ¿Legitimidad? Los nuevos príncipes dependerán de los banqueros que paguen sus tropas, sus nuevos artificios de combate, de los cardenales que bendigan sus máquinas de guerra, de la plebe urbana y campesina que forme la tropa y de los poetas que canten sus hazañas.
– ¿Acaso en todo eso no interviene la iniciativa y el valor?
Francesco de Gonzaga contempla a su mujer admirativamente.
– Tienes el rostro de una madona y el alma del más temible condotiero.
– Soy una Este.
De la misma opinión es el cardenal Hipólito de Este cuando responde a las propuestas que le está haciendo Remulins, sentados los dos ante una mesa bien servida, goloso el cardenal, precavido comedor Remulins, pero aún con la boca llena concluye el cardenal.
– Soy un Este.
Acepta Remulins la afirmación, pero opone:
– También un cardenal. Y tanto como miembro de una de las más ilustres familias de Italia como cardenal reconocerá que esta boda es una bendición.
– Esta boda interesa más a la familia Borja que a los intereses de la cristiandad.
– ¿Son separables? César se ha convertido en el guerrero más determinante de Italia y una pieza fundamental de los intereses de todas, absolutamente todas las familias italianas. Le respalda Luis Xii y le deja hacer Fernando el Católico. La conquista de Faenza ha sido un espectáculo militar, un brillante espectáculo contemplado con admiración por varios señores italianos. Usted mismo fue invitado a presenciarla.
Conquistada la Romaña, ya todo es posible. César es hoy el príncipe de Italia.
– Remulins, no puede creer lo que dice.
– ¿Por qué entonces se sienta a negociar? Cardenal Hipólito, su santidad le distinguió con el cardenalato y ahora le hace una oferta sustanciosa para que su padre el honorable duque Ercole acceda a los esponsorios de Lucrecia con su primogénito Alfonso.
– Sustanciosa, sustanciosa. A todo le llaman ustedes sustanciosa.
– ¿Ha heredado su eminencia reverendísima el conocido sentido del dinero de su padre? ¿Quiere que le recuerde el inventario?
Cien mil ducados.
– Ya empezamos mal. Doscientos mil.
– Ya habíamos anulado el censo anual que Ferrara debe pagar al Vaticano. No es concesión baladí que usted sea promovido como arcipreste de San Pedro en el Vaticano.
– Por mí no habría problema, querido canciller. Me aliviaría además el no tener que seguir negociando con usted. Pero hay demasiadas inconcreciones en las propuestas de su santidad. La dote podemos discutirla, pero el ajuar de la novia debería estar valorado en la misma cantidad que la dote.
Luego está el gasto en Ferrara.
Lucrecia querrá tener su corte.
– Todas las duquesas o condesas consortes tienen su corte en Ferrara, en Mantua, en Milán.
– Las cortes de los Borja suelen ser muy caras y mi padre…
– Y su padre es muy cuidadoso de su dinero.
– Ésa es la palabra. Cuidadoso.
– No he dicho otra. ¿En qué actitud está su hermano Alfonso?
– Mi hermano tendrá la actitud que le dicte mi padre, el deber de la estirpe. Recuerdo la conversación que tuvimos antes de partir y traigo una muestra de ello.
Se levanta el cardenal Hipólito de Este y va a un rincón de la habitación donde espera su acercamiento un envoltorio. Retira las ataduras y telas que cubren el lienzo y ante el interesado Remulins aparece el rostro al óleo de Alfonso de Este.
– Mi hermano. Me lo entregó para que la señora Lucrecia pudiera empezar a conocerle.
Es el propio cardenal el que revive la situación en la que le fue entregado el retrato, mientras sus labios mienten el recuerdo y ofrecen a Remulins una situación placentera y galante. Pero evoca la realidad, cuando paseaba como enjaulado Alfonso mientras su padre Ercole mimaba las vísceras de la paciencia y el cardenal se ensimismaba para evitar pronunciarse.
– ¡Me niego a casarme con esa ramera! ¡Sería el hazmerreír de toda Italia!
