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– Muy equilibrado, santidad.

– Pues no se hable más. Adelante, Burcardo.

Se inclina Burcardo en prueba de aceptación y de retirada pero le retiene un último comentario de Alejandro Vi.

– ¿Te has enterado de lo de Florencia?

– ¿A qué se refiere su santidad?

– A la ejecución de Savonarola.

– Algo he oído.

– ¿Qué se comenta?

– No he oído comentarios.

– Vamos, Burcardo. Una noticia así no circula sin comentarios.

– No suelo parar mientes en los comentarios, santidad. Volviendo al escenario de la boda, ¿qué le parece don Joan de Cervello como sostenedor de la espada sobre la cabeza de los novios?

– ¡Excelente idea!

No bien ha salido Burcardo vase el papa en busca de la puerta secreta que comunica sus dependencias con el salón oculto y al llegar allí le espera Giulia Farnesio envarada y esquiva.

– ¡Giulia! Al verte recupero la mirada.

– Palabras, sólo palabras.

– ¿Cómo puedes decirme una cosa así?

– Han pasado semanas sin haber sido convocada. Y no sólo he recibido esta humillación sino que hay pruebas evidentes de que poco queda del viejo afecto.

– ¿Pruebas?

– Se habla de que otras mujeres pasan por el lecho del papa.

– La leyenda.

– Se habla de que esas relaciones han tenido frutos.

– Me atribuyen los hijos naturales a docenas.

– También mi familia ha sido agraviada. Un Orsini era candidato a la mano de Lucrecia y ha sido desechado. Francesco Orsini, duque de Gravina.

Alejandro ha conseguido coger una mano a Giulia, que sigue sin darle la cara.

– Todo tiene una explicación, desalmada paloma. ¿Cómo puedes suponer desafección en mí? Si rehuí el encuentro fue fruto de la conmoción que me causó la muerte de mi hijo. Hice voto expreso de nuevas costumbres, pero mi carne es débil y ante ti son débiles mi carne y mi espíritu. Tampoco podía fomentar el escándalo en tiempos de ajuste de cuentas a Savonarola.

El infeliz fraile me acusaba de lascivo y durante su proceso era recomendable la prudencia.

– Atiendo a esas razones, pero ¿y el rechazo del hermano de mi marido? ¿El rechazo de Francesco Orsini como marido de Lucrecia?

– Razones de Estado, paloma mía. Me interesaba mucho la boda con un Orsini porque acallaba los rumores sobre la participación de la familia de tu marido en el asesinato de mi hijo, pero ya conoces la necesidad de ligarnos a Nápoles.

Lloriquea Giulia:

– ¡Me siento tan abandonada!

– Más abandonado me siento yo cada vez que te imagino en brazos de tu marido, en brazos del rencor de ese inválido que en ti debe vengarse de mí.

– Mi marido no me humilla.

– Me humilla a mí en ti. Hablaré con Adriana y volveremos a fijar nuestros encuentros.

Trata Alejandro de llegar al cuerpo a cuerpo, pero Giulia lo rechaza con delicadeza.

– No. Hoy todavía no.

– ¿Cuándo?

– Muy pronto.

La casi huida de la mujer la asume el papa con una melancolía aliviada, y en ese mismo estado de ánimo regresa al salón del trono, donde le aguarda César.

– Te veo extraño. Estás contento, pero no estás contento.

– ¿Quién no teme perder lo que ya no ama?

– Muy profunda esa reflexión.

– En mi ánimo se mezclan las sensaciones contrapuestas: el alborozo por la caída de Savonarola y la tristeza por la inevitabilidad de su muerte.

– ¿Otra vez esa historia?

¿Otra vez ese fantasma? ¿Aplicas a un cretino como Savonarola esa delicada observación de que temes perder lo que no amas? ¿Es Savonarola la causa de tu melancolía o hay que buscarle razones menos espirituales?

Va a responder el papa pero el ujier anuncia que espera el embajador español y César inicia la retirada.

– Quédate si quieres.

– No soporto a ese imbécil con maneras de capador de cerdos.

– Haz algo mejor. Escóndete ahí detrás y juzga nuestro encuentro. No hay manera de que me entienda con ese macho cabrío.

Se esconde César y entra el malcarado embajador con los respetos mínimos, consistentes en besar el anillo papal y retroceder dos pasos para lanzar su mensaje sin más espera.

– Quisiera comunicarle en nombre de mis señores, los reyes Isabel y Fernando, que hay gran consternación en nuestros reinos por los sucesos acaecidos en la ciudad de Florencia con directa participación del canciller Remulins como auditor eclesiástico del proceso contra fray Girolamo Savonarola.

– No entiendo esa consternación, señor embajador, por cuanto Savonarola era un aliado del rey francés y por lo tanto enemigo de sus católicas majestades.

– Tal vez he empleado impropiamente la palabra consternación.

– Me lo temía.

– Será más apropiado hablar de preocupación. Nada que objetar a la eliminación de un enemigo político y de un intrigante profeta embaucador. Al contrario. En mi país hace tiempo que estaría criando malvas.

– ¿Entonces?

– Sus majestades contemplan lo ocurrido en Florencia en el marco general de unas estrategias poco amistosas, ya que no fueron informadas de los propósitos de su santidad.

– No he tenido otros propósitos que hacer justicia y sobre todo que la hicieran los florentinos.

– Nada de lo que pueda ocurrir en la península itálica debe permanecer oculto al reino de España.

Y en ese mismo orden de cosas sus católicas majestades lamentan no haber sido suficientemente informadas sobre la política de alianzas matrimoniales del Vaticano y sobre el propósito de César Borja de abandonar el cardenalato y dedicarse a la carrera de las armas.

– ¡Burcardo!

La llamada de Alejandro Vi desconcierta al embajador, y más desconcertado queda cuando Burcardo entra en el salón.

– No veo yo, con todos mis respetos, santidad, qué falta hace un jefe de protocolo en este cruce de afirmaciones.

– Precisamente por su condición de jefe de protocolo me va a ayudar a respetarlo por encima de la furia que me asiste.

– No se prive de enfurecerse su santidad.

– Eso también es cuestión mía, y prosiga usted con la ristra de sin sentidos que al parecer debe comunicarme. Tan sin sentidos que más los veo de su cosecha propia que del exquisito sentido común del rey Fernando de Aragón.

– ¡Soy un leal representante de las directrices de mis señores y por mí hablan los reyes de España!

– Y callan, porque la audiencia se ha terminado.

No sabe el embajador si estallar, pero Burcardo le propone ceremoniosamente el camino de salida en el que le acompaña, para dar entrada a un César hilarante que imita las maneras y los decires del embajador.

– ¡Mis católicas majestades me han dicho…! ¡Qué cabestro!

– Fernando de Aragón es muy listo y lanza por delante a este novillo para enviarme mensajes que él debería decirme de otra manera.

Pero no confían en nosotros y desconfían sobre todo de ti. César, es curioso. ¿Por qué en el fondo todos te tememos un poco?

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