Estudia Alejandro la neutral expresión de Corella.
– Yo no he pedido que se le aplique tormento. Yo pedí que lo trajeran a Roma, donde sin duda hubiera recibido un tratamiento menos inquisitivo.
– ¿Menos inquisitivo? ¿Por qué? Su santidad ha citado a Ulpiano, quien, si no recuerdo mal, dice que la tortura no es otra cosa que el tormento y el sufrimiento del cuerpo para obtener la verdad.
Loable finalidad que a veces no consigue la placidez de la filosofía. ¡Tal vez nos hubiéramos acercado mucho más a la verdad si Platón, por ejemplo, en vez de dialogar con Sócrates lo hubiera torturado!
– Eso es un sarcasmo.
– Es simplemente un exceso imaginativo, santidad. De hecho el tormento forma parte del "inquisitio specialis", que permite utilizar todos los medios posibles para llegar a la verdad. El moderno derecho penal, y su santidad es un gran hombre de leyes, legitima la tortura, y ya no aplicada a plebeyos y mendigos, sino incluso a gentes principales. El orden establecido necesita defenderse.
Molesto, Alejandro le insta con un gesto a que se vaya, pero ya cuando Corella está a punto de dejar el recinto, escucha el renovado reclamo del papa.
– Que conste que no has contestado a mi pregunta de por qué ha sido necesario asesinar a Pere Caldes y a Pantalisea.
– Creo haberlo contestado suficientemente, santidad. Pere Caldes y la infeliz Pantalisea representaban el desorden o su tolerancia. En tiempos de revuelta hay que ser implacables con los rebeldes y con sus cómplices.
Burcardo ha permanecido en un segundo término y presencia el inquieto caminar de Alejandro, como si temiera que se le estrecharan los límites del lugar, camina y dialoga sin mirar a su jefe de protocolo. Burcardo, ¿quién conoce la noticia del hallazgo de los cadáveres? Los barqueros, su santidad, Miquel de Corella, este humilde servidor.
– Necesito que Lucrecia reciba la noticia plácidamente, sin escándalo. Haz que venga.
Y viene una Lucrecia embarazada, plácida, blanca, coronada de rosas acude al abrazo de su padre y se recrea en el recibimiento de caricias, como una niña ansiosa de cariños aplazados. Termina sentada sobre las pontificias rodillas y Alejandro le habla abrazándola, para impedirle cualquier posibilidad de huida.
– Lucrecia, necesitaba hablar contigo, de padre a hija, con la sinceridad que siempre hemos tenido. Antes de cualquier otra consideración, he de decirte que aguardes con confianza el fruto de tu vientre, será bendecido por mis manos y tratado con caridad.
Lucrecia se entrega aún más al seno paterno y lágrimas de felicidad le surcan el rostro.
– Ese hijo, al fin y al cabo, es fruto de la Providencia, Dios da y Dios quita, premia y castiga.
Dios siempre alecciona.
Está conforme Lucrecia con la pedagogía de Dios.
– A veces la pedagogía de Dios es terrible.
Sigue estando de acuerdo Lucrecia con la terribilidad de la pedagogía de Dios.
– En la concepción de ese fruto que palpo ahora con mis manos has intervenido tú, pero también Pere Caldes y tu doncella Pantalisea, sabedora de la naturaleza de vuestros encuentros.
Lucrecia ya no sonríe, ni llora, pero se deja mecer placenteramente.
– Dios ha sancionado esa complicidad, Lucrecia.
Los ojos de Lucrecia piensan, pero su cuerpo sigue entregado al amor paterno.
– El Tíber ha arrojado los cuerpos sin vida de Pere y de Pantalisea.
Hay horror en los ojos de la mujer, horror que su padre no ve, mientras sigue acunando a su hija, pero quiere comprobar el efecto de sus palabras y coge la cara de Lucrecia con una mano y la vuelve para quedar frente a frente. De la más neutra de las miradas, Lucrecia pasa a una expresión dulce y un comentario ligero.
– El Tíber siempre ha sido un peligro.
– ¡La muerte puede venir de tantos factores!
– Yo siempre pienso en la muerte. No creo que viva muchos años.
– ¡Calla, Lucrecia! No me destroces el corazón.
– Te lo digo en serio. Tengo en mi cabeza el lema latino: "Vive memor Leti, fugit hora."
– El tiempo huye, es cierto, pero hay que dejar la vida, la muerte, el tiempo en manos de Dios. Piensa en esa mano de Dios cuando trates de preguntarte por qué han muerto Pere Caldes y Pantalisea.
Cierra los ojos Lucrecia asintiendo y permanece su sonrisa mientras su padre la libera del abrazo.
– Y piensa en los planes de boda con Alfonso de Nápoles. Debe complacerte, como te complace la amistad con su hermana Sancha.
– Me complace mucho. Me complace -musita, y se retira la mujer dulcemente sonriente y sólo tras la puerta volverá el horror a sus ojos y un estertor de angustia que se vuelve respiración entrecortada, progresivamente calmada, serenidad y una enigmática sonrisa con la que recompone su atuendo y las rosas que la coronan.
La corona de espinas de una crucifixión es el elemento más alto de la estancia casi desnuda, en el centro el potro que tensa los músculos de un Savonarola tan desnudo como la estancia. Sobre la piel las amalvadas huellas de la tortura, en el rostro el rictus de todos los dolores acumulados y en los ojos la búsqueda del rostro de Cristo, que encuentran, un rostro de Cristo sólo preocupado de su propia crucifixión. Los verdugos corrigen la tensión de la máquina, mientras interrogan con la mirada a los inquisidores sentados tras una mesa, entre los que se encuentran los más altos cargos de la Signoria, pero sobre ellos se mueve la autoridad del notario Francesco Barone, "Ceccone". Ceccone está terminando de revisar un papel y cabecea negativamente.