– En Italia nadie se ríe de quien se casa con una ramera. Depende de la dote. Depende de las relaciones de poder. ¿Crees que a mí me entusiasma esa boda? Desde siempre he sido admirador de fray Girolamo Savonarola y me dolió la encerrona que le costó la vida.
Entre la piedad de los Este y la concupiscencia de los Borja se establece el abismo que separa al Cielo del Infierno. Pero César se ha apoderado de la Romaña, el rey Luis Xii le apoya. Después de la Romaña irá a por Mantua, a por Bolonia, ¿por qué no a por Ferrara? Contéstate a esta pregunta. ¿Por qué no a por Ferrara?
– No me gusta que me hagan preguntas. Mucho menos contestarlas.
– A ti sólo te gusta fundir cañones y fundir rameras en los colchones más sucios de Ferrara.
César Borja quiere esa boda porque ahora sus territorios limitan con Ferrara. Si su hermana se casa contigo se siente respaldado por un pacto de familia e irá a por otros.
– Que vaya a por quien quiera.
Yo no soy un cornudo.
– Ya te he dicho que mis espías en Roma me han garantizado que Lucrecia es víctima de una leyenda, que no hay tanto como se dice.
– Eso quiere decir que hay algo de lo que se dice y Giovanni Sforza ha declarado que su propio padre cometía incesto con Lucrecia.
– Giovanni Sforza no sabe dónde le cuelga el cerebro.
Se quedó falsamente meditabundo Alfonso y cuestionó con ironía.
– El cerebro no cuelga, padre.
Ercole lo dejó por imposible y tomó de encima de la mesa un retrato al óleo de su hijo que entregó al cardenal.
– Lleva este retrato a Roma para entregárselo a Lucrecia y negocia, de momento negocia. Alejandro tiene ganas de casar a la hija y deberá pagar esas ganas.
Preso por la furia sale Alfonso de la sala y salta todas las barreras y los espacios que le separaban de su taller de fundición, una fragua de Vulcano donde los demás operarios sudan y se afanan sobre los metales incandescentes.
Ha recuperado de pronto la paz Alfonso de Este y se desnuda hasta quedar en taparrabos como los demás trabajadores. Se aplica la visera con una mueca de deleite y remueve el material fundido. Una mueca de placer genética, familiar, porque es la misma que consigue organizar el cardenal Hipólito en su rostro, tras concluir su secreta evocación, en el momento en que le entrega el retrato a Remulins en Roma.
– Alfonso de Este. En la franqueza de esta expresión está la franqueza misma de los propósitos de mi familia. Si ultimamos el acuerdo, Alfonso se sentirá lleno de felicidad.
Remulins cierra los ojos para que Hipólito no vea su desdén o su escepticismo.
– ¿Cuántas batallas has ganado esta mañana? ¿Esta tarde? Después de vencer y seducir o violar, mejor violar, a Catalina Sforza, ¿qué otras hazañas te cantan? ¿Has venido hasta Nepi sin gente armada?
¿Dónde está tu sicario Miquel de Corella? ¿Dónde está ese asesino de mis amantes, de mis amadores?
No responde César a Lucrecia.
El hombre trata de captar con una sola mirada la estancia y el jardín sobre el que se proyecta la presencia enlutada de Lucrecia.
– Bello lugar para tanta soledad.
– También me han privado de la presencia de Sancha. Al parecer es una mala compañía. La han encerrado en el castillo de Sant.Angelo, por su seguridad, dicen. Pero qué ingenua soy. ¡Como si no lo supieras! Tú y nuestro padre lo habéis urdido todo.
– Sant.Angelo es un lugar seguro. De haber ido a Nápoles, peligraría. Nápoles no es seguro.
Pronto habrá una intervención de Francia y España contra el rey Federico. Sus días están contados.
– ¿Y Sancha?
– Yo estaré presente en la campaña. Trataré de protegerla. También lo hará el capitán general español, Fernández de Córdoba.
Sancha sabe cuidarse. Tú no. Nos tienes muy preocupados.
– ¿He de empezar a preocuparme yo, entonces? ¿Cuándo vendrá Miquel de Corella a por mí?
César la toma por los hombros.
– Sal de tu sueño de viuda acongojada. Es un sueño inútil.