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Les bastaría para legitimar la condena.

– Yo también tengo un límite.

Además, dudo de mí. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si Dios no me hubiera concedido la profecía?

Se ha alzado Savonarola como rearmado por una oleada de gracia y fray Domingo cae de rodillas convertido en el único feligrés de tan excepcional miserere.

– Infeliz de mí. Abandonado de todos y habiendo ofendido al Cielo y a la Tierra, ¿adónde iré? ¿Hacia quién miraré? ¿En quién buscaré refugio? ¿Quién se apiadará de mí? No me atrevo a levantar los ojos al Cielo porque contra él he pecado. En la Tierra no hay refugio alguno ya que en ella he sido motivo de escándalo. ¿Qué es lo que haré? ¿Me dejaré caer en la desesperación? No, en verdad Dios es misericordioso; mi salvador está lleno de piedad. A Ti pues, piadosísimo Señor, recurro y llego rebosante de tristeza y lleno de dolor, ya que únicamente Tú eres la esperanza y sólo Tú mi refugio.

Pero ¿qué te diré? Puesto que no tengo valor para elevar mis ojos, derramaré palabras de dolor, implorando tu misericordia y diré: "miserere mei Deus secundam magnam, misericordiam tuam".

Reunidos los ocho mandatarios de la Signoria en compañía de Ceccone, el documento inculpatorio de Savonarola ocupaba el centro de la mesa y de sus especulaciones.

– No han bastado dos juicios para conseguir una declaración suficientemente inculpatoria.

– Será necesario pues un tercero.

El que acaba de entrar es el que ha hablado y concentrado el interés de todos los presentes.

Remulins va hacia los mandatarios, se abre camino entre ellos y examina el documento.

– Comentamos una copia con su santidad y nada en este documento nos ayuda a los fines que nos habíamos propuesto.

– ¿Cuál es el mensaje de su santidad?

– Este juicio es un escándalo y debe terminar. Ni las declaraciones de fray Girolamo, ni las de sus dos principales colaboradores

implican culpabilidad suficiente.

Traedlo a mi presencia.

Arrastran a Savonarola entre dos carceleros y al reparar en Remulins se inclina.

– Canciller, quisiera que transmitiera al Santo Padre el testimonio de mi obediencia.

– Buen principio. Sea fiel a esa evidencia y declare su culpabilidad en las supercherías que ha cometido como falso profeta y en sus actividades como conspirador contra la Iglesia y de calumniador de su santidad, en estrecha colaboración con personajes tan desafectos como el cardenal Della Rovere.

– No puedo suscribir lo que no he dicho o lo que ha sido dictado por mi celo apostólico.

Remulins abarca morosamente todas las destrucciones de Savonarola, en especial ese brazo que cuelga a lo largo de su cuerpo. Hay piedad en la mirada del canciller auditor, pero no en sus palabras.

– Que le apliquen otra vez el potro.

Se desmorona el fraile y se arranca las ropas para hacer visibles sus laceraciones.

– ¿No he sido suficientemente atormentado? ¿No es una prueba de que Dios me ha impedido mentir a pesar de la tortura?

Apenas hay vacilación en Remulins cuando insiste en que se ejecute lo que ha pedido. Savonarola proclama con asustada mansedumbre mientras lo tienden en el potro y le aplican las correas:

– Escúchame, Dios, Tú, Tú has sido quien me has apresado…

No puede seguir hablando porque el potro le descoyunta y a las palabras le suceden los aullidos que Remulins escucha con los ojos cerrados, los dientes apretados, que abre para pedir:

– ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!

¡Por Dios! ¡Cuanto antes acabemos mejor!

Savonarola está roto. Gime.

Llora. Proclama:

– ¡Confieso que he negado a Cristo! ¡Confieso que he dicho mentiras!

Se detiene el potro. Corre Ceccone con los folios en una mano y la pluma en la otra. Le detiene Remulins con energía y ordena con un gesto que desaten al lloroso, descontrolado fraile. Lo sientan a la mesa y le ponen delante los papeles que le inculpan. Lanza una penetrante mirada lastimada a Remulins que el auditor aguanta y finalmente firma. Hay un generalizado respiro de alivio mientras se llevan a Savonarola desmayado y hay respeto en los hombres que rodean a un Remulins silencioso.

– Ahora que ha reconocido su culpabilidad, ¿qué hacer? ¿Qué directrices ha marcado el Santo Padre?

Remulins vuelve a la situación y sale de su silencio.

– No tengo otra consigna que la siguiente: que sean los señores de Florencia quienes decidan. Señores.

Tras el saludo, abandona Remulins la estancia y los reunidos contrastan sus perplejidades mutuas sin atreverse a hablar, hasta que uno de ellos propone tímidamente:

– ¿Muerte?

Hay un mohín de repugnancia en el rostro de Agnolo Niccolini cuando razona:

– Ya está destruido. Recluyámosle de por vida y que escriba sus fantasías. Seguro que conseguirá escribir hermosas obras en homenaje a Dios.

Ceccone opone histéricamente:

– ¿Después de tanto trabajo?

Sólo un hombre muerto deja de ser una amenaza.

Otro de los mandatarios ratifica:

– Nuestra intención era que no saliese vivo, y para que no aparezca como venganza personalizada, deben acompañarle fray Domingo y fray Silvestre. ¿Qué importa un frailazo más o menos?

Camina Remulins por la calle.

Suda y las angustias del pecho se le rompen en la garganta como estertores. Va a su encuentro Maquiavelo, que le ha estado esperando.