– No podemos aceptar esta confesión. Ridiculiza el procedimiento y no nos da argumentos para la condena.
– ¿Qué hacer entonces?
– Hay que proponerle otra vez que firme nuestra propuesta.
Asiente Canacci y los verdugos reciben la orden de que suelten a Savonarola. Liberado de sus ligaduras y del potro, le han de sostener entre cuatro para sentarle con dolor, un dolor que se convierte en aullido cuando alguien le coge bruscamente el brazo izquierdo.
Ceccone le tiende los folios al tiempo que comenta:
– Su tozudería es la única causante de sus males. ¿Ha visto lo que nos obliga a hacer? Es inaceptable su declaración. Esta que le proponemos se ajusta a la verdad de lo percibido.
La lee trabajosa, dolorosamente fray Girolamo y la rechaza. Contempla gravemente a Ceccone.
– Tú eres Barone, "Ceccone" te llaman, conocido por tus estafas y tus estancias en la cárcel. ¿Cómo puedes ser el notario de esta infamia? ¿Desde qué aptitud moral?
– No está en condiciones de conceder aptitudes morales. Firme esta propuesta y se acabarán sus padecimientos.
– No. Y si la publicas como si yo la hubiera firmado, antes de seis meses morirás.
– Sus señorías han escuchado las amenazas.
Sus señorías decretan con un ademán que el fraile vuelva al potro y a él retorna entre gemidos que se convierten en alaridos cuando gira la rueda que quiebra el cuerpo. Sobre el fondo de los gritos del torturado, los reunidos deliberan.
– Esta situación no puede durar indefinidamente. Tal vez deberíamos llegar a un pacto, a un texto condenatorio pero ambiguo, que luego nosotros podemos complementar con apostillas escritas al margen.
– No le veo salida. Quizá lo más sensato fuera entregárselo al papa.
– Eso jamás. Ya le hemos escrito expresándole nuestros coincidentes deseos de arrancar cuanto antes esta cizaña del trigal de la Iglesia y ofreciéndole que envíe a sus delegados, a Remulins, si quiere, a interrogarle aquí. Siempre aquí. En Florencia. Savonarola debe ser destruido aquí y por nosotros.
Basta un gesto del airado Ceccone para que la saña del potro se extreme y de los alaridos pase Savonarola al desmayo. Comprueban la certeza de la pérdida de conocimiento, liberan al fraile y lo arrastran entre cuatro hasta su celda, donde abandonan el cuerpo a la piedad del lecho. Del desvanecimiento vuelve lentamente Savonarola y con bastante trabajo consigue beber agua de un jarrón sin poder utilizar su brazo inválido, repasándose las tumefacciones del rostro con una mano, balsamizándolas con agua. Entra un carcelero huidizo, muerto de miedo, asegurándose de que no es espiado desde el exterior. Es portador de una vela y de una carpeta y a partir de esa entrada todos los movimientos torpes, miradas, ansiedades de Savonarola se dirigirán a conseguir que el carcelero le entregue unos folios, el tintero, la pluma, encienda la vela a la vista de las muecas del dolor que cualquier gesto causa al prisionero.
– Me la juego, fray Girolamo, me la juego.
– Nada de lo que escribo puede dañarte.
– Yo antes le odiaba, fray Girolamo, pero no puedo soportar lo que le hacen. Podrá ser muy justo, pero mi mirada no lo resiste. Le ayudo en lo que puedo, pero tienen miedo a lo que usted pueda decir, escribir.
– Tú no has de temerlo. Si me encuentran los papeles diré que es cosa de brujería. Escribo una "Regla del bien vivir" para que las generaciones futuras hereden mi ideario.
Ha sacado el carcelero ungüentos y pedazos de tela suave de sus bolsillos y balsamiza las heridas del fraile, pero es tanta la ansiedad por la escritura que detiene sus gestos y le pide que le deje a solas con las palabras. Cuando se ha marchado el carcelero, se aplica a escribir, esperado momento en el que incluso sonríe, como si volviera a ser feliz, y al tiempo que coloca las palabras una detrás de otra recita en voz alta:
– Porque Dios me ha quitado el espíritu, rogad por mí. Dudo de mí mismo porque Dios no me envía sus señales como antaño. ¿Seré un farsante o acaso, como decía san Isidoro, el tormento perturba la mente?
Introducido por el receloso carcelero, entra en la estancia otro fraile tan torturado como Savonarola y se precipita a besarle las manos y a esperar después su bendición. Le repasa Savonarola las facciones llenas de heridas, las ojeras erosionadas por las lágrimas.
– Te han dejado como el "Ecce Homo", pobre fray Domingo.
– No he querido suscribir ninguna condena, ninguna aceptación de que he mentido. Yo puedo resistir, pero usted es muy frágil, padre, y le están destrozando.
– Si tú no me niegas, ¿cómo voy a negarme a mí mismo? Estas gentes me odian porque odian la verdad y mi verdad significa que cambiaría el orden que les ha permitido hacerse ricos, poderosos y lujuriosos. Sólo estoy dispuesto a admitir que quizá me haya equivocado en mi capacidad profética, que he interpretado mal las señales de Dios, que el Señor no confiaba del todo en mí.
– No acepte ni siquiera eso.