– ¿Y bien?

– Condenado.

No se detiene Remulins a la altura de Maquiavelo. Continúa su camino defraudando a Nicolás, pero ya las campanas tañen a mensaje de jubileo, y hacia el cielo de Florencia mira.

Sobre ese mismo cielo repican días después campanas que anuncian muerte. Savonarola, vestido de túnica blanca, se despide de su carcelero y le entrega un manuscrito.

– Toma la "Regla del bien vivir". Se la merecerán más los hombres del futuro que los actuales.

Acepta el conmovido carcelero el manuscrito, pero ya forma parte Savonarola de la cuerda de presos, en compañía de sus dos hermanos de congregación, y a la plaza de la Signoria llegan cual tres almas blancas, ante la presencia de los ocho mandatarios, obispos y cardenales, Remulins en lugar privilegiado, mientras los ojos de Savonarola repasan los detalles instrumentales de su ejecución. Las cruces de madera. La leña amontonada para la fogata. Hacia la víctima avanza un obispo y proclama:

– Por especial mandato del Santo Padre, yo te separo de la Iglesia militante y triunfante.

Hay serenidad en la voz de Savonarola cuando responde:

– De la militante, sea. De la otra no te corresponde a ti.

Corrige el inquisidor sus palabras.

– Yo te separo de la Iglesia militante.

Pasan los frailes ante los jueces eclesiásticos y se detienen frente a Remulins.

– Vais a ser ajusticiados.

A la santidad de Nuestro Señor complace liberaros de las penas del purgatorio concediéndoos la indulgencia plenaria por vuestros pecados y devolviéndoos la prístina inocencia. ¿La aceptáis?

Asiente Savonarola, le secundan Domingo y Silvestre. Pasan ahora ante el tribunal civil y Ceccone proclama:

– Oídos y examinados vuestros torpísimos delitos, os condenamos a ser ahorcados. Después vuestros cuerpos serán quemados.

Recorren los últimos tramos hacia el cadalso insultados por la plebe, mientras los arrapiezos lancean desde abajo las maderas del tablado para herir las desnudas plantas de los pies de los frailes.

Todo lo contempla Maquiavelo grave, pero no conmovido, como si asistiera a un fenómeno de la Historia inevitable. Por los ojos de Savonarola y por sus rezos pasan las ejecuciones sucesivas de fray Domingo y fray Silvestre y cuando le llega el turno entrega el cuello

a la soga y a la saña del verdugo.

Arde la hoguera y, entre las llamas sin límites, los tres cuerpos.

El verdugo se seca el sudor y contempla su obra satisfecho y agradablemente sorprendido cuando el joven Maquiavelo le elogia su trabajo.

– Espléndida ejecución, maestro.

– ¿Lo ha notado? Hay una gran diferencia entre hacerlo bien y hacerlo mal. Ahora ya sólo resta arrojar al Arno las cenizas de estas basuras.

– He observado que, casi recién colgado Savonarola, ha recogido usted el cadáver y lo ha arrojado a las llamas. Notable celeridad.

Explota el verdugo a carcajadas.

– ¡Buen observador! He pensado, mételo cuanto antes en las llamas por si conserva un soplo de vida y así experimenta el mismo calor que va a notar en el infierno.

Las risas del verdugo suben hacia el cielo, donde vuelven a flotar las campanadas de gloria.

Burcardo, de rodillas, lloroso, con un rosario en las manos, invoca a Dios:

– Acoge en tu seno a fray Girolamo Savonarola, que tuvo más de santo que de pecador y perdona a los que le destruyeron porque no sabían lo que se hacían.

Es tanta la emoción de Burcardo que acaba estallando en sollozos, que inmediatamente corrige, recupera la respiración, se pasa las manos por la cara y exhala los malos aires contenidos. Vuelve a ser el Burcardo hierático y autocontrolado el que se pone en pie a la espera de que los pasos y el ruido de los alabarderos confirmen la inminente llegada de Alejandro Vi. Llega el papa con el ceño cerrado y claridad de encargos sobre lo que debe hacer su jefe de protocolo.

– Me va muy bien que estés aquí, Burcardo. Tengo un encargo preciso. Tenemos boda.

Como Burcardo se limita a asentir con la cabeza, Alejandro Vi le pregunta:

– ¿No te interesa saber quién se casa?

– Sin duda, santidad, pero todo conduce a la evidencia de que la desposada es la señora Lucrecia y el afortunado marido el duque de Bisceglie, Alfonso de Aragón.

– Estás bien informado. Y quisiera explicarte el carácter que ha de tener esa boda. Yo no la veo como un acontecimiento fastuoso a la manera del anterior matrimonio con Giovanni de Pesaro. Habría que adoptar una cierta discreción, sin que tampoco parezca que escondamos nada.

– Si me permite su santidad, yo ya tenía un bosquejo de cómo podría celebrarse el enlace. La percibía como una boda íntima, en familia, habida cuenta del carácter afectuoso y reservado que se atribuye al joven príncipe. Los familiares de los Borja empleados en el Vaticano, los cardenales Borja y Llopis, el obispo Joan Marrades.

– Añade a Ascanio Sforza.

– El cardenal no es de la familia.

– Pero es un aliado de los napolitanos y le gustará ser invitado. Yo compensaría tanta austeridad inicial, con la que estoy de acuerdo, con un espléndido banquete nupcial posterior. ¿Qué te parece?

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